jueves, 30 de marzo de 2017

La casita blanca (Capítulo 2)


A pesar de la innata tozudez de mi hermana, una tarde logré lo impensable: persuadirla para que, en lugar de echar la siesta, una obligación impuesta por nuestra madre y que ambas detestábamos, fuéramos a explorar los alrededores de la alberca donde nos bañábamos todas las mañanas hasta la hora de comer. La alberca era nuestra piscina particular y un lugar seguro para el baño, a diferencia del río, al que teníamos terminantemente prohibido acercarnos. Aun así, a pesar de que el agua nos llegaba, de puntillas, hasta el cuello, y sabíamos nadar como pescadillas ─como decía la tía Engracia─ nunca nos dejaban solas, ni dentro ni fuera del agua. “Lo que no ocurre en un año, ocurre en un instante” ─repetía sin cesar nuestra tía, aunque, en realidad, lo decía en catalán, que suena mejor porque rima─. Yo siempre he creído que esa sobreprotección a la que nos tenían sometidas, hizo de mi hermana un ser aún más temeroso y asustadizo. De ahí que me extrañara tanto que accediera a “fugarse” conmigo por la ventana aquella calurosa tarde de agosto. Supongo que el hastío también había hecho mella en ella y, por otra parte, aunque nunca ha querido reconocerlo, yo, siendo la pequeña, le infundía seguridad. 

Es bien sabido que no hay nada mejor para exaltar la curiosidad infantil que prohibir a un niño hacer cualquier cosa. Por lo menos esa fórmula funcionaba en mí a las mil maravillas. Y es que siempre me he preguntado el porqué de las cosas. No hagas eso, no hagas aquello. A lo cual siempre preguntaba ¿por qué?, e indefectiblemente me respondían con esa frase tan odiosa de “porque lo digo yo y punto”. Pero para mí no había punto ni coma que valiera. Si no me explicaban la razón por la cual no podía hacer algo, me las ingeniaba para descubrirla. Por eso cuando un día, mientras mi hermana y yo decidíamos a qué jugar entre baño y baño, nuestros padres nos dijeron “y en ese bosque de ahí ni se os ocurra adentraros”, la aventura quedó irremediablemente servida.

Así que aquella tarde, contraviniendo la prohibición parental, decidimos ─bueno, lo decidí yo─ fugarnos. Armada yo con un bastón ─el del tío Anselmo, el difunto marido de tía Engracia─ y mi hermana con un palo ─que encontramos tirado por el camino─, nos dirigimos hacia la aventura, que no era otra que proceder a un reconocimiento del bosque que lindaba con la finca del señor Eusebio, el dueño de la alberca de nuestros baños diarios. De esta guisa, nos internamos en el bosque, yo abriendo paso con el bastón bien sujeto a mi mano derecha, y mi hermana pisándome literalmente los talones blandiendo el palo a diestra y siniestra para espantar cualquier bicho que quisiera atacarnos. 

Y así fue como, tras un largo trecho siguiendo una angosta senda y tras múltiples rasguños producidos por las ramas que se empeñaban en cerrarnos el paso, llegamos a un claro. Y entonces la vimos. No pudimos evitar exclamar un “oh, qué chula”. Tal exclamación admirativa iba dirigida a una casa, a todas luces abandonada, que parecía estar esperando nuestra visita. ¿De quién sería esa casa? Y ¿qué hacía en medio del bosque? Como mi hermana era una bocazas, le hice jurar que no diría nada a nuestros padres ni a nadie. De lo contrario, no solo nos echarían una bronca de padre y señor mío, por habernos fugado y saltado la prohibición, sino que ya no podríamos volver nunca más allí pues la vigilancia a la que nos someterían desde entonces sería más propia para un reo peligroso que para unas niñas aventureras. Y teníamos que volver otro día ─al menos yo así lo deseaba con todas mis fuerzas─ pues, con tanto andar con tiento y sin rumbo fijo, habíamos perdido un tiempo precioso y ya no podíamos demorarnos más. La familia en pleno despertaría de su larga siesta veraniega de un momento a otro y nosotras debíamos estar dónde se esperaba que estuviéramos.

No sé cómo mis padres o nuestra tía, a la que no se le escapaba el más mínimo detalle, no se percataron de que algo raro ocurría. A la hora de cenar, sentados alrededor de la mesa, Clara no cesaba de mirarme de reojo y de comportarse de una forma extraña, ella que era la formalidad personificada. Vertió su vaso de agua dos veces sobre el mantel, derribó su silla al levantarse para ir a la cocina a por más agua, casi se le caen los platos al retirarlos de la mesa y no dejaba de sobresaltarse cada vez que alguien le dirigía la palabra.

