martes, 23 de enero de 2018

La isla del pirata



Desde siempre quise ser pintor, pero acabé estudiando medicina por tradición familiar. Aun guardo las acuarelas que pinté, de niño, sentado en la arena de aquella playa, desde la que se divisaba un islote que, según contaban los lugareños, encerraba una triste historia, tan triste como antigua. Se decía que un pirata había tenido retenida allí a una bellísima princesa como botín de uno de sus asaltos. Se decía que esa joven de alta cuna vivió desde entonces recluida en un hermoso palacete que el pirata hizo construir, donde la visitaba con cierta frecuencia para agasajarla, esperando con ello que aceptara de buen grado su cautiverio. También se decía que, aprovechando las ausencias de su raptor, la muchacha encendía de noche una fogata para llamar la atención, de modo que alguien pudiera acudir en su ayuda. A pesar de que la luz de las llamas era visible a millas de distancia, jamás nadie se atrevió a contrariar al cruel pirata despojándole de su preciado tesoro. Hasta que, un aciago día, la desesperada princesa, viéndose de por vida en manos de su captor, acabó con su vida lanzándose al vacío desde un risco. Su cuerpo fue hallado, desmadejado entre las rocas, por el pirata a la vuelta de una de sus viles incursiones en alta mar. Como un acto más de entre sus infamias, y como venganza por su orgullo dañado, el malvado corsario lanzó el cadáver de la joven al mar. Desde entonces, algunos pescadores aseguraban haber visto en lo alto del islote a una mujer que, vestida con lujosos ropajes, les saludaba a su paso.

Aun siendo probablemente una leyenda centenaria, la visión de aquel islote, conocido por las gentes del lugar como la isla del pirata, me inspiraba mil y una historias, que trasladaba a mi cuaderno y a mis lienzos. A mis doce años, yo era un muchacho muy romántico e imaginativo que solía inventarse historias de amor que escribía y guardaba a buen recaudo por temor a las burlas de mis dos hermanos, que disfrutaban ridiculizándome desde que descubrieran mi afición. Por fortuna, en la casa donde nos albergamos aquel verano, yo tenía mi propia habitación, que cerraba con llave para evitar sus intrusiones, siempre dispuestos a meter las narices ─y las manos─ en lo ajeno.

Así las cosas, cada noche, al amparo de miradas indiscretas ─esos dos mastuerzos que tenía como parientes consanguíneos hubieran hecho también burla de mis dibujos─, sacaba las pinturas a la mortecina luz de un flexo, para recrearme con la visión de aquellas acuarelas de las que me sentía tan orgulloso.

Una de esas tardes en la playa, mis ensoñaciones me llevaron mar adentro, hasta la isla del pirata y, viajando en el tiempo, me imaginé que rescataba a la dulce y bella princesa cautiva y vivíamos un apasionado romance, para acabar convirtiéndose en mi esposa. Me vi también buscándola, tras su trágica desaparición, y hallándola, exánime, en el fondo del mar, para devolverla a la vida y convertirme así en su héroe salvador. Solo con pensar que la historia que corría de boca en boca pudiera haber sido cierta, me embargaba una terrible tristeza. Si realmente su maltrecho cuerpo fue lanzado al mar, como carnaza para los peces, ¿qué había sido de él? ¿Y si se conservaba intacto en alguna cueva submarina, esperando ser encontrado para darle su merecida sepultura? ¿Y si lo que decían ver los pescadores era realmente su espíritu, que vagaba, como alma en pena, por la isla incapaz de hallar su camino hacia el más allá? ¡Qué ridículo me sonó todo aquello cuando volví a recobrar la razón!

Sea como fuere, mi innato romanticismo y mi inagotable fantasía me empujaron a hacer algo puramente simbólico pero que, de pronto, sentí como un deber imperioso en memoria de aquella joven que bien podría haber existido y fallecido tal como me lo habían contado. Le escribí un poema, que luego metí en una botella que lancé al mar. Desde entonces, todos los días, cuando acudía a la playa, escudriñaba la orilla por si acaso mi botella había sido devuelta a tierra firme por el ingrato oleaje, por si el mar hubiera rechazado hacer de mensajero o por si alguna criatura marina quisiera darme a entender lo inútil e irracional de mi acción. Pero nunca apareció.

Al término de las vacaciones, cuando fui a despedirme de aquella playa y de aquel mar que me habían acompañado tantas tardes, observé que en el islote había movimiento humano, se veía gente subiendo y bajando de unas barcazas que parecían cargadas de algo más que de personal. Cuando pregunté, me dijeron que alguien había comprado el islote y que se disponía a construir allí un hotelito, pues el interés turístico de la zona estaba en alza y tenía un futuro prometedor. Ello me produjo una tristeza añadida a la de mi marcha, pues la isla del pirata ya no volvería a ser la misma.

Al verano siguiente no volví a aquel pueblo de la costa a pasar las vacaciones de verano, ni al otro, ni en los sucesivos veinte años. Mis acuarelas, mis escritos y mis recuerdos de aquel verano quedaron arrinconados en el fondo de mi memoria y de mi armario durante toda mi adolescencia y solo emergían muy de tarde en tarde, cuando mi recalcitrante nostalgia salía a flote, entre libros y libros de texto.

