jueves, 30 de julio de 2015

Upsite down



La sala está en penumbra. Solo rompe el silencio el leve tic-tac de un reloj que descansa en uno de los estantes repletos de libros de medicina, la mayoría de psiquiatría, la especialidad de su propietario.

Tendido en el diván, el hombre va desgranando sus recuerdos de la infancia más dolorosos, esos que tanto le perturban y le impiden ser feliz. Por eso está ahí, poniéndose en manos de quien le ha prometido sanarle. Es su primera sesión y ha puesto en él toda su confianza. Le ha dicho que ha resuelto muchos casos como el suyo.

Escucha su voz melodiosa y se relaja. Va respondiendo a sus preguntas sin temor a ser juzgado, como si confesara sus pecados más vergonzosos a un confesor. En eso se basa la terapia, en vomitar lo inconfesable, en sacar a la luz los más terribles secretos. Cierra los ojos y se relaja.

-Dígame cuándo sintió por primera vez ganas de asesinar a su padre –oye que le pregunta con voz grave.
-Creo que fue cuando les sorprendí haciendo el amor- responde parpadeando ligeramente. Vuelve a cerrar los ojos.
-¿Cuántos años tenía usted entonces?
-Pues debería tener unos ocho años, más o menos.
-¿Y qué sintió exactamente?
-Asco y mucha rabia.
-¿Por qué? Descríbame cómo tuvieron lugar los hechos.
-Era verano, hacía mucho calor y yo no podía dormir. Habíamos ido a pasar un fin de semana a la casa del lago. Salí al jardín y me tendí sobre una hamaca que había bajo el porche donde mi padre solía dormir la siesta. Y entonces oí unos ruidos que no supe identificar. Me asusté un poco pues pensé que podría ser un animal que se había acercado a la casa en busca de alimento. Me levanté y andando de puntillas me dirigí hacia dónde parecía que procedía ese ruido. Cuando me planté frente a la ventana de la habitación de mis padres, en la parte trasera, me percaté que lo que oía eran más bien unos gemidos. Mi curiosidad sustituyó al miedo y me acerqué para oír mejor. Las contraventanas no estaban cerradas y una luz mortecina salía del dormitorio. Me asomé sigilosamente y entonces les vi. Al principio no atiné a comprender qué era lo que veían mis ojos, un amasijo de carne revuelta, no distinguía a los dueños de esos cuerpos sudorosos que se revolcaban frenéticamente sobre una cama que más bien parecía un campo de batalla. Me quedé paralizado y perplejo. Retrocedí unos centímetros y debí hacer ruido porque entonces se levantaron como si un resorte les hubiera empujado y vi cómo me miraban con una expresión de rabia por haberles sorprendido. Sentí asco. Quería desaparecer. Cómo podían estar haciendo aquellas porquerías. Eso fue lo que pensé. Y antes de que pudiera alejarme, mi padre, desnudo como iba, saltó por la ventana gritándome y zarandeándome. Mirón, que eres un mirón asqueroso, me gritaba. Pude zafarme de él y salí corriendo. Nadie vino en mi busca. Nadie me dio una explicación.

Llegado a este punto, el hombre, agitado y nervioso, detiene su relato. Abre los ojos y mira a su terapeuta dudando. Éste le anima a continuar.

-Cuando al cabo de un buen rato regresé, ya más relajado, llevaba en la mano un madero que había arrancado de la verja medio podrida que rodeaba la casa, que en ese momento estaba totalmente a oscuras. Entré sigilosamente. Golpeé con los nudillos la puerta del dormitorio de mis padres y esperé. Cuando asomó su enorme corpachón le propiné, con toda la fuerza de un niño furioso, tal golpe en la cara que se derrumbó sin sentido cual largo era.
-¿Fue por este motivo que le encerraron en un correccional?
-Efectivamente. Hasta que cumplí los dieciocho años. Así que estuve en aquella cárcel para niños y adolescentes unos diez años.
-¿Y fueron a visitarle sus padres?
-Mi padre jamás; mi madre alguna que otra vez. Y solo por Navidad me permitían pasar un día o dos con ellos. Por la noche, siempre cerraban la puerta de mi habitación con llave. Mi padre debía temer que le agrediera mientras dormía. Ganas no me faltaron.
-¿Y ahora cómo es la relación con sus padres?
-Fallecieron. Los dos. A la vez.
-¿A la vez? ¿Cómo es eso?
-Les maté.
-¿Cómo dice usted?
-Que les maté. Con meses de diferencia, claro, de lo contrario hubiera resultado muy extraño.
-¿Y aun así nadie sospechó nada?
-Hice que pareciera una muerte natural. Un médico como yo sabe cómo matar sin dejar huella. El cloruro potásico inyectado es infalible. La autopsia no reveló nada anómalo. Muerte por paro cardíaco fue el dictamen forense. Ya eran mayores.
-Vaya, doctor, no sé qué decir. Cuando me pidió que le psicoanalizara no pensé que tendría frente a mí a un asesino. Solo me comentó que odiaba a su padre. Pero esto…
-Pero, a ver, no me dijo usted que sabía más de psiquiatría que yo, ¿eh?
-Yo…
-¿No se iba pavoneando por ahí que su psiquiatra, es decir yo,  era un fraude, que no tenía ni idea de psicoanálisis? ¿No me retó, proponiéndome este cambio de papeles? Pues ya ve como no es tan fácil curar a la gente que está mal de la cabeza.
-No, desde luego, pero yo no contaba con que… Eh, doctor, ¿qué hace con esa jeringuilla? Oiga, le juro que no diré nada de lo suyo, soy una tumba.
-Mejor diga que es hombre muerto.
 