Aquella noche ninguna de las dos pudo pegar ojo, pero por motivos muy distintos: ella por la impresión de la experiencia y el temor a ser descubiertas ─¿y si nos ha visto alguien?, no paraba de decir─, y yo por el entusiasmo que me había despertado aquel descubrimiento. Dicho esto, no es de extrañar que, a la mañana siguiente, nos enzarzáramos en una agria y violenta discusión. Clara se negaba rotundamente a volver al bosque para explorar la casa, como si esta se hubiera convertido de repente en la casita de chocolate del cuento de Hansel y Gretel. 

Podía haber ido sola, pues agallas no me faltaban, pero prefería tenerla conmigo de cómplice que en casa como delatora. Visto que su negativa superaba con creces a mi poder de persuasión, no me quedó más remedio que optar por algo que siempre he considerable deleznable: el chantaje. Mi hermana guardaba un terrible secreto que solo yo conocía: estaba enamorada de un chico de su clase con el que se intercambiaba notitas de amor, que ella leía a escondidas. Hasta que un día la pillé con las manos en la nota. ¡Vaya secreto el suyo! Pobre Clara, siempre tan pánfila e inocente. Hasta yo, a mis seis años, sabía que aquello no era algo vergonzoso e inconfesable, pero ella creía que, de saberlo nuestros padres, le caería una penitencia de por vida. Así que, sin ningún tipo de escrúpulos ni remordimiento alguno la chantajeé. Si no me acompañaba se lo contaría a nuestros padres y, algo peor, en presencia de tía Engracia. Obviamente claudicó muy a su pesar. Creo que desde aquel día me odió un poquito más.

La mala suerte hizo, sin embargo, que nuestra segunda visita a la casita blanca sufriera un pequeño percance. En realidad, solo fue pequeño para mí. A mi hermana la miedica le puso los pelos de punta. Después de aquello no tuve más remedio que prescindir de su compañía.

Cuando llegamos a la casita y entramos para curiosear ─yo prefería llamarlo investigar─, no observamos nada fuera de lo común. En honor a la verdad, yo era quien investigaba, mirando por todos los rincones, porque Clara se dedicó a vigilar como un perro guardián. Así fue como ella lo descubrió. Gritó como una posesa diciendo que había alguien merodeando entre los árboles. Había visto moverse unos arbustos y luego a alguien ocultándose entre el espeso follaje. Sus gritos histéricos debieron oírse a kilómetros a la redonda. No sé cómo no llegaron a despertar a nuestros padres y a todo aquel que en el pueblo estuviera echando la siesta. Cuando salí corriendo al claro solo vi a una bandada de pájaros alzando el vuelo, asustados por aquel alarido más propio de una película de terror. 

Por toda respuesta a mis preguntas, solo atinaba a señalar con el dedo índice el lugar donde había visto el movimiento sospechoso. Para disuadirla de que todo había sido resultado de su imaginación, me dirigí sin dudarlo hacia donde apuntaba su dedo acusador, a pesar de sus ruegos para que no lo hiciera. Cuando ya estaba a escasos metros del lugar, yo también percibí que allí había algo o alguien agazapado, observándonos. Me quedé helada. No sabía qué hacer. Y entonces recordé que mi padre nos contó en una ocasión que un cazador se topó cara a cara con un oso. En lugar de huir, se quedó inmóvil y a continuación le gritó con tanta furia, mientras agitaba los brazos como si quisiera levantar el vuelo, que el animal se alejó sin siquiera intentar atacarle. Así que, simulando una valentía que se me escurría piernas abajo, hice lo mismo ante lo que fuera que estuviera ahí delante. El caso es que mi treta funcionó, pero en lugar de alejarse, una sombra decidió abandonar su escondite para salir a la luz del día. Tanto Clara como yo nos quedamos boquiabiertas.

Era un hombre mayor pero su forma de hablar y de gesticular parecían las de un niño. Iba muy sucio, desaliñado y sin afeitar, y su dentadura, o lo que quedaba de ella, estaba horriblemente ennegrecida. Andaba encorvado, lo más parecido al jorobado de Notre Dame. Su miraba, como la de un loco, daba pavor, pero enseguida me percaté de que no era peligroso. Aun así, mi reacción involuntaria fue dar unos pasos atrás gritándole que se alejara o de lo contrario ─inocente de mí─ llamaría a mi padre. Pero por sus gestos y muecas entendí que no quería hacernos daño y que lamentaba habernos asustado. 