Pero el azar o el destino hizo que dos décadas después, convertido en médico a la fuerza, volviera a aquella franja de mar, transformada ya en un lugar muy preciado por el turismo. Solo serían dos semanas, las que mis exiguas vacaciones me permitían. Llevaba muchísimo tiempo queriendo volver, pero no acababa de decidirme. Nunca segundas partes fueron buenas, dice el refrán. De niño me había parecido un lugar de ensueño, pero tras el boom turístico, seguro que todo su atractivo se había esfumado. Hasta que un día, navegando por internet en busca de lugares con encanto donde pasar esas dos semanas de descanso, reparé que entre las muchas ofertas para elegir había una que llevaba por nombre “La isla del pirata”. No podía creerlo, esa era “mi isla del pirata”, la fotografía no inducía a error, y ese pequeño hotel remodelado que se anunciaba no podía ser otro que aquel hotelito del que me hablaran antes de marcharme de allí.

Necesitaba sosiego, abstraerme de todo y reencontrarme con aquel niño que fui, romántico, imaginativo y, sobre todo, feliz. Después de tantos años de ausencia, volvería al lugar que tantos gratos recuerdos me traía. Escribiría. Y pintaría. Seria libre de hacer lo que se me antojara sin tener que dar explicaciones a nadie, ni a mis padres, contrarios a todo lo que no fuera algo serio y de provecho, ni a mis hermanos, que seguían siendo unos insensibles majaderos.

Una lancha cubría el traslado entre el flamante puerto deportivo del pueblo y el islote, que seguía siendo aquel promontorio a una milla escasa de tierra firme que yo recordaba. Logré una habitación con vistas al pueblo y a la playa que me vio escribir y pintar tantas tardes de un verano ya muy lejano.

Me sentía inspirado. Escribía y pintaba sin apenas descanso. ¿Qué hacía yo ejerciendo de médico si mi verdadera vocación me reclamaba tomar otros derroteros? Pero no todos podemos elegir libremente nuestro futuro. A veces se interponen obstáculos insalvables. El hombre propone y Dios dispone, dice otro refrán. Y entonces recordé lo que, según la leyenda, había tenido lugar justo donde me encontraba. También aquella joven princesa vio su felicidad truncada contra su voluntad. Y de nuevo volví a ser aquel niño soñador de doce años y me imaginé qué habría sido de mí si no hubiera accedido a las presiones familiares y hubiera acabado siendo escritor, o pintor, o ambas cosas. Y volvió a mi mente aquella botella lanzada al mar en busca de una destinataria anónima y tal vez inexistente.

Una noche, tumbado en la cama, viendo el cielo estrellado a través de la ventana abierta de par en par, me imaginé a una joven, princesa o no, viviendo en el fondo del mar, cual sirena, encontrando mi botella y leyendo mi poético mensaje. Y me imaginé que me respondía con otro. Un mensaje no de amor sino de ilusión y de esperanza. Un mensaje que me dijera cómo ser feliz el resto de mi vida. Y con este nuevo ensueño infantil caí profundamente dormido.

El día siguiente amaneció con un color tan vivo y brillante que invitaba a tomar, sin demora, mi caballete y sentarme a pintar junto a las rocas, con la espuma de las olas rompientes salpicándome la cara. El mar estaba muy agitado. El viento soplaba con fuerza, de ahí que las nubes hubieran emigrado a otras latitudes. Una joven de largos y negros cabellos me advirtió del peligro que corría estando tan cerca del mar embravecido, que más de uno se había precipitado y caído al agua y su cuerpo nunca había sido hallado. Sonriendo, ante un consejo que me pareció innecesario y casi maternal, se lo agradecí dándole a entender, cortésmente, que sabía cuidar de mí y que tendría cuidado. Por toda respuesta, me recomendó que, aun así, no dejara de mirar el mar y, tras devolverme una enigmática sonrisa, como si supiera algo que no me había querido revelar, desapareció. ¿De dónde había salido aquella muchacha? No la había visto en todos esos días de estancia en el hotel, de lo contrario me acordaría de aquella cara, de esos ojos tan azules y su larga cabellera azabache. Debía de haber llegado recientemente y no había tenido ocasión de verla.

Desde aquel preciso instante, me sentí turbado por las palabras de la joven y no podía evitar, entre pincelada y pincelada, echar un vistazo al mar que parecía enfurecerse por momentos. En una de esas ocasiones, vi cómo una ola rompía violentamente contra las rocas y, al retirarse, dejaba recostaba sobre una de ellas lo que, por su forma y brillo, me pareció una botella. No pude reprimir dar un brinco. ¡Una botella! Y estaba cerrada con un tapón de corcho, como la que yo había lanzado de niño. Y parecía contener algo. ¿Un mensaje, quizás? ¿Y si fuera mi botella y el mar me la devolvía? ¡Qué pensamiento más absurdo! ¡¿Cómo iba a recuperarla después de veinte años?! Por ridículo que os parezca, me precipité hacia las rocas, aprovechando que se habían retirado dándome una breve tregua, sin atender a los gritos de advertencia de algunos huéspedes que estaban tomando el sol. No hice caso ni de gritos ni de advertencias. Quería esa botella y quería ver lo que contenía. Y una vez logrado mi arriesgado objetivo, comprobé que, lógicamente, no era la mía. Todos los allí presentes debieron tomarme por loco al comprobar que recogía mis bártulos y me marchaba raudo tras hacerme con un frasco de vidrio que se había estrellado, sin romperse, contra las rocas.

