domingo, 27 de diciembre de 2015

Propósitos "revisitados"


Este relato lo publiqué en este mismo blog hace casi un año. Es ficción, como casi todo lo que escribo, pero tiene, creo yo, mucho de real y de actual. En todo caso, que cada uno/a juzgue. Por tal motivo, tras doce meses de reposo, lo he despabilado, le he lavado la cara y lo he acicalado para la ocasión, tijeras por aquí, tijeras por allá, y aquí está, renovado:
 
 
Propósitos 2.0
 
 
La popular tonadilla ya no suena igual de bien desde que el euro vino a sustituir a la peseta. Eso es lo que piensa José cuando oye cantar los premios de la lotería de Navidad. Tampoco le produce la misma emoción que cuando era niño. Entonces esa cantinela infantil anunciaba el inicio de las vacaciones navideñas y ahora le inspira una profunda nostalgia.

Ya lleva unos cuantos años, no quiere ni contarlos, viviendo así y trabajando doce horas diarias para llenar el tiempo y evitar pensar. Apenas sale, por mucho que sus hijos le insisten para que haga alguna actividad fuera de casa: que se apunte a un gimnasio o por lo menos que salga a pasear. No es sana la vida enclaustrada que lleva. Le animan a trabajar menos y a divertirse más.

Llegadas estas fechas, José toma una hoja de papel y, con letra pulcra, escribe sus propósitos para el año nuevo, pero tras el tercero ya se le terminan las ideas. Hay uno, sin embargo, que cada año encabeza la lista y esta vez se compromete a llevarlo a cabo: hacer caso a sus hijos y hacer ejercicio.

A su edad la salud es lo que más le preocupa. A la vista de los resultados de los últimos análisis, el médico le ha recomendado ponerse a dieta y, sobre todo, caminar. Lo de la dieta va en segundo lugar en su lista de propósitos, seguido del abandono del tabaco. Del cuarto ya no se acuerda, ya lo pensará luego. Ahora tiene mucho trabajo que hacer, trabajo que se ha llevado a casa pues prefiere el ambiente de su piso que el de las frías oficinas. Además, puede trabajar más tranquilo, sin interrupciones de las señoras de la limpieza o del vigilante jurado que no paran de preguntarle si tardará mucho en marcharse.

Este fin de año lo pasará, como ya va siendo habitual, solo. Salvo el día de Navidad, que lo disfrutará junto a su hijo mayor, los pocos días de vacaciones que tiene los pasará en casa, trabajando. Siempre tiene cosas que hacer.

A medida que se acerca el fin de año, la sensación de soledad de José se va intensificando y recapacita. Se convence de que tiene que poner fin a este tipo de vida. Y vuelve a tomar esa hoja de papel y empieza a añadir buenos propósitos: beber menos, ese era el cuarto que había olvidado; estudiar inglés; apuntarse a ese curso de pintura; dedicar más tiempo a los amigos y a la familia; viajar; darse algún capricho de vez en cuando y… ¿por qué no?, podría intentar salir con alguien. Podría proponérselo, por ejemplo, a aquella atractiva compañera de trabajo, viuda como él, que ya va siendo hora de que vuelva a vivir la vida, que total son dos días y él todavía tiene cuerda para rato. En definitiva, tiene que cambiar de vida y eso es lo que va a hacer.

Cada día, antes de acostarse, relee uno a uno esos propósitos que le tienen que sacar de la monotonía a la que lleva tanto tiempo entregado.

El primer día del año nuevo saldrá a pasear. Ese será el primer propósito a cumplir. Los excesos alimenticios se acabarán tan pronto se acueste el último día de este año. El resto de propósitos los irá cumpliendo uno a uno, sin prisa pero sin pausa.

En la cena de Navidad de la empresa se comentan, ente copa y copa, los deseos para el próximo año. Quien más quien menos tiene también su lista de buenos propósitos pero, a diferencia de sus compañeros, él será capaz de cumplirlos a rajatabla. Al despedirse, deseándose mutuamente un feliz año nuevo, sabe que, cuando los vuelva a ver, será un hombre nuevo.

La melancolía que le embarga en la Nochevieja toca a su fin. Solo quedan unos minutos para estrenar un nuevo calendario. Año nuevo vida nueva; eso es lo que se dice y así será. Mañana será un gran día, el primero de su nueva vida –piensa José. Hoy se despide del último de su aburrida existencia, la de todos estos últimos años tan vacíos. Pensando en esos buenos augurios, se acuesta poco después de medianoche, después de haberse tomado las doce uvas en solitario como preludio de la vida que está a punto de iniciar. Medio adormecido por el último exceso de alcohol y con el bullicio del vecindario como telón de fondo, se sumerge en un sueño profundo, el sueño que será la frontera entre dos vidas.
 
*********
 
El año nuevo amanece frío y gris, tal como predijeron por televisión. Enciende la calefacción y mientras se toma la primera taza de café, contempla la calle a través de la ventana de la cocina. Está desierta y lóbrega a las ocho de la mañana. Él se acostó inusualmente temprano pero los demás debieron celebrar el Año Nuevo hasta el amanecer.

El cielo, de un gris plomizo, transpira tristeza e inspira apatía, abandono y melancolía. Pesa como una losa.

Hoy no saldrá a pasear, hace demasiado frío y puede que nieve. Mañana será otro día, o pasado mañana. Ahora que lo recuerda, al día siguiente, en la oficina, le espera un follón de mil demonios.

Siente apetito, abre la nevera y desayuna algo con las sobras de la noche anterior, que fueron muchas. Cuando se acaben, comeré más sano –se dice. Toma otro café cargado y lo acompaña con un cigarrillo. Cuando acabe este paquete dejaré de fumar –piensa. Entonces repara en la libreta que se dejó en la mesa, la libreta con los diez buenos propósitos para el año nuevo. La toma con cierta aprensión, lee lo que hay escrito de su puño y letra, arranca la hoja y la arroja a la papelera no sin cierto remordimiento. “No necesito ninguna lista que me recuerde lo que debo hacer, ya sé lo que me conviene” –exclama en voz alta. Y puesto que le quedan muchas horas por delante, abre el portátil y se dispone a aprovechar el tiempo libre para adelantar el trabajo pendiente.

