martes, 26 de septiembre de 2017

La promesa



Se lo prometí. Y lo prometido es deuda. Aun así, es muy injusto. Mi padre me obligó en su lecho de muerte. Me sentí incapaz de negarle nada a un moribundo, imbécil de mí. Todavía ignoro por qué acepté esta locura.

“Prométemelo y podré morir en paz”, me dijo, agarrándome del brazo con una fuerza inusitada en alguien que agoniza.

Creo que si accedí fue por lo que mi madre solía decirme de niño: que hay que saber perdonar, y que un hombre como Dios manda siempre cumple la palabra dada, por mucho que le pese. Si mi madre viviera, se alegraría de saber que he acabado perdonando a mi padre por todas sus fechorías, pero, a pesar de su propio consejo, desaprobaría la promesa que me vi forzado a hacerle. 

Y ahora tengo que cumplirla, por dura y peligrosa que resulte. 

Solo espero que mi madre, esté donde esté, lo comprenda. A fin de cuentas, soy hijo de un hombre que jamás perdonó a sus enemigos pero que siempre cumplió con su palabra. Las reglas del clan eran sagradas para él.

No será difícil. Estoy seguro de que asistirá al entierro, para asegurarse de que se ha librado de su principal adversario, o bien por cinismo o para guardar las apariencias. 

Cumpliré con mi palabra tan pronto como se acerque para darme sus hipócritas condolencias. Nunca he usado un arma, pero un disparo a quemarropa nunca falla.

Sé que sus guardaespaldas cumplirán con su cometido. Pero yo habré cumplido mi promesa.




viernes, 22 de septiembre de 2017

El escritor (cuarta y última parte)


─Lamento que se lo haya tomado usted así, señor Martínez ─le dice don Julíán al terminar aquél su alegato, con más temor que aplomo─, pero es lo que hay. Lo toma o lo deja ─añade sin tenerlas tampoco todas consigo. 
─Joven, no sabe usted la suerte que tiene de que una editorial como la nuestra le haya ofrecido esta gran oportunidad ─añade don Manuel, cuya presencia ha sido esta vez reclamada por don Julián tan pronto como ha sabido de la inesperada visita del escritor por boca de Marisa que, por cierto, hoy va ataviada con una minifalda que si no fuera porque…─. Vaya, vaya a otra editorial, a ver si estarían dispuestos a publicarle su manuscrito tal como llegó a nuestras manos. ¿Le ofrecemos saltar a la fama y se niega a aceptar unos pequeños retoques que no han hecho más que mejorar el original? ─remata, enojado, el viejo destroza-manuscritos.
─Véalo de este modo, señor Martínez ─interviene de nuevo don Julián─. La gente quiere algo digerible, ameno, algo con lo que pasar el rato. Sí, sí, no me mire con esa cara. Usted desconoce el mundo editorial. La publicación de libros no es más que un negocio y no se me escandalice usted que ya es mayorcito. Vivimos en un país en el cual la gente no quiere pensar, a quien hay que darle todo mascado, y si no, vea qué tipo de cine es el más taquillero. Por no citar los programas de televisión de mayor audiencia. Sí, sí, hay excepciones, por supuesto, pero déjeme terminar. Lo que quiero darle a entender es que…
─Que debe tener paciencia. Una vez haya usted publicado esta novela y haya sido un éxito, que lo será, podrá usted escribir lo que le dé la gana, pues ya tendrá un nombre, será conocido, quizá incluso famoso ─le interrumpe don Manuel, pretendiendo echar un cable a su jefe y así acabar de engatusar al pardillo que tienen delante.
─Eso es. Y nosotros nos comprometemos a publicarle sus próximas novelas ─afirma don Julián, viendo, por el semblante del interfecto, que casi le tienen en el bote.
─Don Julián (transige don Manuel en este trato por un momento) quiere decir que Ediciones Valverde se comprometerá a publicarle sus próximas novelas ─aclara, pues eso del plural parece que le incluya a él, algo que casi le repugna─. ¿No es así, don Julián? ─concluye don Manuel, con un tono de ironía que le pasa desapercibido al escritor.
─Si claro. Ediciones Valverde, por supuesto. Era una forma de hablar ─se ve obligado a aclarar don Julián, acribillando con la mirada al viejo carcamal.

A Pedro, le acaban de tomar nuevamente con las defensas bajas. ¿Adónde fueron sus arrestos desde que salió de casa y apareció en las dependencias de la editorial? Genaro, Genaro, ayúdame, repite mentalmente como un mantra, Si recordara alguna plegaria, se la dedicaría a San Francisco de Sales, patrón de los escritores. La carne es débil, yo soy débil, piensa avergonzado y confuso. ¿Qué hago? ¡Qué dilema el mío! Publicar o no publicar, esa es la cuestión. Y no una cuestión cualquiera.

******

─¡Vete a la mierda, tú y tu jodida novela! ─ni siquiera parece la voz de Genaro la que profiere tales improperios─ Nunca hubiera imaginado que te comportaras de tal forma. Vete al carajo y olvídate de mí. 
─Pero, hombre. Solo debo ceder en esta primera ocasión. Luego…
─¿Luego? No habrá luego, tío. Que no te enteras. Una vez accedas a esto, luego accederás a aquello y a lo de más allá. Te tendrán pillado por las pelotas. Promesas y más promesas. ¡Ja! Te obligarán a publicar porquerías. Si no, al tiempo. Esa gente es así. Te has dejado engatusar como un idiota ─le espeta mientras se levanta y se dirige a la puerta sin siquiera despedirse.
─¡Genaro, Genaro, espera! ─la voz de Pedro tampoco suena como antes. ¿Qué coño les está pasando a sus cuerdas vocales?

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Nunca, antes, el equipo de Marketing de Ediciones Valverde, S.L. se había esforzado tanto en una campaña de lanzamiento de una novela, teniendo en cuenta que su autor era un perfecto desconocido en el mundo editorial.

“Todos estamos locos” se presentó, a bombo y platillo, como una novela de un autor-revelación, como un gran descubrimiento literario que marcaría un antes y un después en la literatura moderna en lengua castellana. Definieron a Pedro Martínez López, PML a partir de ahora, como un visionario, como lo fue en su día Julio Verne pero en versión “friki”. A don Manuel se le pusieron los pelos de punta por tal calificativo, pero en su fuero interno se alegraba de tantos fuegos de artificio que no harían más que explotarle a la cara de Maldonado (ya ni siquiera merecía el apelativo de “señor” por haberle obligado a llegar a esta situación).

PML estaba exultante. Su foto en la solapa del libro había quedado muy bien. Estaba favorecido, tanto que no parecía él. Así no le podrían reconocer en la calle, pero qué le vamos a hacer. Además, estaba muy satisfecho por la agilidad de la editorial en culminar todo el proceso creativo y promocional y por la prontitud en poner su novela en el mercado, justo antes de Navidad, una fecha muy propicia para las compras. A fin de cuentas, un libro es un muy buen regalo cuando no se sabe qué regalar y en tal caso el comprador se inclina por los más vendidos o por los más recomendados. Ese sería su libro.

Y por una vez PML no se equivocó. Gracias al gran despliegue publicitario de la que fue objeto, su novela fue un rotundo éxito de ventas. Todo el mundo quería hacerse con un ejemplar. Ya al primer mes se hicieron tres ediciones. Al cabo de tres meses ocupaba el segundo puesto en el ranking de libros más vendidos en el primer trimestre del año, después de “Mi vida solo es mía”, de esa celebérrima e incultísima tertuliana de cuyo nombre no puedo acordarme.