Una vez en mi habitación, con el corazón desbocado por la emoción del niño que cree haber hallado un tesoro largo tiempo escondido, abrí, no sin cierto esfuerzo, el misterioso recipiente. Contenía lo que parecía una lámina abarquillada. La saqué y desenrollé con sumo cuidado, no fuera a desgarrarse. Lo que vieron mis ojos me dejó boquiabierto. No lo podía creer. Era una especie de mensaje, o mejor debería decir un regalo. Y era suyo, no había lugar a dudas. Y era muy especial. Era una bellísima acuarela que solo ella podía haber hecho para mí.

Todavía hoy, reconvertido en pintor, la conservo como oro en paño. La titulé, como no podía ser de otro modo, “La isla del pirata”, aunque solo yo conozco el significado. ¿Queréis verla? No se la enseño a nadie porque no deseo tener que explicar de quién es, qué significa y cómo la conseguí, pero hoy haré una excepción con vosotros. Aquí la tenéis. ¿A qué es maravillosa?



Pintura a la acuarela, o garabata, como la define su autora, mi compañera de letras conocida con el seudónimo “Te cuento de viajesCVT”, cuyo blog os animo encarecidamente a visitar: https://tecuentodeviajes.wordpress.com/

Este relato ha sido fruto de la invitación recibida de esta bloguera viajera y artista, consistente en hallar la inspiración en una de sus bellísimas pinturas. Si deseáis leer su última entrada, aquí tenéis el enlace: https://tecuentodeviajes.wordpress.com/2018/01/24/un-mar-sin-dudas/






lunes, 8 de enero de 2018

Cuarenta y ocho horas (y 2)



Robles, formal como siempre, acudió a la cita antes incluso de lo que Esteban esperaba. Parecía como si el administrador estuviera, por una vez, realmente preocupado. Eran las ocho y media de la mañana y al hombre le asomaban unas tremendas ojeras. ¿Quizá no había dormido bien a causa de los nervios? Sin duda las preocupaciones pasan factura a partir de cierta edad.

Esteban estaba ansioso por entrar en materia, pero no podían faltar las formalidades, las buenas costumbres. Así que, una vez confortablemente acomodados, hizo sonar una campanilla para que una doncella les sirviera el desayuno que previamente había mandado preparar.

Robles, intrigado, devoró el abundante almuerzo matutino en un santiamén. Aun siendo de buen comer, era notorio que deseaba terminar esa comilona protocolaria cuanto antes para que Esteban le revelara su descubrimiento. Este aparentó estar disfrutando de las viandas y de la bollería de confección casera, para su propio deleite y para incomodidad de su hombre de confianza. Esteban estaba, hasta cierto punto, regocijándose de la situación, se sentía como Sherlock Holmes ante su amigo, el doctor Watson, momentos antes de desvelarle sus conclusiones de lo que, hasta hacía bien poco, le había resultado un misterio inescrutable.

Tras apurar su taza de té y limpiarse delicadamente los labios y el bigote con una servilleta de lino bordada con sus iniciales, Esteban inició su exposición.

No supo justificar lo que le dio la solución al enigma, si fue su perspicacia o su amada Isabel quien, desde el otro mundo, se la reveló. Esa fue la introducción antes de empezar a conjeturar, en voz alta, cómo creía él que se habían desarrollado los hechos.

***

Robles, era conocedor de que Esteban, llegado el momento de abandonar sus negocios, tenía previsto deshacerse de ellos, poniéndolos a la venta, y crear una Fundación para la investigación de las enfermedades pulmonares. Este se lo debió comentar a don Hilario, el notario, con el que le unía una buena amistad, y al doctor Hinojosa, quien, como especialista en neumología, se vería, sin duda, complacido por esa iniciativa. Pero para el doctor solo había un pequeño inconveniente en ese apreciado plan: Esteban era todavía muy joven, de modo que deberían pasar muchos años para que pudiera cumplir con su deseo. ¿Por qué, pues, no darle un “empujoncito” para adelantar los acontecimientos?

» ¿Qué quiere decir con un “empujoncito”? ¿No estará acaso insinuando que…? ¡¿Cómo puede sugerir tal cosa?! ¿Qué yo me beneficiaría? ¿Cómo? ¿Administrador de la Fundación? Sí, desde luego, un puesto mejor remunerado y mucho más cómodo, pero...

Y entonces fue cuando debió intervenir el notario, sugiriendo una opción menos drástica y más realista. No hacía falta llegar a ese extremo. Además, no serviría de nada pues el joven empresario todavía no había testado, de lo contrario él lo sabría. En todo caso deberían empezar por ahí, obligándole a dejar sus intenciones por escrito. Solo debían asustarle, haciéndole creer, por ejemplo, que, si no hacía cualquier cosa, como por ejemplo venderlo todo, alguien acabaría con él. Si duda una magnífica idea.