 

 

martes, 28 de julio de 2015

Lucas (y II)



Los cinco años que Lucas pasó en el aquel circo le parecieron una eternidad.

¿En qué se había convertido aquel joven ilusionado? No era el payaso que quería ser y mucho menos el comediante que Ivo le había asegurado que sería. El cartel que lucía junto a la entrada principal lo dejaba muy claro. “Pasen y vean al engendro más espantoso nunca visto. El hombre-mono. Medio hombre, medio bestia”. Ni siquiera figuraba su verdadero nombre. Ya ni se acordaba de quién era en realidad. Solo era un monstruo que la gente quería ver, encerrado en una jaula o paseado por la pista atado con una correa para dar al público una imagen de peligrosidad, de animal salvaje cazado en tierras exóticas y lejanas, como así vociferaba en la pista Ivan Vorobiov, el histriónico Maestro de Ceremonias.

Cinco años que se habían convertido en un suplicio. Cierto que ahora nadie se reía de él, nadie le insultaba, ni le escupía, ni le tiraba piedras. Sin embargo, prefería el ocultamiento al que le habían tenido sometido sus padres a esta exhibición pública y vergonzante.

Creyó que con el paso del tiempo se acostumbraría a su nueva situación pero cada día se sentía peor. No se veía humano sino un animal al que alimentaban y poco más. Dormía en una jaula como la de los animales del circo, si bien tenía un jergón sobre el que yacer y una frazada con la que abrigarse en las noche frías. No le pagaban ni un mísero salario, ni una minúscula gratificación Todo lo que recibía como un extra por sus servicios era algún que otro cacahuete que algún espectador compasivo, o simplemente divertido, le lanzaba a través de los barrotes, como el que da furtivamente de comer a los animales de un zoológico, porque, a fin de cuentas, Lucas no era más que eso, un animal al que la gente se acercaba para satisfacer su curiosidad.

El día que cumplió los veintiún años, Lucas decidió que no seguiría viviendo en esas condiciones infrahumanas, pero las opciones que se le presentaban no eran nada halagüeñas: escapar y regresar con sus padres, con la consiguiente humillación que representaría contar la verdad, y volver a la reclusión, o escapar y valerse por sí mismo viviendo de la mendicidad, con el peligro de volver a ser vilipendiado por las gente con la que se cruzara y, quién sabe, si detenido y encerrado en alguna institución para anormales.

Una noche, aprovechando la oscuridad, la quietud reinante en el campamento y la escasa luz que reflejaba la luna, forzó el oxidado cerrojo de su jaula con una ganzúa de la que se había agenciado, se escabulló entre las sombras y partió hacia un destino desconocido en busca de la libertad. ¿Qué precio debería pagar por ello? No lo sabía pero había llegado el momento de liberarse de aquel tormento, de aquella humillación y probar fortuna. Nada podía ser peor que aquel calvario. Alguien se apiadaría de él y le ofrecería sustento a cambio de un trabajo digno. Quizá –pensó- en un convento podría hallar lo que buscaba: un retiro físico y espiritual, la paz y un poco de ese calor humano que tanto echaba en falta. Una vez conseguido este objetivo, ya enviaría aviso a sus padres quienes, después de los años transcurridos, seguramente se alegrarían de saber de él.

Pero la fortuna le era esquiva al pobre Lucas. Al cabo de poco más de un día de camino, tiempo durante el cual no cesó de mirar atrás por si alguien del circo iba en su busca y captura, llegó, exhausto y hambriento, a una granja en donde confió hallar descanso y cobijo temporal antes de proseguir su viaje. “O quién sabe si aquí encontraré lo que ando buscando” –pensó esperanzado.

Lo que Lucas halló y lo que sucedió en aquel aparentemente hospitalario lugar, nunca se sabrá con exactitud. Algunos vecinos afirmaron haber visto a un joven que el matrimonio propietario de la granja, ya ancianos, dijeron haber contratado como sirviente para que les ayudara en aquellas tareas domésticas que ellos, por su avanzada edad, ya no podían desempeñar con la facilidad de antaño. Nadie vio de cerca a ese joven y parecía como si los ancianos lo mantuvieran oculto. Hubo quien aseguró haber oído llantos y gritos, pero nadie dio crédito a tales afirmaciones.

Lo que allí tuvo lugar debió ser, sin duda, algo inconfesable porque, cuando un día, atraído por un insoportable hedor, su vecino más próximo entró en la vivienda de la pareja de ancianos, halló sus cuerpos sin vida. Habían sido acuchillados con saña. Por su estado de descomposición, debían llevar muertos, por lo menos, un mes. Haciendo memoria, alguien dijo haber visto por aquel entonces, de noche, algo que se movía por los alrededores de la casa y supuso que se trataba de una alimaña pues, por su tamaño y forma de andar, no podía ser humano. Del supuesto sirviente, no había rastro, pero algunos lugareños siguieron insistiendo en que habían visto a alguien viviendo con los viejos. Todo apuntaba, pues, a aquél como el autor material del doble asesinato. El motivo resulta todavía un enigma pues se descartó el robo, ya que todo parecía en orden y hallaron dinero y unas pocas joyas en una cómoda del dormitorio principal. Quizá una discusión que acabó violentamente, según unos. Quizá una venganza por malos tratos, según otros. Quién sabe. La policía abandonó, al cabo de un tiempo, la búsqueda del presunto asesino pero mantuvo en alerta a los ciudadanos de los pueblos de la comarca por si observaban a algún individuo sospechoso deambulando por los contornos.
 