Cuando al día siguiente, la mujer de la limpieza vacíe la papelera, destruirá, sin saberlo, todos los propósitos de enmienda de José y, con ellos, su nueva vida. Hasta el año siguiente.
 
 

 

martes, 22 de diciembre de 2015

El incunable (y IV)



Hoy es mi vigésimo octavo cumpleaños. Un cumpleaños que pasaré, por primera vez, solo. Mis padres ya no están conmigo para celebrarlo. Hace dos años de aquella terrible confesión y parece que fue ayer cuando, en el velatorio del tío Gabriel, siendo yo un mocoso, entré en el salón, donde mi tía Elisenda recibía el pésame de sus amigos y allegados, con aquel libro que apenas podía sostener.

La causa de la muerte de mi padre es, oficialmente, desconocida. Muerte súbita, consta en el certificado de defunción. Mamá murió dos meses después. Un glioblastoma más agresivo de lo habitual se le manifestó de forma repentina. Fue fulminante. Según los médicos, se le debía haber desarrollado tiempo atrás de forma totalmente asintomática. Nadie más que yo conoce la verdadera causa, el motivo y el origen de sus muertes.

No pude estar presente cuando mi padre intentó acabar con el incunable. Una apendicitis aguda me llevó a urgencias al día siguiente de su confesión. Mi apéndice se perforó durante el camino al hospital y provocó una peritonitis. Estuve más de una semana ingresado en estado grave. Cuando me dieron el alta hospitalaria, fue mi madre quien vino a recogerme. “Tu padre está indispuesto”, fue todo lo que me dijo en aquel momento para no alarmarme.

Cuando llegué a casa, la primera cara amiga que vi fue la del doctor Berenguer. Una cara de desolación e impotencia. Una enfermera salía en aquel momento de la habitación de mis padres y, como pillada por sorpresa, se detuvo en medio del pasillo observándome contrariada.

―No sabemos qué le ha ocurrido a tu padre –oí que decía mi madre a mis espaldas, antes de que yo pudiera reaccionar.
―Se le ha practicado una resonancia magnética craneal pero no se observa ninguna anomalía. Todos los exámenes médicos que le hemos practicado han resultado negativos. Aparentemente no tiene nada que justifique su estado –aclaró el doctor.
―Pero ¿qué le ha ocurrido? –pregunté angustiado.
―No lo sabemos, hijo. No puede hablar, ni moverse. Ocurrió cuando vinimos del hospital a recoger algunas cosas para ti. Estaba muy raro y muy irritado. Entró furioso en la biblioteca y salió con algo bajo el brazo, no pude ver qué, un paquete me pareció. Yo subí a tu habitación a por algo de ropa y productos de higiene. Él salió al jardín. Desde la ventana le vi echando gasolina en la barbacoa. Me extrañó y cuando la abrí para preguntarle qué hacía se desplomó. Al llegar junto a él intenté reanimarlo. Respiraba dificultosamente y me miraba con unos ojos que parecían que iban a salírsele de las órbitas. Movía la boca pero de ella no salían las palabras. Lo último que hizo antes de perder toda la movilidad fue señalar la barbacoa.
―Todo parece apuntar a un enajenamiento mental que ha derivado en un estado de shock. Algo psicosomático –interrumpió el doctor.
―Mamá, ¿qué había en la barbacoa? –casi le grité.
―No tuve tiempo para ir a mirar. Lo primero que hice fue avisar al doctor Berenguer, atender a tu padre y llevarlo a urgencias. Solo cuando volvimos a casa me acordé. Entre las ramas amontonadas apareció el incunable, por fortuna intacto. No sé qué le pasó por la cabeza a tu pobre padre. ¿Qué pretendía hacer? ¿Quemar un incunable que debe valer una fortuna? Creo que, como bien dice el doctor, a tu padre le dio un ataque repentino de locura. Seguramente el estrés es el culpable. Últimamente le notaba muy alterado y siempre que me interesaba por él me decía que no le pasaba nada, que eran cosas del negocio. Y mira cómo ha acabado.

Durante varias semanas no me aparté de mi padre. Ordené a las enfermeras que me avisaran inmediatamente al primer síntoma de lucidez que detectaran. Intentaba comunicarme con él pero era inútil. El incunable le había convertido en un vegetal. Sabiendo lo que mi padre pretendía hacer, me apartó de su lado el tiempo suficiente para acabar con él sin que yo pudiera resultar un obstáculo. Entonces yo pasaría a ser su siguiente víctima. Lo que no me explicaba era por qué no lo había matado en lugar de dejarlo así. Solo había una respuesta: quería hacerle sufrir, hacerle pagar su traición de la forma más sádica posible. Así pues, mi padre debía ser plenamente consciente de lo que había ocurrido y de lo que ocurría a su alrededor. Seguramente veía y oía todo pero no podía hablar. ¡Cómo debía de estar sufriendo!.

Puse todo mi empeño en procurar que el equipo médico que le trataba lograra mejorar su estado. Vanas esperanzas. Cierto es que la esperanza es lo último que se pierde y yo tardé demasiado tiempo en perderla, un tiempo que era, además, precioso. Y es que, durante unas semanas angustiosas, me había olvidado del juramento que hice aquella madrugada. Tenía que acabar como fuese con el incunable. Dije que urdiría un plan y eso iba a hacer. Pero ¿cómo podría evitar que el diablo que habitaba en ese libro leyera mi mente, adivinara mis intenciones?