Aquella tarde, ya de vuelta, el nerviosismo de mi hermana era tan evidente que, para no alertar a toda la familia, decidí recurrir a nuestra tía, a la que prácticamente acorralé en un aparte. Gracias a mi astucia pude endosarle una historia que, por un lado, esperaba que tranquilizara a mi hermana y, por otro, pudiera aclararnos la identidad de aquel que nos había abordado en el claro. Le conté que aquella tarde habíamos visto rondando por la calle a un hombre, al que describí como el del bosque, y que Clara estaba muy asustada pensando que podía ser alguien peligroso que andaba merodeando con malas intenciones.

─Ese es Pedrito ─afirmó categóricamente nuestra tía─. Si lo volvéis a ver, no os asustéis. No es nada peligroso, el pobre.

Pedrito era lo que por aquel entonces la gente llamaba un retrasado mental o, de forma más familiarmente burlona, el tonto del pueblo. Según nos contó nuestra tía, tendría unos cincuenta años ─nadie lo sabía a ciencia cierta, ni siquiera él mismo─ y vivía solo. Generalmente se refugiaba en una casa abandonada en el bosque, pero siempre andaba de un lugar a otro. Habían pensado en internarlo en un centro psiquiátrico, pero todos en el pueblo consideraron que sería un acto cruel. A fin de cuentas, no hacía daño a nadie y allí era feliz. La gente le daba comida y ropa, y en el bar siempre tenía el desayuno gratis. También cazaba. Ponía trampas para pájaros y otros pequeños animales, que luego se comía. Se conocía el bosque como la palma de su mano.

Después de esa explicación, hubiéramos debido quedarnos totalmente tranquilas, pero una zozobra tampoco nos dejó dormir aquella noche. No era por ese hombre que tanto nos había sobresaltado, y que ahora sabíamos inofensivo, sino por lo que él nos había contado sobre la casita blanca.


sábado, 25 de marzo de 2017

La casita blanca (Capítulo 1)


Para los niños, las vacaciones de verano suelen ser la mejor época del año y, probablemente, de su vida. Por lo menos para alguien como yo, que conserva los recuerdos de la infancia como una piedra preciosa y no como un trasto inútil guardado en un baúl. Hay quien dice que tengo una memoria portentosa. Sin ir más lejos, mi hermana, siendo solo un año y medio mayor que yo, no recuerda casi nada de aquellos tiempos tan felices para mí. Yo, en cambio, puedo rememorar con nitidez hechos y sucesos acontecidos cuando solo contaba con cuatro años. Ella me dijo, en una ocasión, que lo mío se llamaba hipertimesia ─lo llevaba anotado en un papel─, que lo había leído en alguna parte ─ya no se acordaba dónde─, y ante mi cara de interrogación, se apresuró a aclararme que significaba sencillamente que tenía una memoria fuera de lo normal. 

Pero no creo que se necesite tener una retentiva extraordinaria para recordar lo que sucedió en aquel pueblecito de montaña ─cuyo nombre prefiero omitir─, donde nuestros padres nos llevaron a veranear cuando éramos pequeñas. Clara, mi hermana, dice que lo único que recuerda de aquellas vacaciones es la extraña desaparición de la que fui objeto, que trajo de cabeza a mis padres, a la guardia civil y a todo el pueblo durante cuarenta y ocho horas, y mi posterior aparición en la casa abandonada donde solíamos jugar las dos:  la casita blanca.

Las visitas a la casita blanca era nuestro secreto, pues teníamos terminantemente prohibido alejarnos más de veinte metros de la casa de nuestra tía abuela Engracia ─aunque para nosotros era simplemente la tía Engracia─, que, siendo viuda sin hijos, nos invitó a compartir con ella aquel mes de agosto. “Las niñas necesitan el aire puro de la montaña. ¿Dónde mejor van a estar que aquí, con el bochorno que hace en Barcelona en esta época del año?”, no se cansó de repetir la buena mujer. Y como nuestros padres no podían permitirse unas vacaciones de pago, acabaron accediendo.