A pesar de que las condiciones económicas pactadas con la editorial no fueron muy generosas ─eso lo supo PML después, gracias a (o debería decir por culpa de) su vecino escritor─, llevaba ganado más dinero del que cobraba al año en su último empleo. Y eso iría en aumento, según le vaticinó don Julián, quien se frotaba las manos por el acierto conseguido con esa publicación, a la par que don Manuel se abofeteaba por el estrepitoso éxito de ventas, que equivalía a un no menos estrepitoso fracaso en sus planes de dejar en ridículo a su todavía jefe.

Pero ese camino de rosas le duró a PML y a don Julián lo que tardó “Todos estamos locos” en llegar a las manos de un renombrado crítico literario, un tal Roberto Alcázar (nada que ver con el personaje del cómic “Roberto Alcázar y Pedrín” de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, aunque se le parece un poco). 

A Pedrín, digo a Pedro, se le borró la sonrisa idiota que llevaba prendida de los labios desde que vio la luz su Opera prima. Hasta se había olvidado de que llevaba mucho tiempo en mente escribir su segunda novela, la que con toda seguridad le afianzaría como uno de los mejores novelistas contemporáneos. Cuando leyó la crítica de su novela en uno de los periódicos más leídos del país, se le vino el mundo abajo. Un acaloramiento hasta entonces jamás experimentado le sobrevino de repente, al cual le siguió una lividez y un frío marmóreos. Sudaba hielo.

La crítica no podía ser más feroz. Dejaba a la novela, al autor y a la editorial que había tenido el mal gusto de publicar semejante bazofia, a la altura del betún más roñoso. Un insulto a la inteligencia. Una noverlucha de la peor calidad, indigna de ser publicada por una editorial con un mínimo de escrúpulos. 

A PML todavía le temblaban las manos, que apenas sujetaban el periódico en cuestión, cuando le sobresaltó una llamada al teléfono fijo. “Será Genaro”, pensó Pedro, que llama para decirme “ya te lo dije”. Pero no, no era su amigo.

Era un periodista del mismo periódico donde le dejaban como una piltrafa humana, marcado para siempre y expulsado del Paraíso de los novelistas al poco de haber entrado. A todo le contestaba que sí sin saber muy bien qué decía. ¿Es usted Pedro Martínez López? Si. ¿Es usted el autor de “Todos estamos locos”? Si. ¿Ha leído la crítica de su novela en el número de hoy de este periódico? Si. ¿Podría usted concederme una entrevista? Si. ¡Mierda! ¡¿Y ahora qué?!

No quería, pero tenía que hacerlo. Necesitaba su ayuda o, por lo menos, un hombro sobre el que llorar. Y llamó a su fiel amigo. ¡¡¡¡¡Genarooooo!!!!! Y el bueno de Genaro acudió en su ayuda.

─Di la verdad. Cuéntalo todo. Todo lo que ocurrió y cómo ocurrió. De cabo a rabo. De cómo te convencieron esos dos. Confesar la verdad es terapéutico. Caiga quien caiga.

Y así lo hizo. Pedro Martínez López, PML y PMG hablaron por una misma boca, que vomitó atropelladamente sus cuitas y vicisitudes desde que recibiera la amable llamada de aquella guapa y atenta secretaria que dijo llamarse Marisa.

Una página entera de la sección dominical dedicada normalmente a cine y literatura ocupó la entrevista al ahora malogrado escritor. Su primera obra, la que debía ser un gran éxito que le catapultara a la fama, ─que lo fue, aunque efímeramente─ lo precipitó al averno de los escritores malditos. Ante las preguntas del periodista, se declaró culpable de haberse vendido, o mejor dicho de haber vendido su obra al enemigo, de haber claudicado ante las horribles exigencias de aquella maldita editorial, de haberse traicionado, de haberse prostituido ─cuánta razón tuvo Genaro─, de haber permitido que su maravillosa obra fuera mutilada hasta el punto de haberse convertido en un engendro. Ahora lo comprendía con amargura, pesar y vergüenza. Acababa la entrevista pidiendo disculpas a los lectores a quienes había impedido poder disfrutar de “Tierra de locos” y se disculpó también ante los miles de lectores y lectoras que habían comprado “Todos estamos locos”, por si se sentían ofendidos con esta declaración. Lo lamentaba, pero reconocía que lo que había salido al mercado era, parafraseando a su crítico, “peor que una mierda pinchada en un palo”.

Muchos fueron, sin duda, los lectores de ese artículo, pero hubo uno especialmente interesado en esta rocambolesca historia y que no pudo evitar carcajearse y frotarse las manos. Era Valentín Cifuentes, actual director general de Editorial Universo, S.L. y antiguo empleado y enemigo acérrimo de Ediciones Valverde, S.L. Que esa maldita editorial ─a la que siempre guardará inquina por haberle puesto de patitas en la calle por atreverse a contradecir a aquel mamarracho y carcamal corrector literario, ese don Manuel de los cojones─ hubiera quedado con el culo al aire, le complacía tanto que tenía que celebrarlo de algún modo. Lástima que su última novia le había dejado, porque si no, lo empezaría a celebrar con un buen revolcón, pero ya pensaría en otra cosa.

Y pensando, pensando, se le ocurrió que quizá esa novela, “Tierra de locos”, o mejor dicho su manuscrito, hubiera llegado tiempo atrás a la editorial que ahora dirigía y pasara desapercibida. En su editorial se reciben tantos manuscritos…

Al día siguiente, lunes, pidió a Ángela, su secretaria, que buscara por donde hiciera falta, hasta en la trituradora de papeles y en el contenedor de papel para reciclar, un manuscrito titulado “Tierra de locos”. 

─Vaya, vaya, mujer, no se quede ahí parada. 
─¿Y cuánto hace que recibimos ese manuscrito? ─inquirió la pánfila pero agraciada secretaria, que tanto le recuerda a Marisa, lo único bueno de Ediciones Valverde, que si no fuera por…
─Y yo qué sé. Ni tan solo sé si lo recibimos. Pregunte, pregunte. Si nos llegó, alguien tendrá que saberlo, digo yo.

Y alguien lo supo. 

─Mira a ver si todavía sigue en el montón de manuscritos que guardo en el cuartito de material de oficina ─le comenta Juanjo, uno de los correctores, y ante la cara incrédula de Ángela, se explica─. Es que a veces, cuando no tengo nada que leer me llevo a casa alguno de los manuscritos que descartamos. Alguna vez he descubierto algo bueno, pero, claro, si se trata de autores totalmente desconocidos, pues ya sabes…

Al cabo de una hora de ardua búsqueda entre montañas de papeles, Ángela, con una sonrisa de triunfo en sus carnosos labios, deja sobre la mesa del señor Cifuentes (aquí no están por los tratamientos de protocolo) un polvoriento manuscrito firmado por un tal Peter McGregor. Y tras un intenso palmoteo para librarse del polvo acumulado en sus delicadas manos, da media vuelta y regresa a su cubículo. “Madre de Dios hermoso”, piensa Valentín, echándole un vistazo a su trasero, quien tras un profundo suspiro se pone manos a la obra.

******

Han transcurrido unos meses y tanto don Juián, ahora en paro, como don Manuel, recién jubilado ─los muy ingratos no supieron valorar que todo lo había hecho por la empresa, esa que ya no es su casa─, leen el mismo artículo del respetado Roberto Alcázar, una elogiosísima crítica sobre una novela recién publicada, titulada “Tierra de locos”, cuyo autor es un escritor novel que, los lectores recordarán, tuvo un serio traspiés al confiar su manuscrito original a Ediciones Valverde, S.L. y que gracias a la mano tendida ahora por Editorial Universo, S.L., su obra ha visto la luz tal como fue engendrada por la maravillosa mente de este genio de la literatura contemporánea, que firma la obra con el pseudónimo de Peter McGregor, algo innecesario, según el crítico, pero ante lo que no tiene nada que objetar.