Busqué al viejo librero que años
atrás me aconsejó que nos deshiciéramos del libro. Sabía que la librería había cerrado pero esperaba encontrar vivo a su antiguo propietario. Y así fue. No me costó mucho dar con él. Preguntando al vecindario me indicaron su domicilio. Debe tener más de ochenta años, me dijeron.

―Cerré la librería al cumplir los setenta y ocho –me dijo el anciano, orgulloso de su longevidad laboral.
―Una vez le llevé un incunable para que lo examinara –le recordé, dudando de su memoria.
―Me acuerdo perfectamente. Le aconsejé que se deshiciera de él, que lo vendiera o lo quemara. E incluso le dejé una crónica que trataba sobre ese tipo de libros y de sus peligros. Recuerdo, fíjese usted si es buena mi memoria, que cuando me la devolvió, le pregunté qué le había parecido y si habían decidido qué hacer con el incunable y, por toda respuesta, se marchó como alma que lleva el diablo. Y disculpe que nombre al maligno precisamente hablando de ese libro.
―No se preocupe, yo mismo pienso que ese libro es obra del diablo –le contesté sin querer todavía entrar en detalles.
―Así que han comprobado sus poderes. ¿Y en qué puedo ayudarle yo? –me preguntó, desconcertado.
―Pues pensaba que quizá podría decirme cómo puedo destruir el libro sin provocar males mayores.

Percibiendo una cierta falta de empatía por parte del anciano, si quería que me ayudara tenía que revelarle todo el mal que el incunable nos había causado, ocultando, en la medida de lo posible, los detalles más íntimos y escabrosos.

―Joven, me temo que no puedo serle de ayuda. Pero lo que sí puedo hacer es dejar que busque en mi librería por si, entre los miles de libros que todavía conservo, halla alguno que le pueda dar la solución que busca.
―¿Todavía conserva la librería? En el local que ocupaba hace años no he visto ninguna indicación. Parecía abandonado.
―Ya solo es un almacén de libros que se mueren de viejos, como yo. El local sigue siendo de mi propiedad y allí conservo los libros que nunca logré vender. Quizá encuentre algo en la sección de ocultismo y brujería. Pero necesitará meses para leerlos todos. No sé si va a poder.

Desde aquel día la vieja librería se convirtió en mi hogar. Me trasladé a la trastienda donde años atrás aquel librero había inspeccionado el libro que le traje ignorando su origen y valor. Como el negocio familiar marchaba perfectamente bajo las riendas de un director que mi padre había contratado, mi ausencia no representaría ningún inconveniente. A mi madre, la excusa de que necesitábamos expandir el negocio en otros países le valió para aceptar mi larga ausencia. A mi padre lo tenían bien cuidado y no debía temer por él pues ya no representaba peligro alguno para el incunable. Lo único que me resultaba extraño es que éste se mantuviera inactivo, que no diera señales de “vida”. ¿A qué estaría esperando? Fuera cual fuese el motivo, tenía que aprovechar esa tregua para buscar, entre la montaña de libros con la que tenía que enfrentarme, una solución a nuestro acuciante problema.

Fue al cabo de varias semanas de frenética y angustiosa búsqueda, solo interrumpida por las llamadas de mi madre al móvil para saber de mí y alguna que otra visita al librero, cuando di con una obra en inglés, fechada en 1714, y que llevaba por título Antidote Compendium against Evil Powers. ¡Un compendio de antídotos contra el mal! En ella se indicaba la existencia de un libro, escrito a principios del siglo XVI por un autor anónimo, que poseía poderes contra las manifestaciones del maligno. Pero ¿dónde se hallaría después de cinco siglos?

Antes de proseguir con mi búsqueda, quise compartir este hallazgo con el anciano. Quizá el podría orientarme. Su reacción me sorprendió. En lugar de su habitual verborrea cuando de libros se trataba, se mantuvo en un extraño mutismo. Por toda respuesta, se limitó a comentar que algo había leído sobre el tema pero que nada sabía en concreto.

No habían pasado más de dos días cuando se presentó, ya entrada la noche, en la trastienda que yo había convertido en mi cuartel general. Su cara de circunstancias me recordó a la de mi padre antes de su horrible confesión. Cara de vergüenza y contrición. Y por segunda vez en pocos meses fui testigo de una asombrosa revelación.

―Perdone que no se lo contara cuando vino a pedirme ayuda por primera vez ni cuando el otro día me habló de ese libro por el que está interesado. En primer lugar, tenía serias dudas al respecto y, en segundo lugar, sentí vergüenza por algo que hice hace ya muchos años. Pero no quiero pecar por omisión –dijo desde el quicio de la puerta.

Y otra vez tenía frente a mí a alguien que iba a desahogarse contándome algo que solo él sabía, hasta entonces.

―En la biblioteca Colombina hice un descubrimiento. En el sótano, donde se pudrían, amontonados y cubiertos de polvo, cientos de volúmenes, hallé un incunable fechado en 1551. Por algún extraño motivo había sido arrinconado sin catalogar. Me lo llevé a mi despacho para estudiarlo con detenimiento. Pronto descubrí que tenía poderes, pero contrariamente al suyo, éste ejerce de verdadero benefactor para quien hace buen uso de él. Debe ser, sin duda, el que usted mencionó. Parece obra de la Divina Providencia. El caso es que, cautivado por ese increíble don, lo sustraje de la biblioteca sevillana sin que nadie reparara en ello. Nadie notó su ausencia porque nadie sabía de su existencia. 

Según me fue contando el atribulado anciano, gracias al influjo protector de su incunable, vivía sin penalidades materiales ni físicas, de ahí su longevidad y su buena salud.

―La única riqueza que otorga este libro es espiritual. Pero ya he vivido lo suficiente y ya no necesito más. Sería muy egoísta por mi parte que, si este libro puede ser la solución a sus problemas, callara y lo mantuviera entre estas cuatro paredes incluso después de mi muerte, porque la inmortalidad es otro de los deseos que este libro no puede conceder.
―¿Y tiene usted idea de cómo su incunable puede actuar contra el nuestro? -pregunté esperanzado.
―No lo sé exactamente. Solo es una suposición. Imagínese el Yin y el Yang. Fuerzas opuestas. O el principio de la medicina alopática, basada en combatir una enfermedad con remedios que producen efectos contrarios. El bien contra el mal. Creo que puede funcionar. Mi libro podría neutraliza los poderes del suyo.