» ¿No me ha dicho en más de una ocasión, señor Robles, que está usted harto de este trabajo y de sus esfuerzos, y que a don López de Hoyos le traen al pairo sus negocios? Pues ahí lo tiene. El “emujoncito” al que sin duda se debía referir el doctor, aquí presente, consiste en persuadirle de que lo venda todo antes de que un loco lo asesine. ¿No es así, doctor? Sin duda, sin duda. A eso me refería, ejem… Pero podría sospechar algo raro si lo que se le exige es únicamente la venta de sus posesiones. Él solo ha compartido conmigo sus planes para el día de mañana y podría atar cabos. No si el supuesto asesino le exige, además, gastarse todo el dinero obtenido con las ventas en un plazo irrisorio, imposible de cumplir, digamos… ¡cuarenta y ocho horas! Pero esa exigencia es absurda. ¿Quién puede querer algo así? Pues alguien que quiera verle arruinado. Seguro que un hombre tan rico como él debe de tener muchos enemigos. ¿Y si hace caso omiso a la advertencia? Corremos ese riesgo, pero me inclino a pensar que, viendo la imposibilidad de cumplir el plazo exigido, antes de verse asesinado por nuestro loco imaginario, dejará sus últimas voluntades por escrito. Antepondrá la Fundación a cualquier otra cosa. Ya lo verán. ¿Y quién podría escribir esa carta? ¿Y quién se la podría hacer llegar sin ser descubierto? Bueno… yo mismo podría escribirla, pues no conoce mi letra. Con tantos documentos que redacto a mano tengo una caligrafía excelente. ¿Y para qué hace falta una caligrafía tan refinada y escrita con pluma estilográfica si solo se trata de la amenaza de un loco? Bueno, pues para despistar, no vaya a pensar que es obra de un vulgar delincuente y no le dé la importancia que el asunto merece. De todos modos, intentaré no esforzarme tanto. Pero lo de la pluma es innegociable. Ahora bien, todo ello a cambio de algo, por supuesto, ya me entienden. ¿Algo? ¿Cómo qué? Bueno, ambos van a manejar mucho dinero con la Fundación, así que… Y en cuanto a cómo hacerle llegar la misiva, pues ¿no se reúne usted con él, como administrador, todos los viernes por la tarde? Pues uno de esos viernes prolonga la reunión más de la cuenta, hasta eso de las siete, por ejemplo, que en esta época del año ya es de noche. Así, cuando salga usted de la casa, podrá dejarla en la entrada sin que nadie se percate de ello. De ese modo, no la encontrarán hasta la mañana siguiente y nadie sospechará de usted. Don Hilario tiene razón, pensarán que ha sido alguien que, oculto en la oscuridad de la noche, ha saltado la verja para cometer esa fechoría. Pero si, transcurridas las cuarenta y ocho horas, aunque haya hecho testamento, nadie intenta perpetrar el asesinato, podría echarse atrás. Bueno… claro… como es de suponer que todo el mundo estará al corriente de lo que dirá el anónimo, la amenaza tendría que llevarse a la práctica de todos modos. Para darle más credibilidad a todo el asunto. Además, no podríamos hacernos con el control de la Fundación estando él con vida. ¡¡¿Qué?!! ¡¿Está usted loco?! ¿Y cómo? Pues, pensándolo bien, yo podría hacerme con una pequeña cantidad de arsénico. En nuestro hospital se utiliza, en algunos casos, para el tratamiento de la sífilis y de algunas enfermedades cutáneas. En el laboratorio no llevan un control demasiado rígido. ¿Y qué pretenden, que se lo administre yo? ¡Ni hablar! ¡Yo no soy un asesino! Piénselo bien, hombre. Usted ya no tiene edad para calentarse la cabeza intentando mantener a flote unos negocios que a su propietario le traen sin cuidado. Esteban es un alma en pena, un muerto viviente. ¿No lo ha descrito usted mismo así en más de una ocasión? Sí, pero… Así matamos dos pájaros de un tiro. Él se reúne con su estimada esposa, y miles de enfermos al año se podrían beneficiar de las investigaciones que aquí el doctor dirigirá con el dinero de esa Fundación. Bueno, en realidad serian más de dos pájaros los que mataríamos, si nos contamos a nosotros mismos, jajaja. ¡No mencione la palabra matar! Pero no sea remilgado, hombre. Lo que no habrá hecho usted por dinero... Oiga, oiga, sin faltar. ¿Que no? No me extrañaría que se estuviera embolsando una buena cantidad de dinero de las fábricas, aprovechando que su jefe está en la inopia. Pero ¿quién se ha creído que soy? No se enfade, hombre, que es malo para la salud, se lo dice un médico. A ver, mírelo de otro modo, todos ganaremos una buena suma de dinero. ¿Qué le parecería un salario de… pongamos… treinta mil pesetas mensuales como director financiero de la Fundación? ¡¿Treinta mil pesetas?! ¡¿Mensuales?! ¿Le parece poco? No, no, qué va. ¡Oiga, pues yo quiero cien mil pesetas! Todo a su debido tiempo, don Hilario. No vayamos a vender la piel del oso antes de cazarlo. Pero eso de… envenenar a Esteban me parece, no sé, cuanto menos una traición, con lo que confía en mí. Así es la vida, mi querido Robles. Piénselo bien. No sé, no sé. Y cuando esté… muerto., qué digo a los sirvientes. Nada. Usted me manda llamar y como médico amigo de la familia extenderé el certificado de defunción. Paro cardíaco y punto. ¡Ha sufrido tanto el pobre!