Dicha crónica termina pronosticando un éxito de ventas para esta obra tan original y un futuro muy prometedor para este escritor-revelación.

******

PMG (ha decidido conservar el pseudónimo que le ha llevado a la fama) tiene a punto de publicar su segunda novela. Editorial Universo, S.L. se jacta públicamente de saber valorar a las jóvenes ─y no tan jóvenes─ promesas, no como la gran mayoría de las editoriales españolas.

Ediciones Valverde, S.L., por su parte, dispone de dos nuevos correctores de estilo. Los ha elegido personalmente el señor Valverde hijo, pensando en el futuro de la empresa. Savia nueva. Estrictos pero condescendientes con los escritores noveles. Lo malo es que, después de aquel incidente con un tal PML, no les llega ningún manuscrito.

FIN


lunes, 18 de septiembre de 2017

El escritor (tercera parte)


Las esperanzas de PMG de convertirse en un escritor reconocido empezaban a hacer aguas. Quizá debería tirar la toalla y dedicarse a otra cosa más provechosa y agradecida. Los más de seis meses que habían transcurrido desde que enviara su biografía a aquellas dos editoriales ─lo cual indicaba a todas luces que estaban interesadas por su manuscrito─ se le habían hecho eternos. Ninguna de ellas se había puesto todavía en contacto con él.

Para llenar el tiempo de espera con la escritura ─lo único que se le daba bien y que le ayudaba a desconectar de este mundo tan complicado e injusto─ había presentado doce relatos, dos por mes, a sendos concursos literarios a lo largo y ancho de la geografía española. Para este menester había utilizado su verdadero nombre y algún que otro pseudónimo ─en esta ocasión en castellano─ cuando ello había sido preceptivo. En algunos de esos certámenes, los menos, la cuantía del premio en metálico no era nada desdeñable, así que, con un poco de suerte, podría sacarse un buen dinerillo.

Pero la suerte tampoco le sonreía a PMG en este lance literario. Hasta el momento, de los nueve concursos en los que ya se había emitido un dictamen, solo en uno este le había sido favorable, si bien el premio en metálico resultó ser muy escuálido. Aun así, no se había sentido tan feliz desde hacía mucho tiempo. Por fin alguien había valorado positivamente su mérito como escritor, aunque fuera de relatos cortos. De la modesta cantidad del premio, tuvo que deducir los gastos ocasionados por el desplazamiento al acto de entrega, que ascendieron a más de la mitad de lo ganado. Pero eso no le importó en absoluto. Por algo se empieza ─se dijo─. No se ganó Zamora en una hora. Claro que, bien pensado, este refrán no era muy oportuno para el caso porque ─para aquellos que no lo sepan─ en realidad el asedio que sufrió esta ciudad castellana a la que hace mención acabó muy mal para quienes pretendían ganar esa plaza.

La ceremonia de entrega del premio que le otorgaron, también le sirvió para conocer a unos cuantos colegas de letras. Gente encantadora y con mucha experiencia en estas lides. A algunos de ellos, la asidua participación en tales certámenes les proporcionaba ─según le contaron─ un “sobresueldo” anual envidiable. La cuestión era escribir muchos relatos y presentarlos a tantos concursos como fuera posible, procurando que la entidad organizadora fuera seria y con “pedigrí”.

Aunque ese había sido, pues, su único premio hasta el momento, consideraba que los relatos que no habían recibido el beneplácito del jurado eran muy buenos. O eso creía, pues ya empezaba a dudar de su buen criterio. Para salir de dudas, hizo caso a su curiosidad casi morbosa y se las apañó para tener acceso a alguno de los relatos ganadores. No hubiera tenido que hacerlo, pues sufrió la peor de las decepciones y la madre de todas las rabietas. ¡¿Cómo podían haber premiado a tales mediocridades?! Y tras el berrinche inicial por tamaña injusticia, le sobrevino la frustración y la congoja. Y las dudas volvieron a acosarlo. Quizá el problema real estribaba en que no era objetivo consigo mismo, que se creía mucho mejor escritor de lo que en realidad era. Ese es el defecto típico del escritor amateur, que se cree mucho mejor de lo que es. Pero él siempre había sido un hombre ecuánime y más bien inseguro en muchas facetas de la vida. Pero…

Por lo tanto, mientras pmg (su baja autoestima en ese momento ya no me permite ni siquiera usar las mayúsculas) veía pasar por delante de sus narices, una a una, la posibilidad de ganar alguno de esos concursos a los que había presentado sus pequeñas joyas, esos colegas, con los que mantenía contacto a través de las redes sociales, no cesaban de acumular premios. Llegó pmg a sentir tanta envidia que estuvo tentado de bloquearlos para no recibir más noticias de sus triunfos. Con cada notificación que aquellos realizaban, con la alegría y orgullo de los triunfadores, con los correspondientes parabienes de sus amistades, la espina de los celos se le clavaba más y más hondo. ¡Qué malos son los celos!

Ahora, un poco más sosegado, PMG se ha puesto como fecha límite para sus aspiraciones novelescas el mes de diciembre. Si a finales de año no ha ganado ningún premio literario de cierta relevancia y ninguna editorial se ha interesado por su novela, lo deja, envía sus vanas ilusiones a paseo y se concentra en algo mucho más prosaico aunque más tangible y práctico: buscar desesperadamente un empleo, actividad que ha abandonado para nada.

******

─¿Dígame? ─contesta PMG a una llamada procedente de un número desconocido.
─¿Hablo con… Peter, digo Pedro Martínez López? ─pregunta una voz femenina muy sensual.
─Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
─Buenas tardes. Mi nombre es Marisa Gallego y soy la secretaria de don Julio Maldonado, el editor adjunto de Ediciones Valverde. No sé si recordará que le pedí hace algún tiempo que nos enviara una breve biografía con motivo de haber recibido de usted un manuscrito.

La cabeza de PMG empezó a darle vueltas y el corazón a percutir como un bombo golpeado por uno de los mozos más fornidos de Calanda.

Tras tomarse unos segundos para relajarse y dejar que las palabras fluyeran sin tartamudear, PMG contestó a la agradable interlocutora:

─Sí, sí, claro que lo recuerdo. ¿Y a qué se debe su llamada? ─y en ese preciso instante su garganta sufrió un pequeño espasmo producido por el nerviosismo y la excitación. ¿Serían buenas noticias?
─Pues le llamo para decirle que al señor Maldonado le gustaría tener una entrevista con usted a la mayor brevedad posible. ¿Le vendría bien mañana por la mañana, a eso de… las diez?
─Por…, por supuesto. Ahí estaré. Hasta mañana, entonces.
─Pero ¿conoce la dirección, señor… Martínez?
─Sí, claro, donde les envié el manuscrito, ¿no?
─Ay, sí, claro. Pues ahí. Hasta mañana. Y pregunte por mí. Muy amable. Adiós.

La amable secretaria del editor adjunto de Ediciones Valverde ya había colgado y PMG seguía con el teléfono pegado a la oreja y con la vista puesta no se sabe dónde. No podía creérselo. Por fin había sucedido. Esa Editorial estaba interesada en publicar su novela. No podía ser otro el motivo de la entrevista.

Aun no siendo bebedor, se echó un buen trago de ron al coleto y, ya un poco más relajado, se tumbó en el sofá, cerró los ojos y echó a volar, una vez más, su imaginación. Se imaginó sentado frente a todo el consejo de administración de Ediciones Valverde, recibiendo felicitaciones y apretones de manos, sonrisas por doquier y un generoso adelanto por los derechos de publicación en forma de un cheque bancario a su nombre (el real, claro). ¿Qué me pondré para ir a la entrevista?, fue el último pensamiento que tuvo antes de quedarse dormido.