Dicho esto, el hombre salió de la estancia para volver de inmediato con el libro bajo el brazo, que depositó en mis manos.

―Ábralo y saldremos de dudas –me apremió.

Lo primero que vi fueron unos caracteres muy parecidos a los que aparecían en nuestro incunable pero con un mayor relieve y colorido, posiblemente debido a una más moderna y esmerada impresión. A continuación se produjo el ya familiar baile de signos y la paulatina formación de unas palabras que acabaron alumbrando la oscuridad de mi más profundo abatimiento:

Llévame hasta él. La luz del bien sobre las tinieblas prevalecerá. Hasta que no estemos juntos el mal actuará

―Corre, muchacho, ve a casa y procura enterrarlos juntos donde nadie pueda hallarlos jamás. Solo así podrás acabar con esta pesadilla.

Y, sin despedirme siquiera, corrí veloz, con el incunable del anciano en mi mochila y la alegría en mi cara.

Pero, de pronto, reparé en el significado de la última frase: hasta que los libros no estuvieran juntos, el poder maléfico del incunable seguiría intacto y podría actuar en cualquier instante. A medida que me acercaba a casa, mis temores iban en aumento. Tuve un mal presagio. Me había estado preguntando por qué el incunable, después del daño causado a mi padre, se mantenía inactivo. Creí saber la respuesta: estaba a la espera. Sabía lo que yo estaba haciendo e incluso debía vaticinar lo que ocurriría. Él no movería pieza hasta saber cuál iba a ser mi próximo movimiento. Pero el enfrentamiento no podía acabar en tablas. Debía vencerle con un jaque mate.

Solo entrar en casa, mis sospechas se hicieron realidad. Voces agitadas salían de la habitación donde mi padre yacía en estado vegetativo. Al entrar vi a mi madre con las manos ocultando su cara y sofocando el llanto. Cuando notó mi presencia, se giró y, viniendo a mi encuentro con los brazos tendidos, me dijo cuatro terribles palabras: “tu padre ha muerto”.

Esta fue su penúltima obra vengativa. Ya no le servía para nada y decidió acabar con la poca vida que le quedaba a mi pobre padre. Luego se cebaría –yo todavía lo ignoraba- con mi madre. Y todo para dañarme por lo que pretendía hacer.

Sin decir palabra, debatiéndome entre el dolor y la rabia, me dirigí a la biblioteca con el incunable del librero sujetándolo fuertemente contra mi pecho, a modo de escudo protector. Lo até fuertemente al nuestro con mi cinturón, como si temiera que pudiera huir, y los mantuve así unidos toda la noche hasta que decidiera el lugar idóneo para enterrarlos juntos para siempre. Fue una larga noche de vigilia, velando el cuerpo de mi difunto padre y al incunable.

A la mañana siguiente, mientras el cuerpo de mi padre reposaba en el tanatorio, me dirigí a las antiguas propiedades de mi bisabuelo. Donde sesenta y cinco años antes había ardido la casona familiar ahora trabajaban dos enormes bulldozers removiendo la tierra. En un gran cartel se anunciaba la construcción de unas naves industriales. No podía ser un lugar mejor. Bajo la capa de hormigón, bajo los cimientos, nadie podría jamás dar con ellos.
 
Hoy, en mi primer cumpleaños sin mis padres, pienso en todo lo acontecido y me resulta increíble. Siento muchísimo no haber podido librarles de las garras del incunable. Solo han pasado unos meses desde su destierro y ocultamiento bajo tierra y me parece pura ficción lo vivido por su culpa, como me parece inaudito que pudiera deshacerme de él con tanta facilidad. Era la única forma de que no hiciera daño a nadie. Al menos eso pensaba hasta que, hace unas horas, abrí el periódico.

En la página de Sociedad, la noticia que encabeza la sección informa que durante un análisis geológico del subsuelo de un solar en construcción, se ha producido lo que los expertos han calificado como un descubrimiento de gran valor histórico. Se han hallado dos incunables, uno del año 1450 y el otro de 1551, ambos en bastante buen estado de conservación, que alguien debió enterrar siglos atrás donde, otrora, había existido una casona del siglo XVIII. El motivo y el autor, o autores, de tal ocultamiento es, hoy por hoy, un misterio.

La noticia prosigue diciendo que, en caso de que nadie reclame su propiedad, debidamente documentada, en un plazo razonable, ésta pasará al Ayuntamiento de la localidad donde ha tenido lugar el hallazgo, poniéndose posteriormente a la venta en la prestigiosa casa de subastas Christie’s. Según fuentes de esa entidad, el precio de salida de estos incunables puede rondar los cincuenta millones de dólares por ejemplar, pudiéndose alcanzar una cifra final muy superior. Dado el valor astronómico de cada uno de ellos, añade el articulista, equiparable al del último Picasso vendido a través de esa misma firma, se da casi por seguro que se venderán por separado. De hecho, tras hacerse público el hallazgo, acaba la noticia, ya existen muchos coleccionistas de incunables interesados.

FIN
 
 


jueves, 17 de diciembre de 2015

El incunable (III)



La historia familiar era intrigante. Mi bisabuelo, mi abuelo, mis tíos, todos habían fallecido de forma aparentemente accidental y a una edad temprana. Las muertes se habían producido, según todos los indicios, por ignorar voluntariamente las advertencias del incunable.

―La culpa de todo la tiene ese maldito libro. Primero te seduce y luego te acaba  dominando –sentenció mi padre.

Y, ante mi cara de interrogación, me contó la historia necrológica de mis antepasados.