Lo único malo del lugar era la falta de niños de mi edad con los que jugar, porque mi hermana era un muermo. Además de ser una mandona y una chivata, tenía otro defecto aun peor para mí: era una pusilánime. Sus juegos eran de lo más aburrido e ingrato porque siempre se tenía que hacer lo que a ella le venía en gana, sin contar para nada con mi opinión. No había forma de convencerla para hacer algo fuera de lo común, algo mínimamente interesante y atrevido. Se negaba en redondo y me amenazaba con ir a contárselo a nuestros padres. “Mamá, Julita quiere hacer esto, papá, Julita ha hecho aquello”. Julita era yo, claro, para diferenciarme de mi madre, a quien todos llamaban Julia, señora Julia, o incluso había quien se dirigía a ella como Doña Julia. A mí se me hacía raro que la llamaran así, me daba la impresión de que de pronto dejaba de ser nuestra madre para convertirse en una extraña.

El verano de 1956, el que pasamos en aquel “pueblo encantado”, como me gusta llamarlo, fue, sin lugar a dudas, especial e inolvidable. Para mis progenitores, en cambio, fue un “veranus horribilis”, como solía decir mi padre, que de latín sabía tanto como yo de griego, es decir nada. Después del “incidente”, como algunos lo calificaron, mis padres se negaron a volver a aquel lugar, del que durante muchos años guardaron el peor de los recuerdos. Lo que más me dolió fue el alejamiento que ello supuso de mi tía Engracia, a la que le había tomado cariño. La mujer debió pensar que la negativa de mis padres a repetir la experiencia veraniega era debida a que la hacían en cierto modo responsable de lo acontecido por haber sido la inductora de nuestra estancia allí. Después de aquello, mis padres y ella solo se hablaban por teléfono, y poco a poco ese contacto se fue espaciando cada vez más. Al cabo de unos años, el fallecimiento de mi tía obligó a mis padres a pisar de nuevo aquellas calles empinadas para asistir al sepelio y despedirse definitivamente de la casa y del pueblo que una vez nos acogió. Yo quise acompañarles, pues ya era una adolescente, pero se opusieron. Debía quedarme con Clara. Otra vez mi hermana mayor me impedía hacer lo que deseaba. Aunque quizá prefirieron que nadie en el pueblo reconociera a esa niña embrujada, como algunos me llamaron tras el “incidente”. 

Yo tenía entonces seis años. Los había cumplido en junio. A mi hermana le faltaba cuatro meses para cumplir ocho. Nos llevamos dieciocho meses exactos, pues las dos nacimos un 17, yo a finales de primavera y ella a finales de otoño. Quizá a ello se deba la gran diferencia de carácter. Ella siempre triste y apagada y yo tan alegre y animada. 

Yo era la pequeña y así quedó la cosa. Mis padres no quisieron o no pudieron darnos más hermanos. Cuando les pregunté el motivo, mi padre me contestó que cuando yo nací rompieron el molde. Mi madre afirmó, en cambio, que cuando mi padre vio que solo sabía hacer niñas, cerró el grifo. Yo no entendí lo que querían decir con eso del molde y del grifo y así se lo hice saber, ante lo cual se echaron a reír y ya no me atreví a insistir. Y cuando se lo pregunté a mi hermana, soltó un bufido, dándose aires de superioridad, y se largó dejándome con la palabra en la boca. Pero creo que ella tampoco sabía lo que significaba aquello. Lástima, porque a mí me hubiera gustado tener un hermano con quien jugar, porque jugar con Clara era una lata. Para ella lo más divertido consistía en disfrazarme de lo que se le antojaba, como si yo fuera su muñeca. A veces jugábamos a princesas. Bueno, en realidad ella se reservaba el papel de princesa y a mí el de su criada. Y cosas por el estilo. 

En casa me inventaba cualquier excusa para no jugar con mi hermana o bien invitaba a alguna de mis amigas con las que ella no congeniaba. Así pues, en Barcelona cada una se las apañaba por su cuenta. Pero en aquel pueblo al que fuimos ese verano era distinto. Ninguna de las dos teníamos a nadie más con quien jugar. No había niños ni niñas de nuestra edad. Era un pueblo de muy pocos habitantes y todos viejos. Y con muchas casas deshabitadas, sin vida, incluida la escuela. ¿Para qué tener una escuela si no había niños? La gente joven hacía años que se había marchado. Los únicos que se habían quedado eran el cura y el médico, aunque de jóvenes no tenían nada. Don Rafael, el médico, tenía que atender a los habitantes de varios pueblos y pedanías de la zona. Era un hombre muy agradable, del que guardo un grato recuerdo. Me cuidó muy bien cuando lo del “incidente”. Don Pedro, el cura párroco, en cambio, no se movía del pueblo. Solo hacía misa en la destartalada ermita del siglo XI, que milagrosamente se mantenía en pie después del incendio que sufrió durante la guerra civil a manos de un grupo de milicianos. Al menos eso es lo que me contaron cuando pregunté por qué estaba en aquel estado tan ruinoso.  Así pues, la gente de los alrededores, si quería oír misa, tenía que hacer una peregrinación hasta el pueblo. Él decía que, a su edad, ya no estaba para trotes. A diferencia de Don Rafael, Don Pedro era un cascarrabias. 