*******

El día de la entrevista ha amanecido soleado. Pero mientras en la calle el cielo está despejado, en el despacho de Julián Maldonado se acumulan unos oscuros nubarrones que amenazan tormenta.

─Sólo le pido que se comporte y que, por una vez, reprima sus salidas de tono ─le conmina el editor adjunto a su corrector, quien quiso (en realidad exigió) estar presente en la entrevista para asegurarse de que se respetaban los acuerdos alcanzados en aquella acalorada discusión.
─Sabré “comportarme” si usted mantiene su palabra sobre las condiciones que hay que imponerle a ese escritor. Aunque ya le adelanto que, si tiene un mínimo de orgullo, no las aceptará. Pero, claro, un pelagatos de la escritura, como debe ser ese tal Martínez, es capaz de avenirse a cualquier cosa con tal de ver satisfecho su ego.

Tras su oposición frontal a que se publicara la novelita de marras, don Manuel acabó acatando, muy a su pesar, la decisión de su jefe pero, eso sí, imponiendo unos requisitos que, de aceptarlos el tipo ese ─que, conociendo el percal, sabía que las aceptaría─, llevarían a la novela, al autor y al estúpido editor adjunto al más estrepitoso de los fracasos y él saldría, de este modo, reforzado. Demostraría, una vez más, su buen juicio. ¿Acaso no dicen que la venganza se sirve en plato frío? Pues eso. Él ya había tomado las debidas precauciones ante lo que estaba por venir, poniendo en antecedentes a sus estimados señores Valverde, padre e hijo (y porque no había nieto, que si no también le hace partícipe de su airada queja). Nunca nadie había osado, en esta su casa, contradecir sus recomendaciones. Y esta sería la primera y última vez que ello ocurriera. Si de él dependiera, una patada en el trasero le daría al señorito Martínez y al señor (nunca más sería Don Julián) Maldonado.

─Don Manuel, ¿me está escuchando? Parece ausente.
─¿Eh?, ¿cómo? ¿qué?
─Le estaba diciendo que yo me ocuparé de informar al señor Martínez López que la Editorial le… digamos… le sugiere unas condiciones para poder publicar su obra. Si el hombre parece predispuesto a acceder, le pasaré a usted la palabra para que le pormenorice en qué consisten. A fin de cuentas, usted ha sido quien las ha impuesto y ha insistido en estar presente. Si tengo que serle sincero, temo que no las aceptará. El cambio de título, el empleo de su nombre real, eliminar alguno de los personajes, recortar casi una tercera parte del texto, tiene un pase, pero cambiarle tantos diálogos… Casi no se parece en nada al original. No sé, no sé…
─Pues el trabajo que me ha llevado enmendar tantos sinsentidos, eliminar una sarta de ridiculeces y recortar tanta superfluidad bien vale un agradecimiento por su parte. De otro modo, ese bodrio no hubiera visto nunca la luz. Seamos serios, don… esto… señor Maldonado ─el susodicho se remueve, incómodo o quizá dolido por ese nuevo trato, en su asiento─ si esta Editorial tiene tanto empeño en sacar una novedad al mercado, tiene que ser algo que satisfaga a la mayoría. Nos guste o no, tenemos que estar al servicio del lector y lo que los lectores quieren hoy en día son cosas… cómo le diría… cosas entretenidas, amenas. Hay que doblegarse a la realidad, don… eso… señor Maldonado.

El ahora degradado señor Maldonado no comprende a qué se debe ese cambio repentino de actitud en don Manuel, defensor a ultranza de las letras de alto nivel. ¿Cómo puede ser que, de pronto, se doblegue a las exigencias de un público que hasta hace bien poco calificaba de analfabeto? ¿Será la chochez la que está traicionando su conservadurismo?

En esto estaba pensando don Julio Maldonado cuando suena el intercomunicador y su secretaria le anuncia que el citado está esperando ser recibido.

En unos instantes y tras los tres habituales toques de cortesía con los nudillos, Marisa hace pasar a un hombretón de más de metro ochenta y unos cien kilos de peso, tirando por lo bajo, con cara de no haber roto jamás un plato, a quien la buena secretaria presenta como don Pedro Martínez y que entra en el despacho como quien lo hace en un juzgado de guardia.

─Pase, pase, señor Martínez, justamente ahora estábamos hablando de su magnífica novela ─le dice don Julián, mirando de soslayo a don Manuel. Ambos se levantan y se acercan a saludar al autor de la próxima publicación de Ediciones Valverde, S.L., si este se aviene, claro está, a aceptar sus condiciones.

Una vez los tres han tomado asiento, don Julián tras su mesa de trabajo y don Manuel y PMG en sendas sillas frente a él, este observa al escritor como quien estudia al conejillo de indias que utilizará en su próximo experimento. Su mirada escrutadora, intentando adivinar de qué madera está hecho su invitado, acaba en una sonrisa pícara queriendo con ella crear un clima de complicidad. En el fondo, no obstante, siente un cierto reparo. De pronto, se siente como el depredador que está a punto de devorar a su presa, viendo así cumplido su papel en la cadena alimenticia. Es la ley de la naturaleza. Es ley de vida. Y tras un ligero carraspeo inicia un breve, pero elocuente monólogo.

Pedro, a ratos PMG, está anonadado con tanta adulación, si bien la considera un acto de justicia. Asiente a todo lo que oye casi sin prestar atención, pues está en las nubes, de las que solo se apea cuando don Julio le anuncia que se habrían de pulir “algunas cosillas” para mejorar la obra, pues, aun siendo muy buena, todo es mejorable en esta vida.

─Solo serán unos pequeños retoques, aquí y allá. Pero mejor que se lo explique don Manuel, a quien por tal motivo he invitado a que esté presente.

******

─Pero tú estás lelo, o qué ─le espeta Genaro a un atribulado Pedro, que acaba de contarle los pormenores de la entrevista de la que ha sido objeto en las oficinas de Ediciones Valverde, S.L.
─Pero es que me van a publicar mi novela, Genaro. ¿Te das cuenta? ¡Por fin! ¡Lo he logrado!
─¿Qué es lo que has logrado, si puede saberse? En todo caso ellos han logrado doblegarte. ¡Te has prostituido!
─Hombre, tanto como eso…
─¡¿Cómo que no?! ¿Te parece apropiado titularla “Todos estamos locos”? En todo caso, tú y ese editor sois los que estáis locos. Que no hayan aceptado usar ese pseudónimo se entiende, aunque es discutible. A mí también me parecía una pedantería, pero firmarla con tu verdadero nombre, no sé, no sé. Pero lo más escandaloso ─añade Genaro, mientras ojea con furia lo que ha quedado del manuscrito original cuyo texto ya se conoce de memoria─ es que te han cambiado una gran parte de esos diálogos tan elocuentes, se han comido capítulos enteros, si parece… parece… la carroza de Cenicienta convertida en calabaza, el príncipe azul convertido en rana, el… el… ¡la bella convertida en la bestia!
─No seas tú la bestia, que no hay para tanto ─se defiende Pedro, encogiéndose cada vez más, pues en el fondo comprende que su amigo puede llevar razón.
─¿Bestia yo? ¿Pero tú has visto en lo que ha quedado la novela? ─y comprendiendo que su amigo no ha valorado suficientemente la transformación que ha sufrido la que pretendía ser su Opus magnum, suaviza su postura─. Hagamos una cosa: leamos cómo ha quedado el texto y luego tú decides. Al fin y al cabo, es tu novela y tu reputación. Yo me lavo las manos.