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De eso hace ya muchos años y Lucas es, por fin, feliz. De su paso por el circo ya casi no se acuerda y quedan ya muy lejos los meses de sufrimiento que pasó en casa de aquellos viejos miserables que le propinaban palizas y le mantenían atado como si de un perro se tratara. Afortunadamente apareció aquel hombre que le libró de las vejaciones a las que le sometían. Al principio no supo quién era aunque su voz y sus maneras le resultaron familiares pero, embozado como iba, su voz sonaba apagada y no pudo verle la cara. Su salvador apareció de la nada una noche sin luna. Irrumpió como una aparición en el comedor de la casa y, sin mediar palabra, sacó un cuchillo de su alforja, con el que amenazó a los viejos mientras liberaba a Lucas de las ataduras y le indicaba que huyera hacia la oscuridad del aire libre.

Cuando, una vez liberado del cautiverio, Lucas se disponía a emprender, por segunda vez en su vida, camino hacia cualquier parte, apareció tras de sí el hombre embozado. Éste, manteniendo su mutismo, le dio una alforja y, tras darle un fuerte abrazo, desapareció. La talega de cuero que le entregó resultó contener una carta, una bolsa repleta de dinero, un mapa y un documento de propiedad de lo que era una pequeña parcela con una casa, vieja pero en buen estado, donde ahora vivía y tenía previsto pasar los años que le quedaran de vida.

Cuando recuerda ese episodio, a Lucas todavía se le aguan los ojos. Nunca pensó que su padre se hubiera interesado por él hasta el punto de que, tras la inesperada muerte de su esposa y siendo ya anciano, le buscara sin cesar hasta dar con él y procurarle un lugar retirado donde vivir tranquila y holgadamente.

Cuando supo de la identidad de aquel hombre, que se había esfumado tras entregarle aquellos enseres que le habían procurado este retiro feliz, estuvo tentado de ir en su búsqueda pero desistió para respetar sus deseos, tal como había dejado escrito.

En las noches de nostalgia, Lucas relee una y otra vez la carta manuscrita de su padre:

Queridísimo hijo,

Que Dios me perdone por todo el mal que he ocasionado pero Él es testigo de que lo he hecho por tu bien. Si por ello me condena al fuego eterno, que así sea.

Después de dejarte marchar con aquella troupe, supimos de ti por gentes que decían haberte visto y que nos contaron cómo y dónde te tenían. Cuando, al poco, tu pobre madre enfermó de unas fiebres tifoideas, me hizo jurar, antes de morir, que no permitiría que te trataran como a un animal más del circo, así que fui a rescatarte pero cuando, después de mucho buscar, di con el circo tú ya no estabas. Me dijeron que te habían dejado marchar pero pronto averigüé la verdad y cuando volví a pedirle explicaciones a quien, en su día, nos embaucó con su sonrisa y sus promesas, se burló de ti de tal manera que, en un arrebato, le hice pagar cara su desvergüenza. Nunca antes había matado a un hombre pero la ira me cegó y no pude evitar clavarle el cuchillo en lo más hondo de su abultada tripa.

Huyendo de la justicia te seguí buscando, día y noche, sin tregua. Fui en tu busca con la esperanza de encontrarte y decidido a salvar cualquier obstáculo y a eliminar a quienquiera que me impidiera dar con tu paradero. De ser necesario, estaba dispuesto a sembrar de cadáveres el camino. Decidí que si te encontraba sano y salvo, te compensaría por todo lo que tuviste que pasar por no haberte sabido defender y proteger como unos padres bien nacidos deben hacer con sus hijos.

Si lees esta carta es que te he hallado, que he cumplido con mi propósito y que ahora, por fin, puedo descansar en paz.

Toma el dinero que hay en la bolsa, son todos mis ahorros más lo que saqué de la vieja granja, yo ya no necesito nada. Desde la muerte de tu querida madre, ya no me queda nada que hacer en este mundo salvo resarcirte por la mala vida que te procuramos sin querer. El mapa te guiará hasta una casa y un huerto que ya son de tu propiedad. Es un buen lugar, tranquilo y apartado. Trabaja el huerto y utiliza las técnicas de trampero como te enseñé. Todo ello te proporcionará sustento. No malgastes el dinero, ponlo a buen recaudo. No dejes que nada ni nadie te impida vivir libremente y a tu antojo. Y, sobre todo, no dejes que nadie te humille. Haz oídos sordos a lo que puedan decir de ti. Hazte valer, así te respetarán. Defiéndete, si es necesario.

Sé feliz, hijo mío. Espero haber cumplido mi objetivo y pido nuevamente a Dios que me perdone por haber faltado por tres veces al quinto mandamiento. Sé que puede condenarme por ello y aceptaré el castigo eterno aunque todavía confío en su misericordia.