―Tu bisabuelo era muy supersticioso. Conservó el libro en el arcón donde lo encontró de niño y en el que sus padres lo habían conservado muchos años sin sospechar qué secreto guardaba bajo sus cubiertas. Siempre le inspiró recelo pero nunca quiso deshacerse de él. Si el anterior propietario de la casona lo mantuvo en la buhardilla y no se lo había llevado ni lo había reclamado, debía ser porque quiso mantenerlo fuera de su alcance, pensaba. Tu bisabuela le dijo en más de una ocasión  que, si tanta inquietud le provocaba, se  deshiciese de él. Pero el hombre alegaba que si no lo había hecho su anterior dueño sería porque su destrucción podía acarrear alguna desgracia. Pero llegó un día en que, reconcomido por la curiosidad, decidió averiguar qué contenía.
―¿Y qué es lo que vio? –me anticipé, intrigado.
―Es de suponer que, al principio, lo que tú y todos hemos visto. Desde entonces, cada vez pasaba más horas con él. Al cabo de un tiempo, sin embargo, su lectura empezó a perturbarle y decidió devolverlo al arcón.
―¿Y qué tuvo que ver el libro con su muerte? –pregunté, impaciente.
―Para alguien ajeno a lo acontecía en aquella casa, nada en absoluto. Mi abuelo estaba reparando el tejado, pues se habían desprendido algunas tejas, y se precipitó al vacío. Eso fue en marzo de 1907. Tenía cuarenta y siete años.
―Cualquiera diría que fue un accidente fortuito –afirmé.
―Eso es lo que todos creyeron, incluida mi abuela. Pero a los pocos días, guardando los objetos personales de su difunto marido en la buhardilla, dio con el arcón y con el libro. Al tomarlo, de una de sus páginas cayó un pliego de hojas. Contenían unas anotaciones, una especie de diario.
―Un diario en el que tu abuelo contaba la verdad, supongo.
―Sí. En esas notas contaba todo lo que el libro le había ido indicando desde el día en que decidió abrirlo: no salir de casa, no hacer eso o aquello; en fin, cosas que no debía hacer. La última anotación era del día anterior al accidente.
―¿Y entonces por qué subió al tejado? ¿Acaso no le advirtió de ese peligro?
―Sí que se lo advirtió. Pero él le desoyó.
―Pero ¿por qué?
―Tu bisabuela contaría, muchos años después, a su único hijo, mi padre, lo que había escrito en aquel diario. El libro había obrado al principio maravillas, verdaderos milagros. Gracias a sus poderes, el negocio familiar creció como nunca.  Años de penurias dieron paso a una época de bonanza económica sin precedentes. La granja se convertiría en la más próspera y los campos de labranza en los más fértiles de la región. Pero a cambio de estas bondades, el libro le exigía algo a cambio. Al principio eran cosas banales y fáciles de cumplir pero cada vez las exigencias fueron mayores y más comprometidas. No se sabe cuál fue la última, la que no quiso cumplir, la que le llevó a la tumba, porque tu bisabuela quemó aquellos papeles y nunca lo reveló. La vergüenza la debió llevar a obrar así. Estaba convencida de que su marido, en cierto modo, se había suicidado. Y no quemó el libro de milagro. La superstición salvó de la quema al incunable.

Contar la historia de las muertes familiares le ocupó a mi padre muchas horas. Anochecía y yo seguía escuchándolo boquiabierto.

Me contó que mi abuelo falleció en 1950, a los cincuenta años, por la caída de un rayo. Cabalgaba a campo abierto bajo una tormenta de mil demonios. El hombre todavía estaba con vida cuando lo hallaron tendido a los pies de su caballo, que salió ileso. Antes de expirar, el hombre mascullaba sin que nadie entendiera lo que decía, excepto mi abuela. Aunque ella no conocía todos los detalles, sí sospechaba que ese libro estaba detrás de la muerte de su marido. Al cabo de una semana, la granja y las tierras que mi abuelo había heredado de su padre fueron pasto de las llamas. Nunca se supo qué había provocado aquel pavoroso incendio. Mi abuela sucumbió bajo los escombros de la casona. Cuando la encontraron, tenía el libro en las manos. Intacto.

―¿Y a vosotros no os ocurrió nada? –pregunté, asombrado.
―No estuvimos presentes. Mi hermano mayor, el tío Alfredo, se hallaba prestando el servicio militar, y tu tío Gabriel y yo estábamos pasando las vacaciones en un campamento de verano organizado por la parroquia del pueblo.
―¿Fue por eso que lo licenciaron antes de terminar la mili? –conocía ese detalle pero no el motivo. Me habían hecho creer que mis abuelos habían fallecido a causa de una enfermedad infecciosa y que el tío Alfredo vendió todas las propiedades de sus padres para montar, con su parte de la herencia, el negocio textil con el que haría fortuna.
―Efectivamente. Con veinte años recién cumplidos, se convirtió en el cabeza de familia. También heredó el libro como si de una joya familiar se tratara pero sin creer una sola palabra de las supercherías que nuestra madre le contó en vida.

Mi padre parecía desear sacar a la luz todo lo que nos había ocultado, a mi madre y a mí, durante tanto tiempo. Me contó que mi tío Alfredo fue quien falleció a una edad más avanzada, a los sesenta y cinco años, y que su hermano Gabriel, de quien mi padre había heredado el incunable, tenía sesenta años cuando murió. Todavía eran jóvenes para morir, sobre todo teniendo en cuenta que gozaban de muy buena salud.