El pasatiempo preferido de los hombres del pueblo consistía en frecuentar el bar de la plaza ─el único que había─ y el de las mujeres la misa de los domingos y fiestas de guardar. No se celebraban fiestas ni bailes, no había nada que hacer salvo ir de excursión, cosa que hacíamos muy de vez en cuando porque la cojera de mi padre ─una bala le había dejado una dolorosa secuela en la pierna izquierda, recuerdo de la guerra─ no le permitía caminar largos trechos, ni había distracción alguna que valiera la pena, y menos para un niño. Por eso aquel día decidí escapar de la monotonía. 

Yo me habría pasado los días correteando por el monte o pateándome el pueblo de arriba abajo ─aunque, aparte de perros y gatos, poco movimiento se veía por las calles─, pero a mi edad no me dejaban ir sola a ninguna parte, ni siquiera con mi hermana. Ahora lo encuentro lógico. ¡¿Cómo iban a ir solas por ahí dos niñas de seis y siete años y medio?! Por eso no podíamos hacer nada que no fuera en presencia de nuestros padres o de nuestra tía. Pero entonces se me hacía incomprensible e intolerable, y cada vez que uno de ellos me amonestaba por alejarme más de lo debido, exclamaba, haciendo aspavientos: ¡Jo, qué rollo!

Después del “incidente”, mi hermana se empeñó en que yo era una niña mimada, por ser la pequeña. Pero la poca diferencia de edad que nos separaba no podía ser la causa de esa presunta predilección. Estoy convencida de que mis padres no hacían distingos. Nos querían a las dos por igual. Yo creo que esa creencia errónea de mi hermana nació de su mente infantil, que no supo interpretar la gravedad de la situación y la desesperación de unos padres ante el hecho de que su hija de seis años haya desaparecido sin dejar rastro. 

Aun hoy, cuando recordamos aquel verano, Clara sigue preguntándome lo que realmente me ocurrió durante las cuarenta y ocho horas que estuve desaparecida. Y yo, sesenta años después, sigo contestando lo mismo que dije y repetí en su día. Y al igual que hicieron mis padres y todos los que intervinieron en mi búsqueda, ella sigue afirmando que eso es imposible. Y quizá tenga razón.


jueves, 16 de marzo de 2017

La nieve


La nieve cae cada vez con más intensidad. Hacía años que no había visto nevar tan copiosamente. Esta cortina blanca y espesa no me deja ver más allá de unos pocos metros. El viento contribuye a que la sensación de frío sea todavía más intensa. ¿Por qué aceptaría venir a pasar el fin de año en este lugar tan apartado?

Hay víveres suficientes para todo un mes. Así pues, la alimentación no era un problema. Lo único que me preocupaba era el frío. La cabaña no dispone de electricidad, por lo que la única fuente de calor es el fuego de la chimenea. “Lo tenemos todo controlado”, dijo Quim. “Nosotros nos encargaremos de todo”, añadió Nando. “Tú solo tienes que conducir”, concluyeron ambos.

Sin embargo, nadie pensó en la leña. Y me ha tocado a mí resolver el problema. Pero como soy muy torpe con el hacha, las ramas que he hallado por los alrededores están demasiado húmedas y los caminos están intransitables, no he tenido más remedio que hacer lo que he hecho.

Y ahora estoy aquí, en medio del temporal de viento y nieve, de vuelta a la cabaña, arrastrando un desvencijado carretón repleto de leña que, por fortuna, he podido comprar en el pueblo más cercano.

No sé cuánto debo llevar andando. He perdido la noción del tiempo. Ha oscurecido. Tengo las manos y los pies como témpanos de hielo. Casi no los siento.

Aquí no hay cobertura. El móvil es un trasto inútil. Espero acabar encontrando el camino correcto. Pero no veo ninguna señal que me oriente. Mis pisadas deben haberse desvanecido hace horas. Estoy agotado. Descansaré unos minutos.