Haz lo que te pido hijo y no me busques pues mi existencia y mi destino ya no son de este mundo. Me retiraré a un monasterio para seguir rezando al Señor todos los días que me quedan de vida.

Hasta siempre.
Tu padre.
 
17 de junio de 1950
 
 

viernes, 24 de julio de 2015

Lucas (I)



Su deformidad había sido siempre un lastre para él y su familia. Nació cuando su madre ya había superado la edad para concebir y a ello achacaban sus malformaciones. De pequeño tuvo que soportar la burla descarnada de los otros niños del pueblo. Hijo único e inesperado de unos humildes campesinos, pasaba las horas encerrado en el granero para evitar las miradas indiscretas de aquellos que se le acercaban con la malsana y morbosa intención de observar cómo era aquel engendro de la naturaleza, como todos le consideraban.

Con diez años de edad, Lucas era perfectamente consciente de sus múltiples taras físicas: cráneo desproporcionadamente grande con una cabeza prácticamente pegada al tronco; ojos apenas separados por un pequeño tabique nasal bajo una frente abultada; orificios nasales de abertura frontal; mandíbulas protuberantes; boca con labios prominentes y dientes desmesurados; de corta estatura debido, sobre todo, a sus pequeñas piernas estevadas y a una espina dorsal combada, lo cual hacía que sus largos brazos le llegaran a la altura de las rodillas; y por si todas estos rasgos no fueran lo suficientemente grotescos, su cuerpo estaba afectado de hipertricosis, cubierto de un pelo negro y tupido que solo dejaba al descubierto la piel de la cara. De ahí que los niños del lugar le llamaran despectivamente “el mono”, tanto por su físico como por su forma de andar simiescos.

Por todo ello no era extraño que el niño hubiera dejado de asistir a la escuela, donde fue objeto de escarnio desde muy pequeño, y nadie puso reparos en que así fuera, ni siquiera sus propios padres.

Si los padres de Lucas lo mantenían encerrado para evitar las visitas de curiosos, Lucas, por su parte, tampoco quería salir de su encierro para rehuir, de este modo, esas burlas tan dolientes que le hacían sentirse peor que un animal.

Pasaron los años y Lucas languidecía en la vieja granja. Cuando sus padres estaban faenando, el chico vivía encerrado en el granero y solo regresaba al caserón cuando volvían del campo, a las horas de las comidas y de descanso, pues de este modo lo mantenían al abrigo de visitas inoportunas.

La vida de Lucas era tan infeliz que muchas veces prefirió no haber nacido que vivir en esas condiciones, ocultándose continuamente de la gente como si de un monstruo se tratara. Su madre era la única persona que parecía sentir por él algo que no fuera repulsión, el único ser humano que le regalaba alguna caricia y una sonrisa no exenta de compasión. Cuando era muy pequeño no entendía el significado de esas lágrimas que resbalaban por las mejillas de su madre. Ella le decía que eran de felicidad porque también se podía llorar de alegría. Pero ahora sabía la verdad. Su madre lloraba de pena, como lloran la mayoría de los mortales, de pena por él, por lo que era, un ser disminuido e inútil. Su padre, en cambio, nunca le mostró signo alguno de cariño, tratándole con una frialdad que le dolía más que si de un bofetón se tratara. Él debía considerarle una carga, un ser incapacitado cuya vida no tenía sentido. Pero algún día le demostraría que algo útil podía hacer. Pero Lucas se devanaba los sesos sin hallar el qué.

Un día, mientras sus padres se hallaban en el campo, llegó al pueblo un circo ambulante. Una larga hilera de vehículos desfiló frente a la granja y se detuvo a unos centenares de metros buscando el lugar idóneo para asentarse y montar la carpa. En los laterales de algunos camiones, un rótulo rezaba: Gran Circo Ruso.

Lucas no quería perderse detalle de lo que hacía aquella gente venida de tan lejos. “Rusia está muy lejos. Recuerdo haber visto en un Mapamundi que está en el otro extremo de Europa” –se dijo. Era tanta la curiosidad que sentía por lo que allí acontecía que no pudo evitar la tentación de salir del granero y trasladarse, procurando no ser visto, a la casa, desde donde podría verlo todo mucho mejor.

Medio escondido tras las cortinas del comedor, Lucas miraba boquiabierto todo aquel ajetreo que tenía lugar ante sus asombrados ojos. De pronto vio cómo, a lo lejos, un individuo alto y corpulento hacía visera para protegerse de la luz solar y miraba directamente hacia la casa para, acto seguido, acercarse a paso rápido. La reacción inmediata del chico fue correr las cortinas y refugiarse en una habitación contigua, donde no podría ser visto desde el exterior. Al cabo de unos instantes, unos fuertes golpes en la puerta principal le pillaron tan desprevenido que su corazón le dio un vuelco. No se atrevía a mover ni un dedo, no fuera que ese hombre notara su presencia e insistiera en la llamada. Si nadie contestaba creería que en la casa no había nadie y se marcharía. Pero los golpes no cesaban. ¿Qué querría ese individuo que no paraba de aporrear la puerta? ¿Le habría visto tras las cortinas y por eso insistía? No sabía qué hacer. Por fin, el hombre habló.