―Alfredo murió ahogado, practicando submarinismo, su deporte favorito, pero ignoro qué relación pudo tener su muerte con el libro. Su esposa, tu tía Gertrudis, nunca quiso hablar del tema. Vendió el negocio familiar y marchó a su ciudad natal. No volvimos a tener noticias suyas hasta que, enferma de Parkinson, le envió a mi hermano Gabriel el incunable. Al cabo de cinco años éste murió de un infarto y cuando, dos años después, falleció la tía Elisenda, el libro pasó a mis manos.
―¿El tío Gabriel murió de un infarto? Un infarto no es un accidente –alegué.
―De un infarto que le sobrevino mientras se ponía en forma en una cinta de correr. Todos sus amigos comentaron lo paradójico de su muerte. El ejercicio saludable le ha matado, decían. Ahora estoy seguro de que fue el libro, y no el ejercicio, lo que acabó con su vida.
―Entonces, ¿crees realmente que todas esas muertes fueron por no cumplir con alguna exigencia del incunable? La crónica que me prestó aquel librero afirmaba que este tipo de libros otorgaban, en la antigüedad, salud y fortuna a sus poseedores pero a cambio de algo que a veces podía ser terrible. Pero a mí solo me advirtió de peligros graves. Me mantuvo a salvo.
―Eso es lo que hace al principio, ganarse la confianza de quien lo usa, para acabar convirtiéndole en su esclavo. Primero te tantea, te va conociendo, hasta descubrir tus debilidades. Comienza su obra advirtiéndote de peligros para que confíes en él, para que le estés agradecido y le acabes necesitando. Cuando ya lo ha logrado, te concede favores de mayor envergadura, de modo que esta dependencia se hace todavía mayor. Hasta que llega el momento de cobrárselos. Y entonces no puedes negarte. Lo sé por experiencia propia.

Viendo el estado de nerviosismo de mi padre, presentí que lo que oiría a continuación no sería de mi agrado, que quizá incluso me iba a horrorizar. Si hasta entonces había creído a pies juntillas que mi padre no sería capaz de ningún acto deshonesto, empecé a tener serias dudas sobre su integridad. Y sin más preámbulos que un simple carraspeo, continuó con su confesión.

―Lo que te voy a contar no lo sabe siquiera tu madre. Pero ya no puedo guardar el secreto por más tiempo. Necesito decírselo a alguien y tú eres el único a quien se lo puedo confiar. No solo eres mi hijo sino también mi único heredero.

Dicho esto, yo me preparé para lo peor y él para revelarme la verdad de la forma más cruda.

―Siempre supe que este libro tenía algún poder oculto. Diría que desde que lo vi por primera vez en casa de mi padre. Yo era muy pequeño para entender lo que ocurría a mi alrededor, pero a veces me daba la impresión que mis padres le temían, refiriéndose a él como “ese libro”. Teníamos terminantemente prohibido tocarlo, con la excusa de que era un ejemplar único y que valía una fortuna. Aunque siempre sospeché que la relación entre el libro y mis padres no era la de un simple objeto valioso, nunca pregunté, ni de pequeño ni de mayor. Entre los hermanos jamás sacamos el tema a relucir. Creo que todos temíamos hablar de ello. Vivíamos bien y con eso teníamos suficiente. Lo mismo de mayores. A mi hermano Alfredo el negocio le iba viento en popa y tanto Gabriel como yo no podíamos quejarnos.

A pesar del frio reinante en la biblioteca, mi padre tenía la frente perlada. Encendía un cigarrillo tras otro y no cesaba de beber. El cenicero y la copa de brandy se llenaban una y otra vez.

―Alfredo siempre fue muy generoso con nosotros, como si nos debiera algo por ser el mayor, pero nunca nos habló del libro. Y la incomunicación continuó cuando, al fallecer, el libro volvió a cambiar de mano. Fue entonces Gabriel quien mantuvo el secreto. Nunca fui capaz de preguntarles a mis hermanos qué misterio encerraba el incunable y si habían podido experimentar algo una vez lo tuvieron en sus manos. Me mantuve en la ignorancia. Hasta que me tocó a mí ser su propietario. Y cuando así fue y comencé a conocer sus “propiedades protectoras”, no pude entender el mutismo de toda mi familia. ¿Cómo pudieron silenciar lo que hacía el libro? ¿Por qué no nos advirtieron de lo que era capaz? ¿Acaso había algo vergonzoso que ocultar? No lo podía entender. Hasta que no vi en lo que me había convertido ese libro, no comprendí el motivo de sus silencios. Pero yo no puedo hacerle esto a un hijo. Mis hermanos no tuvieron descendencia pero mis padres…

El tiempo corría, o quizás huía, como una presa perseguida por su depredador. Cada vez que mi madre llamaba a la puerta para saber si estábamos bien, si necesitábamos algo, mi padre le pedía que nos dejara tranquilos, que no nos interrumpiera. Tenía mucho que contar y necesitaba su tiempo para hacerlo.

Amanecía cuando mi padre, derrumbado y agotado, terminó su discurso, porque eso fue, un largo monólogo que yo no me atreví a interrumpir, anonadado como estaba por lo que oía. La biblioteca apestaba a tabaco. La botella de brandy de la que mi padre se había aprovisionado para darse valor, estaba casi vacía. Él todavía mantenía en sus manos la copa, agarrándola con fuerza como si quisiera quebrarla. Cabizbajo, como queriendo evitar mi mirada acusadora, respiraba profunda y lentamente.

Me sentí de pronto en su piel. Me imaginé pasando por lo que él debió pasar durante los tres años que había tenido el incunable en casa, primero ayudándole y luego dándole órdenes. No sabía qué decirle. No tenía palabras de reproche ni de consuelo. El silencio se adueñó de la estancia. Hasta que su voz lo hizo añicos.