***

Esteban, simulando una tranquilidad que no sentía, volvió a llamar a la doncella para que les trajera un nuevo servicio de té. Tenía la garganta seca, no sabía si de tanto hablar o del nerviosismo que le embargaba. Mientras acababa su diatriba cada vez más alterado, la cara de Robles era todo un poema, o una acuarela, mostrando, poco a poco, todos los colores del arco iris. Del blanco más pálido inicial acabó con un rojo escarlata, pasando por el amarillo, verde, azul y ultraviolado. Y tras finalizar Esteban su exposición de los hechos, según los había imaginado, el hasta entonces su hombre de confianza mantuvo un silencio sepulcral. Quien calla, otorga, pensó Esteban. Todo apuntaba a que había dado en el clavo. Mientras esperaba la confesión de su ex amigo, ex administrador y ex todo, o, por lo menos, una explicación o réplica, hizo entrada la doncella. Esta, tras servirles el té, hizo una pequeña reverencia, a modo de despedida, y se marchó cerrando la puerta a sus espaldas, dejándolos nuevamente a solas. ¿Y ahora qué?, pensó Esteban. ¿Qué hará? ¿Habría acertado en el modus operandi? Podría haberse equivocado en ese punto, pensó, y realmente solo pretendían asustarle haciéndole creer que su vida estaba en peligro. O bien podría llevar un revolver en el maletín. Pero si lo mataba de un disparo, ¿cómo justificaría su muerte? No, tenía que ser por envenenamiento con algún preparado que le habría facilitado el doctor Hinojosa. Pero ¿cómo iba a envenenarle sin que se percatara de ello? Solo podía salir de dudas poniéndole a prueba. Se lo pondría fácil. No tenía otra opción. Llegado a este punto ya nada le importaba. Todo lo tenía atado y bien atado. Alea jacta est.

Esteban se levantó del sillón, ante la atenta mirada de Robles, y se dirigió a su escritorio con la excusa de necesitar sus gafas. Mientras simulaba buscarlas entre los papeles que en él tenía acumulados, observó la figura de Robles reflejada en el cristal del gran retrato enmarcado de su padre, que presidía el despacho. Y vio, con una mezcla de estupefacción, impotencia y resignación, cómo su amigo y fiel administrador vertía unas gotas de un líquido en su taza de té y se guardaba, raudo, un frasquito en el bolsillo de su americana. Durante unos segundos todo le dio vueltas, se sintió realmente mareado al pensar que solo le quedaba la salida que había previsto.

Al volver a su asiento, sin las gafas, por supuesto, cosa que a Robles le pasó desapercibida, y antes de que este diera un sorbo a su té, Esteban le detuvo el gesto con la mano en alto. ¡Qué fallo tan imperdonable! La taza que le habían ofrecido estaba ligeramente descantillada, una pequeña pero intolerable mella, justo en el borde, que no solo afeaba la delicada pieza de porcelana, sino que podía provocarle un corte en el labio. Sin atender a las amables protestas de aquel, le cambió la taza por la suya. Qué menos podía hacer ante tamaño descuido de la servidumbre. Ante la negativa de Robles a beber de ella, Esteban sacó de un bolsillo de su chaqueta una pequeña pistola con empuñadura de nácar, que había pertenecido a su mujer ─un entrañable recuerdo de familia─ y, apuntándole al entrecejo, le conminó a hacerlo.

Nunca Robles había sido tan locuaz. Por su boca salió, de corrido, sin apenas respirar, toda la verdad, la que Esteban ya había supuesto ─el quién y el por qué─, más la que acababa de confirmar ─el cómo─. Una confesión en toda regla. Solo que, en este caso, no había lugar para la absolución. Nunca les perdonaría aquel acto tan execrable. La mano que sujetaba la pistola le temblaba a Esteban cada vez más, mientras que la cara de Robles pasaba del pánico inicial a la de súplica y finalmente a la de resignación a medida que pasaban los segundos. En el último momento, sin embargo, al joven la duda le asaltó tan a traición como lo acababan de hacer aquellos a los que había tenido por personas honorables. Pero tenía que hacerlo, no le quedaba otra salida. Ya nada le importaba.

Tras la puerta cerrada del despacho de Esteban se oyó una detonación. Un disparo que resonó por toda la mansión. El eco de la muerte. Cuando la servidumbre en pleno, alertada por aquel estruendo, se presentó en la sala, encontró al señor de la casa, su joven amo, recostado en su sillón, sin vida. Se ha suicidado, se ha volado la tapa de los sesos, fueron las únicas palabras que articuló, tartamudeando, el avejentado administrador, a quien le resbalaron dos lágrimas por sus arrugadas mejillas. Dicho esto, vieron cómo este tomaba su taza de té y bebía de ella hasta la última gota sin pestañear, como si no le afectara en absoluto la muerte de quien había sido hasta entonces su patrón y amigo.

FIN




martes, 2 de enero de 2018

Cuarenta y ocho horas



Esteban López de Hoyos vivía recluido en su inmensa mansión. Hacía un año que Isabel, su joven esposa, había fallecido en cuestión de días tras declarársele una neumonía. Solo llevaban un año de casados cuando cayó postrada en la cama para no volverse a levantar. La trató, sin éxito, el eminente doctor Gabriel Hinojosa en persona, amigo de la familia y jefe del servicio de neumología del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo. Pero es que Isabel era una mujer joven y vital que habitaba un cuerpo débil y enfermizo.