-¿Oiga? ¿Hay alguien en casa? ¿Tienen teléfono? Quisiera hacer una llamada si no les importa. Soy del circo. Hemos llegado más tarde de lo previsto y quisiera informar al señor alcalde de que ya estamos aquí. ¿Oiga? –decía a voz en cuello con un fuerte acento ruso.

Al cabo de unos interminables minutos, el intruso debió comprender lo inútil de su vocerío y cejó en el empeño pues, de pronto, reinó el silencio más absoluto, solo interrumpido por el ruido lejano de mazos y martillos.

Tranquilizado, Lucas salió de su escondite y corrió de nuevo hacia el comedor para volverse a apostar tras las cortinas y espiar los movimientos de aquella gente. Cuál sería su sorpresa y espanto cuando al asomar su cabeza por una esquina del cristal de la ventana, vio, al otro lado, la del grandullón, el mismo que hacía solo unos instantes estaba plantado frente a la puerta, mirando hacia dentro. De ese modo, ambos se vieron cara a cara y no podría decirse quién de los dos se asustó más, si el chico por verse descubierto o el hombretón al ver el espantoso rostro de lo que parecía un ser humano. Los dos dieron un paso atrás al mismo tiempo. Los dos estuvieron a punto de caerse de espaldas a la vez.

Cuando el inesperado visitante dio media vuelta en un intento de alejarse raudo de allí, tras él aparecieron los padres de Lucas con cara de pocos amigos.

-¿Se puede saber qué hace usted aquí? ¿Desea algo? –le interpeló el padre.
-Yo, yo solo quería hacer una llamada por teléfono… -balbuceó el hombre todavía bajo los efectos de la sorpresa.
-¿Es usted del circo? –preguntó el padre de Lucas, mirando de soslayo el campamento que se estaba levantando a lo lejos.
-Sí señor, soy el propietario y necesito dar aviso al alcalde de que ya estamos aquí. Debíamos haber llegado ayer pero las lluvias torrenciales de estos días nos han retrasado. Podría acercarme en coche pero, estando el camino tan enfangado, si fuera usted tan amable de dejarme usar su teléfono, me ahorraría tiempo –le dijo el hombre de corrido.
-Pues pase usted y llame –le invitó el padre, señalando la entrada.

Cuando el matrimonio y el invitado estuvieron dentro de la casa, aquéllos observaron, extrañados, que éste miraba a su alrededor como si buscara algo.

-¿Le ocurre algo, señor? –le preguntó la madre.
-¿Cómo? ¿Qué? –logró articular el hombre.
-Que si le ocurre algo. Como veo que mira por todas partes...
-Es que, es que… -balbuceó de nuevo el extranjero sin acabar de decidirse.
-¿Es que qué? –le inquirió el padre, intrigado y molesto.
-Pues es que he visto a alguien aquí dentro hace unos instantes, cuando ya me iba pensando que no había nadie en casa. Era como… como un chico pero… con una cara…

Los padres de Lucas se miraron interrogativamente, temiendo lo peor. Antes de que pudieran hacer o decir algo, un estrépito en la habitación contigua hizo que todas las miradas se dirigieran hacia el lugar de su procedencia, tras lo cual la puerta se entreabrió, apareciendo la cara culpable de Lucas que no acertaba a decir nada congruente como disculpa.

Dicen que la curiosidad mató al gato pero, en este caso, el inoportuno tropiezo de Lucas mientras, en la oscuridad de la habitación de sus padres, intentaba atisbar lo que ocurría en el comedor, daría un vuelco inesperado en la vida del muchacho. Tras la sorpresa inicial del propietario del circo al ver a Lucas de pie ante él y tras las explicaciones que intentaron darle sus padres para justificar el motivo de su ocultamiento, refiriéndole las burlas de las que era objeto el chico, el hombre, que dijo llamarse Ivan Vorobiov, Ivo para los amigos, les hizo una propuesta que nunca habrían imaginado.

-¿Y no han pensado nunca que el chico podría tener un porvenir en el circo?

Mientras las caras de asombro de los padres de Lucas traslucían indignación por lo que acababan de oír, como si de un insulto se tratara, éste, con los ojos como platos y una gran sonrisa en los enormes labios asentía vigorosamente mirando a sus progenitores como pidiéndoles su aprobación.

-Sí, sí, sí. Yo quiero ir al circo, quiero ir al circo -repetía una y otra vez el chico, en tanto que sus padres intentaban hacerle callar y poner algo de sensatez a aquel despropósito.
-Pero qué estás diciendo, Lucas. ¿Acaso crees que este señor te está invitando a ver el espectáculo? Lo que está proponiendo es que tú formes parte del espectáculo, ¿te das cuenta? –le dijo su padre, exasperado.
-Sí, sí. Yo quiero ir al circo, yo quiero ir –volvió a repetir Lucas, cada vez más excitado.
-¿Ir al circo, pero para hacer qué, hijo? –intervino su madre.
-¡Pues para hacer de payaso! –contestó Lucas como si lo hubiera estado pensando desde mucho tiempo atrás.
-¿De payaso? –dijeron sus padres al unísono.

Ivo contemplaba la escena con cara de satisfacción y ya hacía cábalas acerca de la rentabilidad que aquel muchacho deforme le proporcionaría.