―Acabo de cumplir sesenta años y he dejado de ser libre y honrado. Ese libro me ha quitado la libertad y la dignidad. Debo prescindir de él. No quiero que pase a tus manos y acabes como yo.
―¿Y si lo vendiéramos, como me aconsejó el librero? Insinuó que con ello ganaríamos un buen dinero –le propuse, dubitativo.
―También te dijo que lo quemáramos si queríamos estar a salvo. Venderlo sería como transmitir a otros esta maldición. Tenía razón ese viejo, deberíamos reducirlo a cenizas. Sería el único modo de librarnos de su poder.
―Pues quemémoslo -accedí.
―Lo haré yo. Me corresponde a mí acabar con él. Pero deberé ser cauteloso. Podría revolverse contra quien desee hacerle daño. Pero tú no te preocupes, ya me las ingeniaré. Ahora ve y descansa. Y no le cuentes nada de lo aquí hablado a tu madre. No sabe absolutamente nada. Si pregunta, ya me inventaré una excusa –fueron sus últimas palabras antes de retirarse.

Como era de esperar, no podía dormir ni descansar. No hacía más que pensar en lo que había tenido que hacer mi padre desde que sucumbió a la influencia del incunable. Ahora comprendía la ascensión meteórica de la empresa, todos esos contratos millonarios que le llovían sin cesar cuando sus competidores quebraban y la crisis afectaba brutalmente al sector; la forma milagrosa en que mi madre venció, primero el aneurisma cerebral y luego el cáncer de mama; la repentina salud de hierro de mi padre cuando poco antes había estado tan delicado; hasta la increíblemente reiterada suerte con la lotería. Bonanza económica y salud a raudales. Pero lo que nunca hubiera pensado de un hombre tan íntegro como mi padre es que aceptara, a cambio, mancharse las manos de sangre. No importaba que hubiera sido la de un sicario la mano ejecutora. ¿Cómo pudo llegar a corromperse así? No podía imaginarle ligado al negocio de las mafias, la prostitución y las drogas. Y todo por ese maldito libro. El incunable era realmente diabólico. Te ofrece éxito, riqueza y salud, y a cambio te exige que accedas a ser el peor de los delincuentes, un ser rastrero y deleznable. Mi padre y mis antepasados le habían vendido el alma a cambio de riquezas materiales.

Pero por otra parte, sentí una gran conmiseración por ese hombre abatido que se había desnudado ante mí confesando lo inconfesable. Había caído en la tentación y había accedido a entrar en el juego y luego no pudo salirse de él, no pudo abandonar la partida. Las amenazas por desobediencia fueron suficientes para hacerle claudicar. ¿Quién hubiera permitido dejar morir a su mujer? ¿Quién se hubiera atrevido a desafiar a ese monstruo que, como le había amenazado, podía cobrarse la vida de su hijo? Sus intentos por ignorarlo cayeron en saco roto. Le obligaba a consultarlo y obedecerle pues, de lo contrario, sus manifestaciones de ira no se hacían esperar. Ojalá lograra acabar con él. Si no lo hacía mi padre, lo haría yo aunque me fuera la vida en el empeño. Si él estaba dispuesto a sacrificar su vida para evitar que el incunable se apoderara de mi conciencia cuando recayera en mí su propiedad, yo estaba dispuesto a sacrificar la mía para que él dejara de vivir aquel infierno.

Debía serenarme. No podía elaborar un plan en el estado de agitación en el que me encontraba. Debía descansar y dormir. Me levanté. En el armario del baño guardaba una caja. Quedaban algunos comprimidos de diazepam. Cuando despertara, ya pensaría en algo.


CONTINUARÁ
 
 


sábado, 12 de diciembre de 2015

El incunable (II)


Casi no pude pegar ojo en toda la noche, dándole vueltas a lo que me dijo mi padre durante la cena. Sus palabras volvían una y otra vez a mi cabeza: Hijo, tengo ese libro por no contradecir el deseo de tu bisabuelo, que fue quien lo encontró. Todos sus descendientes varones han ido cumpliendo su voluntad y yo no puedo ser una excepción. Lo que encierra ese libro es preferible que no lo sepas, te lo aseguro. El día que yo falte haz lo que te parezca. Mientras tanto, mantente alejado de él.

La curiosidad me reconcomía, al igual que el remordimiento que sentía por haber quebrantado su confianza. ¿Qué diría si supiera lo que había hecho? Pero ya no había vuelta atrás. Una vez abierta la puerta de lo desconocido, no había nadie capaz de persuadirme en contra de mis propósitos. Supongo que mi padre conocía muy bien esta faceta mía -a fin de cuentas éramos tal para cual-, por lo que, temiendo que aun así fisgoneara en el incunable, convirtió desde entonces la biblioteca en su bunker particular.

Tuvieron que pasar meses para que mi progenitor bajara la guardia y relajara sus precauciones. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Y ocurrió.

Era sábado, de ello me acordaré toda mi vida. Mis padres debían asistir a un concierto en el Liceo. Mi padre, cuya puntualidad es ley, no cesaba de atosigar a mi madre para que se diera prisa. Mientras esperaba, se encerró en la biblioteca, “su biblioteca”, pues parecía de su entera propiedad desde que decidiera mantener fuera de mi alcance al objeto de mi deseo. Tan pronto como mi madre le anunció que ya podían marchar, mi padre, con las prisas, dejó la llave de la biblioteca sobre la mesilla que hay junto al ropero del recibidor. Mis ojos no daban crédito a lo que veían. El propio guardián me entregaba, sin percatarse, las llaves del Sancta Sanctorum, llaves que también serían objeto de copia.

Cuando, de nuevo en mis manos, eché un vistazo al contenido del incunable, me hizo el efecto de que éste se estremecía. Fue algo imposible de definir. Al principio pensé que eran mis manos temblorosas la causa de aquella sensación. Pero cuando fijé la vista en la escritura, con esos caracteres tan extraños e idénticos a los de la cubierta, observé que se volvían borrosos e iban cambiando de forma. Creí que ello era producto de un simple mareo, por la emoción. Pero lo que ocurría en realidad era que algunos de esos grafismos indescifrables iban mutando lentamente a caracteres latinos, formando palabras en castellano. En menos de un minuto, entre aquel galimatías ininteligible, sobresalió, refulgente, la siguiente frase:

Aléjate de la oscuridad y de la música, pues éstas traerán la muerte. Muchos serán los que se ahogarán al compás de una danza de cuerpos retorcidos.