A partir de ese aciago día, Esteban vivía atormentado. Las cartas lo habían vaticinado, pero hizo caso omiso. Él no creía en la lectura de las cartas, de las palmas de las manos, de los posos del té, ni nada por el estilo. Pero ahora todo era distinto. Si hubiera seguido el consejo de aquella vidente ahora tendría, probablemente, a su querida Isabel a su lado. Aquella siniestra mujer, a la que su esposa se empeñó en visitar, lo dejó bien claro: veía salud y bienestar, pero algo oscuro ensombrecía ese vaticinio. Veía puertas cerradas y conspiraciones ocultas. Una amenaza acechaba desde el exterior. Esa fue su interpretación. Él no creyó en tal majadería, pero Isabel sí y, desde entonces, se negó a pisar la calle. Vivía enclaustrada. Ni siquiera se atrevía a salir a la terraza. Se limitaba a mirar el hermoso jardín desde los ventanales.

Esteban se enfurecía viéndola llevar esa vida de clausura. El encierro de ella era su propio encierro. Solo salía para atender sus negocios. Cuando volvía, la encontraba donde la había dejado al despedirse: en la biblioteca, leyendo una de sus novelas favoritas. Los fines de semana se le hacían interminables, al igual que lo eran sus peleas. Por mucho que insistiera en dar un paseo, alegando que él salía todos los días a la calle y nada malo le había ocurrido, ella se mostraba reacia a hacerle caso.  Hasta que un día logró persuadirla. “Un corto paseo por el jardín te vendrá bien, querida. Es primavera y hace un día muy hermoso. Estás muy pálida, debes tomar un poco el sol, si no, te marchitarás en vida”. Y como ella hacía algún tiempo que se sentía débil y fatigada, accedió. “Pero solo un ratito, Esteban, y volvemos a entrar”. Él creyó que aquella sería la prueba de fuego, tras la cual su mujer, al comprobar que nada malo sucedía, volvería a llevar una vida normal. Pero al día siguiente del paseo Isabel enfermó de gravedad y él se culpabilizó por ello, sin sospechar que la neumonía que acabaría con su vida ya llevaba tiempo incubándose en los delicados pulmones de su esposa. Y creía que ella también se lo recriminaba en silencio. ¿Cómo podía haber enfermado? ¿Y si la vidente tuvo, en parte, razón? ¿Y si la vida saludable que había vaticinado era la de él y no la de su esposa? ¿Y si era Isabel quien no debía salir de casa para no exponerse a peligros externos? ¿Y si…? Sea como fuere, Esteban se obsesionó de tal forma que llegó a creer que, ignorando aquella advertencia, había provocado la muerte de su mujer. No se perdonaría jamás haberla convencido para dar aquel fatídico paseo. Sintiéndose culpable, se autoimpuso el castigo de no volver a pisar la calle nunca más. No tenía derecho a vivir una vida normal. Se recluiría de por vida en memoria de su amada esposa. Y así lo hizo. Desde entonces pasaba los días encerrado en su vasta y vetusta mansión. Tenía todo lo que necesitaba. No precisaba salir a la calle para nada, ni siquiera al jardín, al que condenó al abandono.

Sus negocios funcionaban de maravilla. Cada viernes por la tarde, a la hora del té, despachaba con Robles, su administrador, todos los asuntos relativos a sus empresas y le daba las instrucciones necesarias, o el beneplácito a las sugerencias de aquel, para el buen gobierno de las mismas.

Robles era su hombre de confianza. Ya lo había sido de su padre, Romualdo López de Hoyos, desde que este fundara en 1862, con solo treinta y cinco años de edad, la fábrica textil, y tan solo un año después la empresa de áridos para la construcción y un pequeño banco que fue creciendo hasta convertirse en una respetable y sólida empresa provista de una amplia red de oficinas por todo el país. Don Romualdo siempre estuvo asesorado por Robles, un joven y astuto abogado de veinticinco años, emprendedor y con una gran visión empresarial, pero sin dinero para crear sus propios negocios. Robles seguía siendo, después de cuarenta años, un fiel asesor y consejero, habiéndose convertido en el brazo derecho de Esteban desde que este heredó la fortuna familiar, animándole y aconsejándole para continuar con éxito la obra de su progenitor.

A pesar de la muerte de Isabel y del consiguiente desinterés de Esteban por los negocios, todo seguía yendo viento en popa, pero el joven viudo no se sentía con ánimos para nada, llegando a vislumbrar la posibilidad de vender sus empresas y, con el capital obtenido, crear una Fundación en beneficio de la investigación de las enfermedades pulmonares. Incluso había pensado en el nombre: “Fundación Isabel Cisneros”, en memoria de su mujer. Ya que no se había podido hacer nada por salvar la vida de su esposa, procuraría que su fortuna sirviera para salvar la de otros. Y quién mejor que el doctor Hinojosa para encargarse de que así fuera.

Pero el tiempo pasaba y todo discurría con una pesarosa normalidad, hasta el hallazgo de aquella misteriosa carta, un sábado por la mañana. En ella, una mano desconocida le advertía de que, si no accedía a sus exigencias, moriría en cuarenta y ocho horas. ¿Qué broma de mal gusto era aquella?

Por mucho que preguntó a la servidumbre, nadie supo darle razón de quién había traído esa misiva anónima. La había encontrado una de las doncellas, a primera hora de la mañana, junto a la puerta principal, bajo el porche. No había remitente, por supuesto, y estaba escrita con una letra muy pulcra y estilizada, propia de un escribano de tiempos pasados.