-Pues si tus padres no tienen inconveniente, firmamos un contrato y pasas a formar parte de la farándula circense y a pasarlo en grande –dijo Ivo, esperanzado. Ya veía los titulares: Pasen y vean a Lucas, “El hombre-mono”-. Claro que necesitarás un tiempo de aprendizaje, pero seguro que aprendes rápido –añadió condescendientemente.

Mientras el hombre-forastero-invitado-dueño-del-circo hablaba por teléfono con la alcaldía, tal como había venido a hacer, los tres miembros de la familia discutían aquella insólita oferta; los padres intentando convencer a su hijo de que aquello era una locura y éste intentando hacerles comprender su postura: era la única salida que tenía para sentirse útil, escapar de aquella reclusión de por vida al que le tenían sometido e intentar ser feliz a pesar de haber nacido con aquella terrible deformidad. Si, por ser como era, hacía reír a los niños en un mundo real, siendo con ello motivo de escarnio, ¿por qué no podía hacerlo en un mundo de fantasía, sintiéndose admirado?

Aunque sus padres no vieron con buenos ojos aquella puerta que se le abría a su hijo, tampoco tuvieron argumentos para cerrarla. ¿Qué iba a ser de él cuando ellos faltaran? De ese modo, aunque lo exhibieran como a un mono de feria, posiblemente se sentiría realizado, le tratarían bien, incluso ganaría dinero y quizá llegara a ser feliz.

A la mañana siguiente, Lucas apareció, ante la perplejidad de sus futuros compañeros de troupe, ante la caravana que hacía las veces de oficina y vivienda de Ivo, quien, al verlo, con una maleta en la mano y con aquella cara de emoción indisimulada, le invitó a pasar con los brazos abiertos y con la mejor de sus sonrisas.

Aquellos días en que el Circo Ruso estuvo en el pueblo, haciendo las delicias de pequeños y mayores, fueron para Lucas los más felices de su joven existencia. A sus dieciséis años nunca había visto un espectáculo circense, solo sabía lo que le había contado su madre, pues ni siquiera le habían permitido verlo a escondidas, agazapado tras las lonas, como él había pedido en más de una ocasión, no fuera a asustar a la concurrencia si lo descubrían.

Lucas contaba los días que faltaban para abandonar su pueblo, el que le había visto nacer y del que se había ocultado, y marcharse hacia el próximo destino donde, según le había prometido Ivor, se iniciaría en la vida circense y en su labor de “comediante” como así la había bautizado, palabra que para Lucas sonaba a música celestial. “Por fin seré libre, por fin llevaré una vida lo más normal posible, y nadie, nadie se burlará más de mí por ser un engendro, por ser el niño-mono, como me llaman los niños del pueblo. En lugar de piedras, me lloverán aplausos” -fabulaba Lucas todas las noches, tendido en el camastro que Ivo había tenido a bien cederle. “Entretanto no tengas tu propia roulotte” -le había dicho.
CONTINUARÁ
 
 


lunes, 20 de julio de 2015

Vuelta atrás


Óscar fantaseaba imaginándose volviendo a una etapa de su juventud, pudiendo revivir una de las muchas situaciones que tantos recuerdos le traían pero que, sin embargo, no había sabido manejar adecuadamente. Volver al pasado para corregir errores o bien modificar aquel comportamiento que le llevó al fracaso se había convertido en su cotidiana ensoñación.

Puestos a elegir el momento y el lugar, no vacilaría. Si tuviera que decidir a qué momento de su vida pasada quería ser transportado, lo tenía muy claro: volvería, sin dudarlo, al día en que Montse le dejó.

Ver a Montse de nuevo. ¡Se lo había imaginado tantas veces! Pero, de ser posible su deseo, ¿qué haría exactamente? Para empezar, volvería a ese sábado de aquel mes de mayo de dos mil trescientos noventa y dos, esa tarde en la que la perdió para siempre. Y todo por un equívoco seguido de esa frase tan manida: “no es lo que te imaginas”. No tuvo opción a añadir nada más porque ella ya había dado media vuelta saliendo del local hecha una furia. No valieron explicaciones, ni ruegos. No quiso volver a verle.

Fue un estúpido al no luchar por esa relación que, si bien pasaba por un momento complicado, podía haberse salvado. Pero los celos de Montse no se lo pusieron fácil y no quiso ver que Lucía, a la que creía su mejor amiga, les había tendido una trampa. No tenía que haber acudido a su llamada. Pero parecía algo serio, eran amigos, y quién se iba a imaginar lo que tramaba en realidad. Lo hizo ex profeso, para que Montse les sorprendiera. ¿Cómo iba a suponer que le besaría justo cuando Montse hacía su entrada? Por eso le sentó de espaldas a la puerta y no dejaba de mirar hacia la calle.
 
 
Cuando pidieron un voluntario para hacer un viaje temporal, no se lo pensó dos veces. Se presentó junto con otros miles de candidatos y resultó elegido para la primera misión. Tendría plena libertad para trasladarse al año y momento que quisiera, solo querían comprobar que era posible trasladarse en el tiempo sin sufrir ningún efecto adverso.

Óscar ajustó el módulo para que le trasladase a las 18:00 horas del 26 de mayo de 2392, veinte años atrás, en el punto de coordenadas 41.4134488 de latitud y 2.018243 de longitud, que correspondían a la antigua cafetería Montblanch de su población y donde ahora hay la nueva biblioteca municipal. El lugar donde se desarrollaron los hechos.