De este modo, Pedro y Genaro, Genaro y Pedro, pasaron prácticamente toda la noche en vela leyendo lo que había quedado de “Tierra de locos”. A medida que trascurría la noche, los ojos de ambos lectores se iban agrandando y no por efecto del café que les mantenía en vigilia sino por el espanto que les producía lo que leían.


Ya clareaba cuando dieron por terminado el duro ejercicio de comprobar en qué había consistido lo que aquellos dos embusteros habían calificado de pequeños retoques. Pedro Martínez López, reconvertido en PMG, decidió ir a su encuentro esa misma mañana sin falta. Se enterarían esos dos de lo que vale un peine.


CONTINUARÁ...



peine. 

martes, 12 de septiembre de 2017

El escritor (segunda parte)


Mientras tanto, a varios kilómetros de la sede de Ediciones Valverde, S.L., nuestro querido PMG (Pedro Martínez López para quien ya no se acuerde) andaba alicaído, creyendo que ese silencio editorial quería decir, irremisiblemente (y dale con el -mente) que nadie daba un céntimo por su magnífica novela. Pero a él, cuanto más la leía ─y llevaba ya la friolera de veinte lecturas─, más le gustaba. Por mucho que jurara que lo había hecho desapasionadamente (¿otra vez?, y ya van dos en un mismo párrafo, qué horror), nadie parecía creerle, excepto su fiel amigo Genaro. Todos ponían cara de circunstancias, algunos incluso de conmiseración, ante sus quejumbrosas diatribas y soflamas contra la incomprensión de las editoriales, que solo se mueven con ánimo de lucro a corto plazo, pero en su ausencia ponían los ojos en blanco, dando con ello a entender que todo eran imaginaciones suyas, sueños de ingenuo, lamentos de quien, creyéndose por encima del bien y del mal, da la culpa a los demás de su falta de éxito cuando en realidad el problema reside en su inflamada autoestima frente a una mediocre calidad. Si no le publican es porque no es un buen escritor. Esa era la opinión de sus conocidos, unos ignorantes, como los habría calificado PMG de haberla conocido.

Pero lo que más exasperaba a PMG era que. mientras él, con una obra tan original, ingeniosa, bien escrita y … merecedora de grandes alabanzas, seguía en el dique seco literario, otras de escasísima calidad ─según su buen criterio y ecuánime juicio─, se vendían muy bien ─por lo menos según la opinión de sus autores─. Como esa antigua compañera del taller de escritura, a la que le compró, más por curiosidad que por verdadero interés, su libro de relatos por el módico precio de 18 euros, el dinero peor empleado de su vida porque su lectura le dejó con la peor mala leche que un humano es capaz de sentir. ¡¿Cómo de algo tan malo, tan incoherente, tan absurdo tan, tan, tan… (bueno, vale, para ya) podía haberse vendido, según la interfecta, más de dos mil ejemplares en solo dos meses?! ¡Y por la vía de la auto-publicación! Ninguna editorial de por medio. Ella solita, como Juan Palomo, movía todos los hilos para darse a conocer y vender su librito. Presentaciones, contactos, redes sociales. Hasta había ─siempre según su versión de los hechos─ un editor francés interesado en publicar su libro en el país galo. Todo ello se lo dijo, en un encuentro casual, con el tono más pomposo posible.

PMG estaba desolado, frustrado, se sentía inútil. Sintió ─por qué no admitirlo─ celos. No una envidia sana ─¿acaso eso existe?─, sino puros celos. Incluso rabia, por lo que él consideraba una terrible injusticia. Pero quizá tuviera que tomar ejemplo de esa mujer, y no solo de su autoestima, sino de su iniciativa y diligencia. Pero él no se veía “vendiendo” su libro a diestro y siniestro, dando la lata o publicitándose por las redes sociales. Él no tenía contactos y era demasiado introvertido como para ir por el mundo hablando de su novela.

Tras meditarlo concienzudamente (lo siento, pero era imprescindible), decidió que si en un lapso de unos dos meses no recibía respuesta alguna de una editorial, se decantaría por la auto-publicación. Por lo menos, vería su libro publicado. Cómo promocionarlo y venderlo ya sería otra historia. Y si por este medio no lograba ganar ni para pipas, pues renunciaría a su brillante futuro y se dedicaría a otra cosa, mariposa.

Por las noches, al acostarse, no podía evitar hacer volar sus fantasías, como si de globos se trataran, y pensaba en cómo sería su vida si, por fin, recibía una llamada anunciándole que su novela había gustado, y mucho, y que las editoriales se disputaban el derecho a publicársela. Aunque le impusieran duras condiciones, como la de cambiar el título, su nombre, recortar por aquí y por allá (ochocientas eran muchas páginas y el coste del libro excedería lo razonable para la primera obra de un escritor novel), estaba dispuesto a aceptarlas todas, incluso a deshacerse de algún personaje secundario, cualquier cosa con tal de ver en las librerías su Opera prima, a la que consideraba como un hijo amado nacido de sus entrañas.

Se imaginaba también a un corrector o revisor de manuscritos de una prestigiosa editorial leyendo, fascinado, su “Tierra de locos” o como quisiera bautizarla de nuevo. Todo por el éxito, por la gloria. Se imaginaba incluso la cara del susodicho revisor, con unos quevedos en la punta de la nariz, leyendo su pulcramente (ya no diré nada más, lo juro) encuadernado manuscrito. Porque la presentación también cuenta, que lo había leído en esas publicaciones de ayuda a nuevos escritores.

******

Don Manuel Fonseca, el lector-revisor-critico de confianza de don Julián Maldonado y, por ende, de Ediciones Valverde, S.L., está, efectivamente (he jurado no decir nada más sobre estos malditos adverbios), leyendo ese pulcro manuscrito que le pasó su jefe para revisar y evaluar, y cuyo veredicto se ha comprometido a entregarle el próximo lunes. Hoy es domingo y va por la página 619 ¡Vaya coñazo de lectura! ¡Qué dolor de cabeza! Don Manuel ha decidido que, llegado a ese punto, va a leer en diagonal y se saltará párrafos enteros, esos llenos de paja que nada aportan y que aburren hasta lo indecible. A ver si puede dar por concluido su trabajo antes de que empiece el partido Real Madrid-Barça, que junto al Derbi Real-Atleti, son los únicos que ve durante la liga. Madridista de toda la vida, no quiere perderse este partido que tanto promete, pues dos de los jugadores estrella del Barça, el niñato brasileño y el “dientes”, no jugarán por estar lesionados. Un partido prácticamente “chupado”, pero, aun así, no se lo perdería por nada en el mundo. Le quedan, pues, tres horas para terminar de leer las casi doscientas páginas que le quedan. Al ritmo que va, le sobrará tiempo. El informe lo preparará después del partido. De hecho, ya lo tiene en la mente, ya sabe lo que va a decir, solo es cuestión de adornarlo con las palabras adecuadas.

Pero, llegado el momento, no le salen las palabras. Sufre una especie de indigestión mental. Y todo por culpa de ese maldito partido. El Real Madrid ha sufrido una derrota humillante ante su peor enemigo. Algo inaudito. Está furibundo. Apenas ha cenado. La pizza se le ha atragantado al principio de la segunda parte, cuando, con el tercer gol del argentino, ese enano, el partido ha quedado sentenciado. No sabe qué le ha ocurrido al maldito portugués, tan seguro de sí mismo y hoy ha hecho el ridículo. Maldita sea. Y, encima, el lunes tendrá que soportar la burla de Contreras, ese fanático colchonero de Carabanchel, siempre tan deslenguado. Seguro que no ha olvidado la última ocasión en que, ante la máquina de café y una absoluta mayoría madridista, le echó en cara, de la forma más sarcástica posible, la goleada que les metieron los merengues. No perderá la oportunidad de desquitarse.