¡Qué fría es la nieve! Cada vez cae con más fuerza. ¿Cuánto tiempo tardará en cubrirme? Tengo mucho sueño. Se me cierran los párpados. Nunca me hubiera imaginado que terminaría el año así, bajo una gruesa sábana de nieve y sobre un lecho de hielo. Solo me gustaría saber si me echarán mucho de menos.


martes, 14 de marzo de 2017

100 días


Cien días es el término tras el cual suele hacerse una valoración de lo realizado y conseguido por un gobierno tras iniciar su legislatura. No es un periodo de tiempo muy largo, pero suficiente para comprobar si se están cumpliendo las expectativas en las que se basó la campaña electoral.

Del mismo modo, pues, he dejado transcurrir este mismo periodo para hacer un balance de la andadura de mi bien amado libro “Irreal como la vida misma”. ¡Qué cansino!, diréis alguno/as. Otra vez con el dichoso librito. Si ya parece Francisco Umbral, quien puso en un brete a Mercedes Milá en Antena 3TV, allá por los años 90, con su obcecación y grosero comportamiento porque en el programa no se hablaba de su libro, motivo por el cual había aceptado asistir.  

Pero no temáis, no voy a quejarme ni a lloriquear cual plañidera. Ese sería el recurso fácil para dar pena. Hay quien usa el victimismo para lograr sus propósitos que, en este caso sería conseguir más ventas. No, no es ese el objetivo de este post, aunque pueda parecerlo. Mi campaña electoral, o propagandística, concluyó con un recordatorio en Facebook, el siete de febrero pasado.

Por lo tanto, estas líneas no son más que un epílogo, el examen final de un ejercicio de meses. Como perfeccionista que soy, me gusta evaluar todo lo que hago. Y como, además, he compartido con vosotros/as la aventurada aventura de auto-publicar esta recopilación de relatos, bien os merecéis que os ponga al corriente de cómo me ha ido. Además, quién sabe si mi experiencia puede servir de revulsivo, consuelo o de ejemplo de lo que no hay que hacer, para aquello/as que se hallen en idéntica tesitura. 

En cuanto a este último aspecto, Jaume Vicent, en su blog Excentrya, dedicado a instruir al escritor novel en esta ardua tarea de escribir, editar y “vender” su obra, acaba de publicar un post titulado “¿Quién quiere leer mi libro?” Aunque no mencione mi nombre, me reconozco claramente en su párrafo introductorio. Según él, mi error fue no haber sabido elegir mi público, mi target. Recomiendo, pues, la lectura de su artículo, a todo aquel que se haga esa misma pregunta.

Al margen de los argumentos que Jaume Vicent esgrime, y que sin duda comparto, debo reconocer que fui muy ─demasiado, diría yo─ optimista a la hora de estimar las posibles ventas de mi libro. Por lo visto, soy un pésimo analista de mercados. 

Pues bien, el caso es que, al cabo de cien días de tener el libro a la venta, las ventas han sido mucho más modestas y desalentadoras de lo que esperaba. Llegado a este punto, aprovecho para expresar mi más sincera gratitud a todo/as aquello/as que confiaron en mí y en mi libro y se arriesgaron a comprarlo, a quienes tuvieron, además, el detalle de dejar un comentario en el apartado correspondiente de la web de Amazon y, de un modo especial, a David Rubio, compañero de letras y autor del blog “Relatos en su tinta”, quien el pasado domingo publicó una estupenda reseña de mi libro (por lo magníficamente bien elaborada y por los elogios recibidos), que me ha dejado con una sonrisa bobalicona de pura satisfacción. 

En otro orden de cosas, de índole práctica, he podido comprobar la todavía poca costumbre o habilidad que existe para realizar compras online. Han sido varias las personas que, por desconocimiento o falta de práctica, me han pedido que comprara yo el libro en su lugar. Posiblemente, algunas otras habrán desistido de la compra por estos motivos. Ese es, a mi juicio, el único aspecto negativo que tiene publicar en Amazon y no en una editorial convencional. La parte positiva es que la inversión económica es muy baja, de modo que el riesgo de pérdidas económicas es también muy bajo, pudiendo recuperar fácilmente lo invertido. Por contra, una editorial que trabaja con la autoedición parte de una tirada mínima de unos pocos cientos de ejemplares, siendo la inversión muchísimo mayor y solo recuperable si se logra un mínimo de ventas. Son, por lo tanto, dos opciones que deben valorarse detenidamente antes de inclinarse por una de ellas.