Cuando se viera sentado de nuevo ante su antigua amiga y causante de su ruptura con Montse, obraría en consecuencia. Todo el mundo dice que el futuro no puede cambiarse pero él demostraría que tal suposición no era del todo cierta. Haría cualquier cosa para recuperar a Montse. Quizá acabarían rompiendo por otra causa pero no por una supuesta infidelidad que nunca tuvo lugar. Al menos no conservaría de él esa mala imagen.
 
 
En el reloj de la cafetería las manecillas señalaban las seis en punto. En esta ocasión él había llegado con antelación, según lo previsto. De un momento a otro aparecería Lucía con cara compungida y ojos llorosos para contarle sus desventuras amorosas con Jaime, su novio, pidiéndole consejo y consuelo. Pero esta vez se había sentado de cara a la calle. Lo tenía todo calculado. Se mantendría frío y distante y cuando Lucía intentara besarle, la rechazaría amable pero tajante, para no dar pie a equívocos. Así Montse vería con sus propios ojos que no había sucumbido a los encantos y argucias de su falsa amiga y que le era fiel.

De momento todo estaba saliendo como era de suponer. Reconocía muy bien aquella expresión de desesperanza y de aflicción. Las mismas lágrimas volvían a resbalar, copiosas y raudas, por sus mejillas. El tacto de su mano posándose suavemente sobre la suya también le era familiar, ese tacto, esa mano delicada que le demandaba consuelo. Pero no pensaba volver a caer en la trampa respondiendo a tales estímulos y reclamos de ternura. Y así lo hizo.

Solo bastó con apartar ligeramente su cara evitando así aquel beso de Judas para que la reacción no se hiciera esperar. Como si de un intolerable agravio se tratara, Lucía se puso en pie de un salto propinándole una sonora bofetada ante la sorpresa del respetable público y de Montse, que entraba en aquel preciso instante.

Las únicas palabras que Lucía articuló al cruzarse con ella fueron: “Pero qué se habrá creído ese degenerado que tienes por novio. ¡Proponerme eso a mí, que también tengo pareja!”

Montse jamás perdonaría a Óscar que intentara serle infiel con su mejor amiga. De nada valieron sus excusas y mucho menos esa frase tan manida de “no es lo que parece, cariño. Déjame que te explique”.
 


lunes, 13 de julio de 2015

El encuentro


Jaime tuvo seria dudas pero acabó accediendo. ¡Hacía tantos años que no les veía! Veinticinco, para ser exactos. Desde que dejó el colegio para entrar en la Universidad.

Cuando recibió recado de sus padres de que un chico, llamado Joan no-sé-qué, había llamado preguntando por él, estuvo dudando si llamar o no a aquel número de teléfono que había dejado. Luego, tras hablar con Joan Balcells, el organizador del encuentro, se arrepintió de haber aceptado la invitación.

¿Reconocería a sus ex compañeros de último curso de bachillerato después de un cuarto de siglo? Y peor aún, ¿le reconocerían a él? ¿Tendrían de qué hablar? A fin de cuentas, pocos fueron los amigos de verdad que hizo en aquel curso. Tres, a lo sumo. Porque el resto de alumnos, de los treinta y tantos que componían la clase, le tenían ojeriza. Y todo por ser el primero en casi todo.

Pero lo que en verdad temía Jaime no era la falta de reconocimiento ni de empatía sino que supieran en lo que se había convertido.

Había acabado la carrera con unas notas excelentes. Tenía las puertas abiertas en varias empresas, que se lo disputaban, no en balde el IQS era una fábrica de triunfadores.

Pero quiso probar fortuna en el extranjero. Primero se tomó un año sabático y luego… luego vino la debacle.

Cuando volvió, al cabo de diez años, de su periplo europeo, estaba enganchado al hachís, al crack, a la metanfetamina y a todo lo que le diera un “subidón” y le impidiera ver la realidad. Se había convertido en un yonqui en toda regla. Vivía de y para las drogas.

Llegado el día del encuentro, se vistió de punto en blanco, con su nuevo traje de Armani y se presentó, a las nueve en punto, en el hotel donde habían quedado.

Solo entrar en el hall, un vozarrón pronunció su apellido. “Eh, Gasulla!” Durante unos segundos no supo quién era aquel individuo que le sonreía y le hacía señas sentado en una de las mullidas butacas que decoraban el vestíbulo. Cuando se acercó, reconoció al propietario de aquel careto: Padrón. No recordaba su nombre de pila, solo su apellido. “Padrón el cabrón”, le apodaban. Y con razón.

Pedro Padrón, PP para los amigos, el “Paleto Pendón” para algunos profesores “enrollados”, era el gamberro de la clase, un tipo grandote, de lo más desagradable y desaprensivo que andaba por los pasillos del colegio y por las calles del barrio creando problemas a conocidos y extraños. Un tipo duro siempre buscando –y encontrando- gresca. Solo con mirarte a los ojos, se te aflojaban los esfínteres. Cuando quería algo, no necesitaba pedirlo con palabras, solo mostrando su puño a la altura de tus ojos, desaparecía cualquier reticencia a complacerle.