Y encima tiene que ponerse a escribir un informe sobre esa maldita novela que, a mala hora, aceptó leer. El tema no está mal, la idea es buena, pero… los diálogos, bueno, no es que estén mal, de hecho se adaptan bastante bien al lenguaje normal que usarían los personajes ─porque hay cada uno que no tiene ni idea de cómo darle vida a los diálogos, haciéndolos tan artificiosos que no resultan creíbles─, el ritmo, pues qué quieres que te diga, es bastante ágil, aunque se detiene demasiado en pequeños detalles que son completamente superfluos. Seiscientas páginas serían más que suficientes para desarrollar la historia. El vocabulario es bastante rico, sin excederse, y nada redundante ni ostentoso, propio del escritor novel que quiere aparentar lo que no es. Pero podría mejorarse, se nota que le faltan tablas. Además, todo se resuelve demasiado rápido. Introducción, nudo y desenlace. Estas tres partes no están suficientemente bien equilibradas. Se ha extendido demasiado en la introducción. Siendo una novela con una base histórica hay que poner en antecedentes al lector, pero no tanto, vamos que se ha pasado un pelín, y que…, bueno, necesitaría unos retoques y algunos recortes. Pero, qué se han creído estos jóvenes de hoy día, ¿Qué se lo tenemos que poner todo en bandeja? Ja, y qué más. Bueno, no sé si es muy joven o no. La secretaria de don Julián me envió el viernes por la tarde, por correo electrónico, una biografía del autor que ella le pidió por sugerencia de su jefe.

A ver, a ver. Pedro Martínez López, natural de Vallformosa del Penedès. ¿Y dónde coño estará esto? ¡Y vaya nombre! Entiendo que se haya puesto este pseudónimo tan ridículo: Peter McGregor. Esto demuestra falta de imaginación. Puestos a encontrar un sobrenombre artístico, podría haber optado por, por ejemplo… Peter (porque lo de Peter tiene un pase, ya que se llama Pedro), Peter…, ¡Peter McQueen! eso es. Mucho mejor que McGregor, digo yo. Me recuerda a mi admirado Steve McQueen. A ver, ¿qué más? ¡Cuarenta y seis años tiene el tipo! Casi nada. Si se descuida, se pone a escribir a la edad de la jubilación. Hombre, sí que ha habido autores que iniciaron su carrera literaria ya maduritos, ahora no los recuerdo, pero de haberlos hailos. Pero escribían mucho mejor que este hombre de Dios, si no, de qué habrían llegado tan lejos.

Vamos, vamos, que se está haciendo muy tarde y quiero sacarme de encima este peso cuanto antes y olvidarme de él. Tengo sueño y últimamente duermo poco y mal. A ver, cómo podría empezar el informe para que dé la impresión de objetividad y de haberlo estudiado a fondo…

Ya está. Me ha llevado más tiempo del que pensaba. Esto de elegir cuidadosamente el vocabulario no es moco de pavo. Creo que ha quedado bastante bien. Mis informes suelen ser últimamente bastante repetitivos, lo reconozco, pero es que todo lo que me pasan para revisar de un tiempo a esta parte es tremendamente anodino (a Don Manuel se le puede disculpar el excesivo empleo de adverbios terminados en -mente, ya que eso es solo para que lo tengan en cuenta los escritores principiantes). Estos informes cada vez me recuerdan más a mis exámenes de literatura en bachillerato. Cuando tenía que escribir sobre un autor, ya fuese Galdós, Juan Ramón Jiménez o Blasco Ibáñez, siempre ponía lo mismo. Salvo algo que fuera muy distintivo del autor en cuestión, que era lo único que me aprendía de memoria, el resto eran banalidades, vaguedades: que si representaba fielmente la sociedad de su época, que si tenía un lenguaje claro y sencillo, que si sus obras tenían pinceladas costumbristas, bla, bla, bla. ¡Y sacaba notables y hasta algún sobresaliente! Creo que yo hubiera sido un gran político, jajaja.

Bueno, listos. Ahora a dormir, que mañana hay que madrugar.

******

─Buenos días, señor Maldonado, sí que ha madrugado. ¿Qué le trae por aquí tan temprano, siendo lunes?
─Buenos días, Marisa (vaya, sí que va recatada hoy la chica). Pues es que no he podido pegar ojo en toda la noche. Los nervios, ya sabe.
─¿Y eso? ─pregunta, curiosa, la buena secretaria (o la secretaria buena, como la conocen en la planta).
─Pues que estoy en vilo por conocer el informe de don Manuel. Conociéndolo, no me espero nada bueno. Solo si por esta vez hubiera sido un poco magnánimo, menos exigente que de costumbre, si su informe fuera solo regular, quizá tendríamos una oportunidad de publicar algo nuevo. Mire que habíamos llegado a tener hasta hace bien poco una cola de manuscritos esperando respuesta y cuando más los necesitamos no aparecen. Si por lo menos este fuera mínimamente aceptable a ojos de nuestro vetusto crítico…
─¿Cómo le ha llamado? ¿Ve… qué?
─Vetusto, mujer, que quiere decir viejo, añoso, antiguo, carroza…
─Vale, vale, lo he pillado. Si le oyera don Manuel, pobre hombre. Un poco chocho sí que está, pero ¿qué quiere usted? Son ya setenta años, suficientes para haberse jubilado y, en cambio, ahí está, al pie del cañón.
─Sí, sí, un cañón que hace tiempo que se oxidó, pero qué le vamos a hacer, ya trabajaba aquí cuando yo entré, fichado por el mismísimo señor Valverde padre y tanto este como su hijo le tienen en gran estima. Pero, bueno, así es la vida. ¿Y qué es ese sobre que tiene en la mano?
─Ay, sí, qué tonta. Hablando, hablando, se me ha ido el Santo al cielo. Es un sobre que me acaba de dar precisamente don Manuel para usted.
─Pero mujer, por Dios, por qué no me lo ha dicho antes. Seguro que es el informe que espero. Démelo, démelo, ande. Y puede retirarse ─y antes de que la joven salga de la oficina, no puede evitar mirarle el trasero y emitir un largo y profundo suspiro.

Al poco rato, un impaciente Julián Maldonado, pasea arriba y abajo por su espacioso despacho, esperando la llegada de don Manuel, quien, para no ser menos, ha hecho una crítica bastante desfavorable del manuscrito que le dio a revisar el pasado viernes. Antes de hacerle llamar, no se ha resistido a la tentación de echar un vistazo a las primeras páginas de la copia que se quedó. Siempre se ha dicho que tras la lectura de la primera página ya puede saberse si lo que sigue valdrá o no la pena. Un buen ojo crítico y avezado en literatura lo huele a la primera. Y no solo la primera página sino todo el primer capítulo le ha parecido interesante al ayudante del editor, señor Maldonado para sus colaboradores, Don Julián para el decrépito de don Manuel. Así pues, tiene que hacerle reconsiderar su opinión, pedirle que suavice su crítica, que presente la novela de ese Peter no-sé-qué como algo vendible. La editorial necesita aumentar las ventas y un nuevo lanzamiento les vendría muy bien para sortear este pequeño bache y contentar al gran jefe. Tierra de no-sé-qué no parece ser tan mediocre como consta en el informe. Ese viejo cada vez colabora menos. Hay que ser exigentes, claro está, pero cuando las cosas van mal hay que tener un poco que manga ancha. Si no hubiera sido así, ¿de qué habríamos batido el récord de ventas hace tres años con aquella ridícula biografía de esa estrafalaria actriz porno tan famosa? Por cierto, ¿qué habrá sido de ella? Vaya cuerpazo que tenía. Aún me acuerdo cuando…

Esa picante remembranza de la figura (física y social) de la tal Sara Vega, Sarita para los amigos, queda desagradablemente interrumpida por unos suaves golpes en la puerta, que, acto seguido, se abre con sigilo como si la empujara un fantasma.