Y hasta aquí la valoración del funcionamiento del libro, porque en lo que respecta a este blog, el medio de cultivo y origen del recopilatorio de relatos, solo tengo palabras de agradecimiento. Desde que nació, hace casi cuatro años, me ha dado muchas satisfacciones: me ha llenado vacíos existenciales, me ha ocupado gran parte de mi tiempo libre, me ha ofrecido un espacio donde volcar el fruto de mi imaginación, y ha sido un medio que ha propiciado el encuentro con compañero/as que son un verdadero estímulo para seguir haciendo lo que hago. Con el tiempo, algunos me han abandonado, muchos otros han venido a ocupar su lugar, y otros han estado ahí desde los comienzos, fieles seguidor/as. A todos, muchas gracias por vuestra presencia y vuestro afecto.

Si “Irreal como la vida misma” no ha funcionado como esperaba solo es culpa mía, que no he podido o sabido hacerlo mejor. Pero del mismo modo que Rick Blaine (Humphrey Bogart) dijo a IIsa Lund (Ingrid Bergman), en Casablanca, aquello de que “siempre nos quedará París”, a mí siempre me quedan los “Retales de una vida”.

Pero esto no es un epitafio. El libro no ha muerto. Ahí sigue, esperando, atento. Quizá intente aprender y practicar nuevas vías de promoción. A ver si, de este modo, resucita. A fin de cuentas, 100 días no son nada.



jueves, 9 de marzo de 2017

Un cambio de vida



Quería cambiar de vida, pero no parecía tarea fácil. “Naciste pobre y pobre morirás”, me dijo un amigo en la mili tanto o más pobre que yo. De eso hace veinte años. Al licenciarme, volví al pueblo para seguir ayudando a mis padres en las tareas del campo y en el cuidado del ganado. Ni el campo ni el ganado eran nuestros. No teníamos más que un humilde jornal y un techo donde cobijarnos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sin apenas estudios, muy pocas, sino nulas, eran las posibilidades de prosperar.

Cuando por fin abandoné el pueblo y mi familia, todos me desearon suerte. “La vas a necesitar, hijo” ─me dijo mi padre─. “Ve con cuidado y no andes con malas compañías” ─apostilló mi madre.

Acabo de cumplir los cuarenta y soy muy rico. Parecía imposible, pero lo he logrado. No ha resultado fácil y he debido pagar algún peaje a cambio. Ahora soy la envidia de muchos. Mis padres, ya viejos, se enorgullecen de mí. Yo les cuento lo que quieren oír. Y ellos me creen. 

Seguí los consejos de mi madre solo a medias. He ido siempre con tiento, pero no sé qué pensaría si supiera quiénes me rodean.


Con este relato, participé en la VI edición del concurso de microrrelatos "Microconcurso La Microbiblioteca" organizado por la Biblioteca Pública Municipal Esteve Paluzie del Ayuntamiento de Barberà del Vallès (Barcelona), en su convocatoria del mes de febrero. 

sábado, 4 de marzo de 2017

Un bosque bajo el mar


Cuando Alfredo se internó, tras veinte años de ausencia, en el bosque, sintió escalofríos. De repente, dejó de ser el treintañero enérgico y luchador en que se había convertido para volver a ser aquel niño atemorizado de diez años, cuando vivía con sus padres muy cerca de donde ahora ponía los pies.

Las viejas casas junto al mar ya no existen. Hace ya tiempo que las derribó la mano implacable de la Ley de Costas. Pero el bosque sigue allí, a cien metros escasos de la que fue su casa. Es un pinar colosal salpicado de encinas que parece otear la cala donde, cuando era niño, varaban las barcas de los pescadores. Desde que Alfredo marchó a la capital, el paisaje ha cambiado mucho, pero el bosque sigue allí, imperturbable, altivo, frondoso, encerrando un gran secreto. Nadie ha osado talar ni un solo árbol. Pero esa respetuosa conservación parece que no va a durar mucho. El nuevo consistorio pretende construir un puerto deportivo y una zona residencial de lujo, y el bosque es un obstáculo que se interpone entre los chalés a edificar y la futura marina. La solución pasa por hacerlo desaparecer bajo el agua. Un proyecto que acabaría con ese pulmón vegetal para permitir, de este modo, que los propietarios de las embarcaciones pudieran recalar a pocos metros de su residencia. El proyecto, de llevarse a cabo, revitalizaría la zona y enriquecería a sus habitantes. Eso es lo que dicen los promotores y defensores del proyecto. Pero Alfredo tiene una razón de peso, además de la ecológica, para detener o, por lo menos, demorar tal agresión al medio ambiente.