Jaime supuso que los años, les habrían puesto a la misma altura y quizá incluso compartirían aficiones inconfesables. No sabía decir  quién de los dos habría caído más bajo. Se acercó a su congénere preparándose mentalmente para cualquier salida de tono. No obstante, no se esperaba lo que se le vino encima, literalmente. El hercúleo Padrón se levantó raudo de su asiento y antes de que Jaime pudiera articular palabra alguna, le rodeó con sus potentes brazos en un abrazo de oso, levantándolo un palmo del suelo.

-Coño, Gasulla, qué alegría volver a verte –le gritó casi al oído, causándole un estremecimiento timpánico-. Joder, cuánto tiempo ha pasado! Creía que no vendrías, tan panoli como eras –añadió con una gran risotada.

Desde aquel instante, Pedro no se separó de Jaime en toda la velada, compartiendo con él anécdotas de todo tipo. Fue un monólogo sin parangón. Jaime escuchaba y Pedro hablaba, excitado, sin parar. Sus ojos ya no tenían aquel destello de odio, brillaban de pura ilusión.

-¿Sabes, tío? En el fondo siempre te envidié. Siempre quise ser tan listo como tú. Seguro que has llegado muy lejos. En cambio yo… -acabó diciendo bajando la voz.
-¿En cambio tú qué? –preguntó Jaime por primera vez.
-Pues que yo no he tenido tanta suerte como tú.
-¿Por qué dices esto? ¿Cómo sabes si me ha ido bien o mal?– le preguntó Jaime circunspecto.
-Solo hay que ver cómo vistes, tío. Seguro que has triunfado en la vida. Ya se veía venir –le contestó Pedro con convicción.
-Mmm, bueno, no me ha ido mal del todo –fue lo único que atinó a contestar Jaime, un tanto atribulado-. ¿Y tú a qué te dedicas? –le preguntó para desviar la atención hacia su persona.
-Trabajo en un centro de desintoxicación. Estuve enganchado muchos años, ¿sabes? Mis padres me obligaron a ingresar. Por suerte. Yo al principio no quería. Se lo hice pasar muy mal a los viejos. Y, mira por dónde, cuando me rehabilité me ofrecieron quedarme como auxiliar. Hice unos cursos y…

Llegado a ese punto, Jaime volaba muy lejos de aquel lugar. Oía la voz de su antiguo compañero de clase muy lejana. Su cuerpo estaba allí pero no así su mente.
 
 
Se ha cumplido un año de aquel encuentro. Jaime descansa en una tumbona. Tiene un vaso de agua en sus manos todavía algo trémulas por el síndrome de abstinencia. El tratamiento sigue su curso de forma satisfactoria. Ya ha superado lo peor. Todo gracias al consejo y al apoyo de un buen amigo.

Una revista abierta por la página de los pasatiempos reposa sobre la mesa del jardín. Cuando va a incorporarse para tomarla y seguir con el autodefinido que había dejado a medias, oye a sus espaldas el inconfundible vozarrón al que ya se ha acostumbrado.

-Oye Jaime. ¿Qué te parece si esta tarde, aprovechando tus tres horas de “libertad” y que yo libro y vamos al cine? Echan la última de Steven Spìelberg. Jurasic World, y en 3D. Yo invito.
-Pues claro que sí, Pedro. Hace mucho tiempo que no voy al cine.
 
 

 

lunes, 6 de julio de 2015

El trampero


Cada día, de madrugada, Juan rastreaba aquella zona del bosque para comprobar si las trampas habían dado su fruto y podía así llevarse algo a la boca.

Alguna liebre, alguna ardilla, hasta alguna rata de bosque solían caer en sus trampas aunque siempre esperaba cazar algo mucho mayor.

Esa mañana, sin embargo, la suerte parecía haberle sonreído. Fue en la última trampa, la más alejada. A simple vista le pareció un zorro, por el pelaje. Cuando estuvo junto a la trampa comprobó cuán equivocado estaba. Lo que había quedado atrapado entre las dos aserradas mandíbulas de hierro era una extremidad, un brazo de un tamaño considerable, posiblemente de oso. Pero las garras no parecían propias de esta especie animal. Fuera lo que fuese, seguro que era comestible. Tras un suspiro de resignación, metió lo que había atrapado en el saco y abandonó el lugar antes de que alguien le descubriera o el animal a quien pertenecía aquel miembro viniera a reclamarlo.

Mientras andaba con aquel bulto a la espalda, Juan tuvo que detenerse en dos ocasiones y mirar dentro del saco pues le pareció que algo en su interior se había movido. Lo cierto era que aquello pesaba como una roca y olía a mil demonios pero aun así no quiso deshacerse de su trofeo. También le pareció que algo se movía entre la espesura pero lo achacó al viento.

Una vez en la cabaña, dejó el saco sobre la mesa de la cocina y fue a asearse. Las botas, embarradas, le martirizaban los pies y el polvo del camino se le había pegado al cuerpo. Desde el baño le pareció oír algo extraño, como si alguien o algo se estuviera arrastrando por el pasillo. Extrañado, abrió la puerta y se asomó.

En la UCI siguen sin entender aquellas palabras que el viejo trampero intenta en vano articular. Solo responde con una mirada de horror a las repetidas preguntas sobre cómo y qué le ha arrancado las extremidades de aquel modo tan brutal.