─¡Hombre, don Manuel! Buenos días tenga usted. Pero pase, pase, que tenemos que hablar de negocios.

De esa charla de negocios nadie se enteró, como es lógico, de su contenido, Por lo menos del fondo de la cuestión, aunque sí de la forma. Fue una reunión a gritos. Nunca en Ediciones Valverde, S.L. se había vivido algo así. Don Julián y don Manuel discutiendo a grito pelado. ¡Qué horror! Quién lo iba a decir. Dos caballeros en una situación tan bochornosa.

El personal de la planta, alertado, se arremolinó junto a la puerta ─que por fortuna para ellos no era de cristal opaco, como en la mayoría de despachos nuevos─ para oír mejor lo que allí dentro se decía. Pero, caramba, esa puerta de roble macizo solo dejaba captar palabras sueltas. ¡Solo sobre mi cadáver! ¡Viejo carcamal! ¡Ignorante redomado! ¡Enchufado! Y así toda una retahíla de improperios. Hasta que, al cabo de más de media hora, se hizo el silencio.


Cuando la puerta del despacho de don Julián volvió a abrirse, el personal, que había vuelto apresuradamente a sus puestos de trabajo, observó la cara de satisfacción del ayudante del editor, que contrastaba elocuentemente con la de gravedad del viejo corrector. Parecía claro quien había ganado en la contienda.


CONTINUARÁ






viernes, 8 de septiembre de 2017

El escritor


Pedro Martínez López era un escritor, perdón, es un escritor, aunque novel, eso sí, condición que permanecerá inalterable hasta que no logre publicar su primera y grandiosa novela. Si he patinado con el tiempo del verbo ser se debe a que el pobre está en paro, no ejerce desde hace ya bastante tiempo, esperando el veredicto de alguna de las cincuenta y nueve editoriales a las que envió su manuscrito. No quiere dar el siguiente paso, es decir escribir su nueva novela, la que tiene en mente desde que terminó su Opera prima, hasta que no vea cumplido su sueño, ese que le confirmaría lo que ya sabe: que es un escritor, y de los buenos.

Hombre meticuloso, tras dos años de arduo trabajo, revisó el manuscrito más de veinte veces. Y no conforme con ello, se lo dejó leer a Genaro, un fiel compañero de letras y gran amante de la buena literatura. La revisión lectora de su amigo, tan escrupuloso o más que él, le obligó a realizar varias correcciones, hasta que ambos, autor y lector-corrector-crítico, quedaron satisfechos.

Aparte de los retoques aquí y allí sugeridos por Genaro, Pedro se vio obligado (aunque reconoció las razones de su amigo) a cambiarse el nombre. Pedro era pasable, pero Martínez López era inaceptable. ¡¿Qué autor que se precie firmaría su obra con esos apellidos?! Así pues, estuvieron cavilando hasta que llegaron a consensuar que un nombre “vendible” sería Peter McGregor. Al menos conservaría, convenientemente anglofilizado (ya sé que este verbo no está reconocido por la RAE, pero permitidme esta pequeña licencia), su nombre de pila. Con esa nueva identidad ya tenía asegurados unos cuantos lectores.

“Tierra de locos” o “Fool’s land” ─ya puestos─, por Peter McGregor, sonaba pero que muy bien. Ahora solo faltaba enganchar a un editor. ¿Qué editor se negaría a publicarle su Opus magnum? Sí, ya sé que la primera obra de un autor no puede ser, casi por definición, la mejor. Los autores, como el vino, mejoran con el tiempo. Pero también ha habido autores famosos de una sola obra.

El caso es que nuestro Peter McGregor, PMG en lo sucesivo, estaba henchido de satisfacción por el resultado de su trabajo. Escribir una novela había sido, desde niño, su máxima ilusión, que solo pudo ver cumplida cuando quedó en el paro, con cuarenta y cuatro años, después de veinte trabajando para la misma empresa. Cuarenta y seis años no era, pues, una edad demasiado avanzada para publicar su primer libro. Mira Chufo Llorens, si no, que empezó a escribir a los cincuenta y seis, y sigue en la brecha con ochenta y pico.

Hacía ya seis meses que había enviado su manuscrito a esas cincuenta y nueve editoriales ─cuyo listado le facilitó amablemente un conocido escritor del vecindario que ya llevaba dos novelas publicadas con bastante éxito─, de las cuales solo doce se habían dignado a responderle con las sempiternas excusas que ese mismo escritor ya le había anticipado: no aceptamos temporalmente ningún manuscrito, o no aceptamos manuscritos que no hayan sido solicitados (¿?), o lamentamos comunicarle que su novela no encaja con nuestra línea editorial, o…

Hubo algunas que le ofrecieron la ventajosísima oportunidad de publicar en coedición y con unas condiciones económicas que “no podía rechazar” (sic) (pero sí denunciar por fraudulentas), y hubo, finalmente, dos que le agradecieron la confianza depositada en su editorial y le pidieron una breve biografía.

¡Una biografía! ¿Cómo podía preparar una biografía (que viene a ser un Curriculum vitae en plan literario) con un nombre anglosajón pero nacido en Vallformosa del Penedès? Pero todo tiene solución, menos la muerte, le dijo su amigo. Y entre ambos prepararon una brevísima biografía adaptada a las necesidades del momento y reconociendo sin pudor alguno que el nombre artístico era simplemente un pseudónimo. Casos más sonados ha habido en la historia de la literatura española. Y si no, ahí está Fernán Caballero, cuyo verdadero nombre era Cecilia Bölh de Faber. ¡Una mujer, ni más ni menos! Claro que este caso era muy distinto pues lo que quiso ocultar no era su nombre, pues bien distinguido que era, sino su condición de mujer en una época en la que escribir era cosa de hombres. Bueno, pues entonces tenemos a Víctor Català cuyo nombre era Caterina Albert. ¡Vaya, otra mujer ocultándose tras un nombre de varón! ¡Ya lo tengo! ─dijo Genaro, tras consultar la Wikipedia─: George Orwell, Mark Twain, Lewis Carrol, hasta Pablo Neruda, son pseudónimos de escritores famosísimos. No hay, pues, nada que temer. Es completamente normal usar un pseudónimo, sobre todo al principio. De todos modos, te aconsejo que cuando seas famoso, que lo serás, sigas utilizando el mismo nombre. No conviene despistar al público ─sentenció el bueno de Genaro.

Y tras superar esta pequeña prueba de fuego, PMG sigue esperando alguna señal, aunque sea de humo, que le indique que alguien se ha fijado en él, o mejor dicho en su maravillosa novela, y le tienda la mano hacia la fama y la posteridad literaria.

La verdad es que, sin que él lo sepa, he leído Tierra de locos y es francamente buena. O mejor debería decir muy buena, siguiendo los consejos de su profesora de escritura creativa quien prácticamente (ay Dios) tenía prohibido a sus alumnos, por inadecuado, usar adverbios terminados en -mente.

Así pues, PMG no anda errado al creer que ha escrito una gran novela con tintes históricos y románticos a la vez, un género híbrido que gusta mucho al personal. He leído un montón de libros en mi dilatada vida y este no desmerece en nada al lado de best sellers como “Los pilares de la tierra”, de Kent Follet, o “Te daré la tierra” del anteriormente mencionado Chufo Llorens, para hacer honor a un autor del país. Por lo tanto, no debería ser descabellado que un editor con gusto literario confiara en el éxito de esta obra. 