Si bien resultaba sumamente extraño que alguien pudiera haber dejado una carta ante la puerta de una mansión en la que no era tarea fácil penetrar, peor era su contenido. No se trataba de una extorsión, un chantaje o una exigencia por una reivindicación laboral insatisfecha. Lo que el autor de esa misiva pedía era algo insólito: si en cuarenta y ocho horas no lograba vender todas sus propiedades y gastarse hasta el último céntimo, moriría.

Alguien quería verle arruinado y le fijaba un plazo absurdo para cumplir con su exigencia. Si la ruina sería una forma de acabar con su lánguida pero confortable vida, la muerte acabaría con toda forma de vida. Esteban no sabía, pues, qué sería peor, si vivir en la más absoluta pobreza o reunirse antes de tiempo con su querida Isabel.

Cuanto le mostró la nota manuscrita a su administrador, a quien hizo llamar en su condición de abogado, este no le dio crédito alguno. “Debe de ser obra de un perturbado. ¿Quién, en su sano juicio, podría querer una cosa así?”, afirmó con rotundidad. “Habrá saltado la verja de noche y dejado la carta aprovechando la oscuridad. Te tengo dicho que deberías tener un par de perros guardianes. Mañana mismo me encargo de ello”, añadió, dando el asunto por zanjado.

Esteban no lo tenía tan claro y estuvo tentado, por unos instantes, de avisar a la policía, pero, tras recapacitar, pensó que sería mejor resolver el asunto por su cuenta, con discreción. No quería que su buen nombre se viera públicamente envuelto en una historia sórdida como aquella. Su reputación, e incluso sus negocios, podrían verse perjudicados.

A pesar de haber ordenado a todos los miembros del servicio rastrear hasta el último palmo de su propiedad para hallar algún indicio de allanamiento o prueba inculpatoria, no hallaron nada sospechoso. Las únicas señales claramente visibles en la gravilla de la entrada eran las del carruaje de Robles y lo que debían ser sus pisadas hasta la escalinata que daba al porche de la entrada principal. Por lo tanto, la única explicación posible era que la mano que había depositado la carta donde la hallaron tenía que ser la de una persona a su servicio. No había sido, pues, un intruso que había asaltado su propiedad desde la calle sino una persona que habitaba en la casa.

Para salir de dudas y muy a su pesar, decidió mandar escribir a cada uno de sus sirvientes unas palabras al azar de aquella maldita carta, una prueba caligráfica que debería descubrir a su autor o autora, aunque le extrañaba que una caligrafía tan refinada como aquella hubiera podido salir de sus manos. Pero solo pudieron participar en la prueba las únicas personas que sabían escribir: el mayordomo, la cocinera y el cochero, y ninguno de ellos reprodujo la letra del escribiente anónimo. Profundamente apenado ─no sabría decir si por no haber hallado al culpable o por su innoble conducta─, tuvo que disculparse por haber sospechado de ellos, sus fieles empleados durante más de veinte años. Sus miradas, aunque comprensivas, le indicaron la humillación y la decepción que habían sentido por sus infundados recelos.

Habían transcurrido ya seis horas desde el hallazgo del anónimo y Esteban todavía no había tomado una determinación. Se hallaba, pues, como al principio. ¿Cómo iba a resolver ese dilema en las cuarenta y dos horas, a lo sumo, que le quedaban? Si decidía dar crédito a la amenaza, era del todo imposible deshacerse de sus bienes en un plazo tan breve. Nadie podría vender tres empresas como las suyas, una mansión y todos los objetos de arte ─que no eran pocos─ en unas pocas horas. Quien le había dado aquel ultimátum lo sabía. Por lo tanto, lo quería muerto. Pero antes quería jugar con él. ¿Asustarle, angustiarle? ¿Eso era lo que quería? Pero ¿quién? Y ¿por qué?

Esteban había sufrido demasiado con la muerte de Isabel y ya no le temía a nadie ni a nada. En realidad, todo le daba igual. ¿Para qué vivir de ese modo, solo y acumulando dinero y más dinero para nada? Ni siquiera tenía descendencia por la que luchar y preservar sus bienes. Cuando muriera, todo pasaría a la Fundación. Había hablado de ello con Robles en repetidas ocasiones y este siempre había mostrado su conformidad y alabado su filantropía. “Pero todavía te quedan muchos años para eso, amigo mío”, le decía aquel. Pero ahora creía que, aunque acabara de cumplir treinta y dos años, el momento había llegado. Solo lo lamentaba por su difunto padre, que tanto había hecho por levantar ese pequeño imperio económico, y por su madre, fallecida cuando él solo contaba con catorce años, que con tanta ilusión le decía que un día todo aquello sería suyo. Y así fue cuando, con tan solo veintisiete años, lo heredó todo. Y de eso solo hacía cinco. Cinco años al frente del negocio familiar y ahora alguien le exigía poner a la venta todas sus propiedades. Si el presunto asesino acababa con su vida cuando venciera el plazo fijado, como era de prever, no podría llevar a cabo su ambicioso acto de altruismo. Por otra parte, aunque encontrara de inmediato un comprador ávido por hacerse con sus posesiones, no habría forma humana de gastarse toda esa fortuna en unas pocas horas. Podía arrojar todo ese dinero al fuego, y con ello quizá salvara la vida, pero tampoco vería cumplida su ilusión. Sin dinero no habría Fundación. Así pues, tenía que asegurarse de algún modo que su proyecto viera la luz, costara lo que costase. Tenía que adelantar sus planes a toda costa. La Fundación era su máxima prioridad.