Alfredo ha querido volver al lugar donde nació y creció hasta que trágicas circunstancias le obligaron a abandonar el pueblo. Ha vivido con el recuerdo demasiado tiempo, sin contarle a nadie lo allí ocurrido hace tantos años. Ni siquiera se lo contó a su madre, quien nunca entendió la obsesión enfermiza que sentía por aquel bosque. Tan pronto cumplió la mayoría de edad, se marchó para no volver. Nadie entendió sus motivos porque nunca se atrevió a confesar la verdad. Pero nunca es demasiado tarde. Esperó a que sus padres ya no estuvieran para regresar y cumplir con su deber.

Vilamajor es un pueblo costero que creció entre el mar y la montaña, junto a una playa de arena blanca, que en verano hace las delicias de locales y visitantes por sus aguas cristalinas que invitan al baño y por sus adyacentes calas rocosas, cuyo fondo marino invita a la práctica del submarinismo.

En verano, al salir el sol, una intensa bruma avanza sobre la playa y sube, despacio, por la ladera del bosque, quedando éste a merced de una espesa niebla que ni los rayos solares se atreven a franquear. Ese es el momento, según los viejos del lugar, en que el bosque cobra vida, momento en que nadie debe perturbar la paz reinante. 

Alfredo, una mañana que quería contemplar la salida del sol y presenciar ese fenómeno, fue testigo de un hecho escalofriante. Atraído por unos gritos sofocados, se acercó sigilosamente hacia la entrada del bosque. Al poco de internarse, vio cómo dos individuos arrastraban a una joven que se resistía inútilmente. Un tercer hombre iba al frente abriendo camino. 

“No te adentres jamás en el bosque, ni siquiera te acerques a él”, le había repetido su madre hasta la saciedad. Si le hubiera hecho caso, no habría descubierto la terrible verdad, la que ahora deseaba a toda costa sacar a la luz.

Alfredo se había obligado a ocultar aquella experiencia, guardándosela para sí, sin compartirla con nadie, por temor a represalias. Pero cuando tuvo conocimiento de aquellos planes urbanísticos, no pudo dejar que la verdad quedara enterrada bajo el agua. Veinte años eran muchos, pero los padres de la joven todavía no se habían resignado a su pérdida. No creyeron la versión de una fuga premeditada. Y él conocía a los autores de aquella desaparición. Alguno ya peinaba canas, pero aún estaba a tiempo de hacer justicia. Demasiado tiempo había dejado pasar. Los asesinos debían pagar por su crimen. En esta ocasión no huiría despavorido como lo hiciera entonces, cuando vio lo que le hacían a aquella chica y cómo sepultaban luego su cadáver entre la espesura. 

Por su profesión de periodista, nadie sospechó el motivo de su verdadero interés por el bosque. De no hacer nada, acabará bajo el mar, argumentaba, y esa podía ser una crónica social de gran interés mediático. 

Cuando el calor latente y la humedad volvieran a producir la espesa niebla matutina, se adentraría en el bosque, como hizo aquel día, para no ser visto, e intentaría localizar el lugar donde aquellos asesinos hicieron desaparecer a la chica. Se internaría en el lugar del crimen siguiendo la misma senda brumosa que recorrió de niño.

No le dio tiempo a reaccionar cuando dos sombras que se le abalanzaron mientras intentaba reconocer la zona. Debieron adivinar lo que pretendía hacer y se le adelantaron. Así que sabían que los había descubierto veinte años atrás y dieron por hecho que entonces no les delataría. Pero no podían dejar que ahora hablara. Para él era muy fácil, pues aquél a quien no quiso delatar ya no vivía. Tener a un padre violador y asesino no es algo de lo que estar orgulloso. 

Lo último que Alfredo vio, además de unas caras envejecidas por el tiempo y enrojecidas por el odio, fue una pala de acero que le golpeó brutalmente la frente. Todavía seguía con vida cuando paladas de tierra cubrían su rostro. Hasta que se hizo la oscuridad.

Alfredo había imaginado muchas veces que quizá encontraría una muerte heroica en el campo de batalla, como corresponsal de guerra, o a manos de narcos o mafiosos, como periodista de investigación. Lo que nunca había imaginado era que sucumbiría por querer hacer justicia a una joven y que, como ella, acabaría en un bosque bajo el mar.

Fotografía: Cala Mitjana (Menorca)
Nota: La localidad mencionada en este relato con el nombre de Vilamajor es un pueblo ficticio.