Pero mientras nuestro escritor en ciernes se frota las manos, no de ilusión sino de impaciencia, no puede imaginarse lo que ocurre al “otro lado”.

******

─Señor Maldonado, le he dejado en su bandeja de entrada otro manuscrito. Por el matasellos, llegó hace unos meses, pero quedó traspapelado y Julio lo ha encontrado en su cubículo y me lo ha traído ─le dice a su jefe la rubia y escandalosamente atractiva secretaria.
─¿Julio? ¿Quién es Julio, si puede saberse? ─le espeta el susodicho jefe, ayudante del editor de Ediciones Valverde, S.L., sin poder evitar desviar su mirada hacia el provocativo escote con el que hoy le regala la vista.
─¿Qué quién es Julio? Pues el chico de los recados y el que reparte la correspondencia, ese que usted mismo contrató porque era el sobrino de…
─Sí, sí, sí. Ya sé, ya sé. Gracias, Marisa, puede retirarse ─y, una vez esta ha dado media vuelta, le mira el contundente trasero. ¡Qué buena que está la tía!, piensa. Si no fuera porque…

En esto estaba cavilando ─el si no fuera porque…─ cuando suena el teléfono, sobresaltando al ocupadísimo ayudante del editor.

Es el Sr. Valverde, su jefe, que, preocupado, le conmina a que encuentre nuevas e interesantes publicaciones, pues las ventas, no sé si se ha dado cuenta, han menguando sustancialmente en lo que llevamos de año.

─Necesitamos urgentemente (vaya con estos adverbios del demonio) un nuevo best seller, señor Maldonado ─le advierte, elevando el tono de voz─. Apremie a nuestros agentes literarios y a nuestros colaboradores a presentarnos obras de calidad. Bueno, ya me entiende usted, quiero decir vendibles, rentables, aunque tengamos que invertir más dinero de lo habitual en promoción. Con la cantidad de políticos, periodistas y famosos que hay por ahí con ganas de publicar no tiene que faltarnos material. Y si no, deles un toque a nuestros autores habituales, algo tendrán entre manos, digo yo.

Y sin darle tiempo a reaccionar, se corta la comunicación seguramente (y dale con estos dichosos adverbios) porque el gran jefe ha colgado sin siquiera despedirse.

Desolado ─¿y ahora dónde encuentro yo a alguien que quiera publicar con nosotros con las ridículas condiciones económicas que ofrecemos?, se pregunta Julián Maldonado─, echa un vistazo a su alrededor, como buscando la inspiración en algún rincón de la estancia, y repara en su bandeja de correo de entrada que, a lo lejos, muestra, sobre una pila de sobres, un paquete que sobresale de forma peligrosa, pues parece estar a punto de caer al suelo desde el borde de la cubeta.

─¡El manuscrito del que me acaba de hablar Marisa! ─y ni corto ni perezoso se lanza a por él.

El paquetito pesa lo suyo. Lo abre. Son ochocientas páginas, ni más ni menos, pulcramente encuadernadas e impresas en Times New Roman, tamaño 12, y en formato DIN A4. Lo firma un tal Peter McGregor. Sin duda un autor novel.

─Y ahora ¿a quién se lo doy a leer, a quién le endoso este mamotreto? ─se pregunta.

Al poco, el manuscrito reposa sobre el escritorio de don Manuel Fonseca, su lector editorial de confianza, ese cascarrabias que, por naturaleza o edad, no encuentra nada bien. ¿Dónde han ido a parar aquellas gloriosas plumas que elevaron a nuestro país hasta la cima de la Literatura Universal?

Don Manuel, como así le llaman, es un políglota capaz de leerse hasta un manuscrito en arameo de mil páginas en un fin de semana. Se lleva el trabajo a casa, que es donde puede leer con la tranquilidad que requiere su importantísimo trabajo. Todas sus valoraciones han acabado en éxitos editoriales. No ha habido libro publicado en “su casa”, como suele llamar a la editorial en la que lleva trabajando toda su vida laboral, que no haya pasado por la “censura” de sus expertas manos. Todos los autores han debido doblegarse a sus exigencias. Incluso el título de más de una obra ha sufrido una total transformación tras pasar por su filtro. Pero todos se lo han acabado agradeciendo. Para eso está su buen ojo crítico, su gran calidad como corrector de estilo y, sobre todo, su dilatada experiencia en el mundo editorial, aunque solo sea en una de las editoriales del país, y no precisamente la más boyante.

Tiempo atrás, la avalancha de manuscritos que llegaban a “su casa” le tenían muy agobiado y no daba abasto, pues solo eran dos los revisores de que disponía Ediciones Valverde, S.L. Con la jubilación de don Eusebio, su otro compañero de fatigas, se ha quedado solo en este menester. Claro que ahora el volumen de trabajo ha disminuido muchísimo, pues solo reciben bodrios literarios, como él los llama, salidos de la mano inexperta de niñatos que, porque hilvanan una frase detrás de la otra sin cometer faltas de ortografía, ya se creen escritores. Solo con leer su historial o carta de presentación ya sabe de qué va el percal y donde deben ir a parar esos engendros: al archivo definitivo, como él llama irónicamente a la papelera.

Cuando don Manuel vuelve a su despacho tras la breve pausa para el café ─y el cigarrillo, que se fuma en la pequeña terraza contigua a la sala de reuniones─, se encuentra con un bulto sobre la erosionada superficie de madera que conforma su mesa de trabajo. Se sienta, se pone sus gafas, toma con cierta aprensión ese volumen ─muy bien encuadernado, eso sí─ que ya adivina qué contiene y que una mano anónima le ha dejado. Una vez en sus manos, comprueba que es, como suponía, un manuscrito para revisar. Al menos que sea una obra que merezca la pena, se dice. Empieza por el título: “Tierra de locos”. Nada que objetar. De momento. Habrá que ver de qué trata y si ese título es conveniente o no. A continuación lee el nombre del autor y sus cejas ascienden hasta casi rozar su flequillo a lo monje franciscano. ¿Peter McGregor? ¿Y quién coño es ese?, se dice de nuevo, ahora en voz alta, provocando que todos los presenten alcen la mirada en busca de algún intruso que haya entrado sin permiso en sus dependencias.

Tras aclarar el entuerto y saber, por boca de su jefe, don Julián ─el Don es un trato inapelable entre colegas literarios de altos vuelos─, que se trata de una encomienda ─una mentirijilla sin otra intención que la de “ayudarle” a colaborar amablemente─ del mismísimo señor Valverde ─este perdió hace tiempo al derecho a usar el título de Don─ que está especialmente, digo muy interesado, en conocer las posibilidades de publicación de ese manuscrito que bla, bla, bla.

Pues bien, don Manuel ya tenía trabajo extra para ese fin de semana, como era habitual en él en esas lides. Sin embargo, no le resultaba muy halagüeño sacrificar unas horas de asueto leyendo a alguien que sin duda utilizaba el ridículo nombre de Peter McGregor como pseudónimo. Seguro que se trataba de un escritor de medio pelo con ínfulas de gran autor o bien un recomendado del señor Valverde o, peor aún, de don Julián, muy dado a otorgar favores a amigos, vaya usted a saber a cambio de qué.


En fin, pronto saldría de dudas sobre el supuesto valor de esa novelita del tres al cuarto. ¡Tierra de locos! Vaya título, aunque, a decir verdad, tiene mucho de realidad. Mejor hubiera sido titularla “Mundo de locos”. De cualquier forma, el lunes siguiente presentaría su crítica literaria sin cortapisas. Si supiera ese McGregor que su futuro, al menos el inmediato, como escritor publicado estaba en sus manos se pondría a temblar.

CONTINUARÁ...