No había tiempo que perder. Aquella misma noche escribió sus últimas voluntades. Al día siguiente mandaría llamar al notario con el que Robles solía tratar para que formalizara el testamento y los documentos necesarios para la creación de la Fundación Isabel Cisneros. A su muerte, sus propiedades debían ponerse a la venta y las ganancias obtenidas utilizarse para ponerla en marcha. Robles debería encargarse de lo primero y el doctor Hinojosa de lo segundo. Sin las empresas, Robles se quedaría sin trabajo, pero ya había llegado a la edad de jubilación. Con sesenta y cinco años, se le veía cansado y desbordado por el trabajo. Bien merecía un buen retiro. Esteban lo tenía decidido. Ya no le importaba vivir. Quien fuera que lo quería muerto acabaría con su vida, pero no con su legado. Y una vez trazado su plan, se acostó, algo más relajado.

Su única y gran duda seguía siendo quién estaba detrás de la amenaza y quién sería la mano ejecutora. Si no salía nunca de casa, el asesino, o asesina, tendría que actuar en ella. ¿Uno de los sirvientes, al que habrían comprado? ¿Alguna visita inesperada? Eso era lo único que le inquietaba: quién sería su verdugo y por qué. Y con estos interrogantes rondándole por la cabeza, quedó, contra todo pronóstico, profundamente dormido.

A la mañana siguiente, después de desayunar y de repasar, una y otra vez, el borrador de testamento que había confeccionado, mandó recado a Robles, a través de Hermenegildo, su cochero, para que mandara venir al notario a su domicilio a la mayor brevedad posible, haciéndole conocedor del motivo de tal premura. Ya sabía que era domingo, pero el asunto, como podía suponer, no debía esperar ni una hora más y, además, en domingo seguro que el notario no tenía la agenda ocupada, añadía en su nota.

Tras esperar, con los nervios a flor de piel, varias horas, a las seis en punto de la tarde cruzaba la verja de la mansión el señor notario, don Hilario de la Fuente. Este, una vez leídas las últimas voluntades de su cliente, y tras mostrar su beneplácito ante tal derroche de generosidad del joven empresario, abrió su maletín de cuero negro, sacando de él un pliego de hojas de papel con el membrete de su notaría, papel secante en un raído soporte de madera, un tintero y una magnífica pluma estilográfica con el plumín chapado en oro. Toda una joya importada de París, como a él le gustaba referir siempre que sorprendía a alguno de sus clientes mirando, embobado, cómo sumergía el dorado plumín en el tintero y accionaba un pequeño émbolo con el que succionaba cuidadosamente la tinta. Esteban tenía una parecida, que había heredado de su padre, un hombre muy moderno para su época, pero más rudimentaria, pues tenía que llenar el pequeño depósito de la pluma con un cuentagotas, algo muy engorroso, motivo por el cual nunca la utilizaba. Además, Esteban dejaba la tarea de la escritura para su administrador, que siempre escribía sus anotaciones a lápiz. Luego, en el despacho, su secretaria reproducía el texto con una flamante máquina de escribir Remington, orgullo de la oficina, con la que los documentos parecían sacados de una imprenta. Don Hilario, en cambio, no quiso nunca adquirir semejante armatoste y se vanagloriaba de que sus documentos, escritos a mano, eran una verdadera obra de arte, pues su letra era de tal claridad y calidad, que no precisaba de otro adminículo distinto a su preciada pluma.

Así pues, sentado a la mesa de trabajo de Esteban, el señor notario se puso manos a la obra, transcribiendo con un cuidado extraordinario (pues abominaba de los impresentables borrones), lo que su cliente le había pedido que trasladara a un documento notarial. Cuando este hubo terminado su trabajo, le pasó al joven el resultado del mismo para que, si estaba de acuerdo, lo firmara.

Cuando Esteban tuvo en sus manos lo que iba a ser su testamento, no pudo evitar sentir un tremendo escalofrío. Esa letra tan pulcra y estilizada… ¡Era idéntica a la del manuscrito anónimo! ¡Ahora ya sabía quién lo había escrito! Don Hilario había cometido un tremendo error. Sin pensarlo, se había descubierto como el autor de aquella carta. Le temblaban las manos y no sabía qué hacer ni qué decir. Cuando el notario le preguntó si le ocurría algo, tuvo que disimular, alegando un pequeño mareo y acabó firmando el documento, que le entregó de inmediato, deseando que aquel hombre desapareciera de su vista y poder así quedarse a solas poniendo en orden sus ideas.


Esteban se pasó el resto del día encerrado en su despacho, cavilando, bebiendo y hablando en voz alta, tanto que la servidumbre creyó que su amo se había desquiciado. Hasta que, poco a poco, fueron aclarándosele las ideas y el puzle empezó a tomar forma. A medianoche las piezas ya habían encajado. Al día siguiente, a primera hora, justo cuando se cumpliera el plazo otorgado por su presunto asesino, mandaría llamar a Robles para comunicarle lo que había descubierto.

CONTINUARÁ...


*Imagen superior izquierda: Casa Arnús, o El Pinar, edificio modernista situado al pie del Tibidabo (Barcelona), tomada por el autor del relato