Pensé que estaba soñando o que me había trastornado. Cerré el libro de golpe. Pero cada vez que lo abría de nuevo, fuera por la página que fuese, aparecían, en cuestión de segundos, esas malditas palabras. Volví a cerrar el libro con un estruendo que a mí mismo me sobresaltó. Lo devolví a su lugar. Cerré con llave vitrina y biblioteca y me refugié en mi cuarto. Me tumbé en la cama. Necesitaba sosegarme y pensar. ¿Qué significado podían tener aquellas palabras?

De pronto, un pálpito me hizo saltar de la cama. Esa noche había quedado con unos amigos. Teníamos pensado ir a la macro-discoteca Quantum. Música, oscuridad, pero ¿muerte? Muerte en la discoteca. Ese era el significado. No sería la primera vez que ocurría algo así. No obstante, deseché al instante esa premonición o lo que fuera por absurda.

Pero, absurda o no, el caso es que fui incapaz de salir esa noche. ¿Ni siquiera a tomar unas copas?, me preguntó mi amigo Quique por teléfono.

No sé si me creyó. La socorrida gastroenteritis para no salir de casa. Vale tío, pues que te mejores. Esas serían las últimas palabras que oiría de mi amigo.

A la mañana siguiente, mi madre me lo contó con voz entrecortada.

―Menos mal que no fuiste a esa discoteca. Cuando volvimos ayer noche y vi que había luz en tu cuarto, me extrañó que no hubieras salido. Pero esta mañana, al ver las noticias por televisión y enterarme de lo de la discoteca, no sabes qué alivio he sentido. Por Dios, ¡qué desgracia!

Todavía aturdido por una extraña somnolencia y por lo que acababa de oír, solo atiné a decir:

―Pero ¿de qué discoteca y de qué desgracia estás hablando, mamá?
―Pues de esa discoteca a la que dijiste que ibas a ir con tus amigos. Las noticias todavía son muy confusas pero, al parecer, hubo un connato de incendio y el pánico provocó una avalancha de chicos y chicas que querían escapar por la puerta de emergencia. Ha habido bastantes muertos por asfixia y aplastamiento. ¡Qué horror! Menos mal que no fuiste, menos mal. Pero… ¿te encuentras bien, hijo? Tienes mala cara.

La cabeza me daba vueltas y unos horribles acufenos me taladraban los oídos. Pero ¿qué me estaba contando mi madre? Tenía que llamar de inmediato a Quique. Tenía que saber.

Y supe lo que no quería saber. Quique, Juanjo e Inés se contaban entre los fallecidos. Solo Juanma y Ricardo se habían salvado de morir aplastados, aunque no salieron indemnes. Pronóstico reservado, me dijeron sus padres. Por fortuna, ellos dos salvaron la vida. Como yo. Pero yo había jugado con ventaja. Yo fui advertido. Ellos no. No les dije nada. La vergüenza me lo impidió. El incunable me había salvado la vida.

Dejé que mis padres creyeran que había sido una cuestión de suerte. Decidí callar, una vez más. ¿Qué les podía decir?

Solo me decidí a confesarles lo ocurrido tras las segunda experiencia.

Habían pasado varios meses desde aquel aciago día. Se acercaba el viaje de fin de curso. Iríamos a Menorca. Me hacía ilusión vivir en persona las famosas fiestas de Sant Joan y asistir al espectáculo del jinete que, a lomos de un brioso caballo, atraviesa una muchedumbre que le rodea impidiéndole el paso. 

Después de lo ocurrido en la discoteca me había resistido a abrir el libro de nuevo. Fue mi madre y sus agoreros comentarios –algún día pasará alguna desgracia y entonces todo serán lamentos- al ver unas imágenes de este espectáculo en un documental sobre tradiciones y fiestas populares, lo que me decidió.

Tuve que esperar a medianoche para, cual ladrón, adentrarme en la oscuridad del largo pasillo hasta introducirme sigilosamente en la biblioteca. Por fortuna, el camino estaba expedito y nadie vino a interrumpir mi intrusión.

Tras intentar serenarme, tomé el libro, lo abrí por la página que el azar dispuso y observé atentamente lo que aparecía esta vez ante mis ojos.

De nuevo, los extraños y abigarrados signos empezaron a danzar y a mudar hasta que formaron el siguiente texto:

A salvo estarás hasta el próximo solsticio. Una vez éste llegado, la bestia bailará. Si cruzas el mar para con ella estar, la vida te quitará.

Esta vez el significado también era evidente. La bestia era al caballo que, guiado por su jinete, baila –o salta- entre la muchedumbre. Y cruzaríamos el mar. La advertencia no podía ser más clara: no debía ir a Menorca a menos que quisiera  morir pateado por el caballo.

Así pues, con mil excusas que ni yo mismo supe cómo plantear, ni a mis padres ni a mis compañeros de clase, rechacé ir a Menorca el veintidós de junio, dos días después del último examen final. Y otra vez callé. Y de nuevo la voz quejumbrosa de mi madre se haría sentir, esta vez alabando y agradeciendo –según ella- al ángel de la guarda que me protegía.

La vigilia de la festividad de San Juan, el acto conocido como caragol des born, acabó con varios heridos, algunos con traumatismo craneoencefálico grave. Días después fallecerían tres jóvenes. Uno de ellos era mi amigo Ricardo. El caballo te había aplastado la cabeza.

Llegado a este punto, decidí hablar con mi padre, contándole todo lo concerniente al incunable, desde el día en que lo tomé para llevarlo a aquella librería de viejo hasta las dos predicciones que me habían salvado la vida.

Mi padre, contrariamente a lo que esperaba, quedó mudo ante la evidencia. Solo movía la cabeza en señal de desaprobación y me miraba de una forma que nunca había visto en él. Era una mirada dolida, supongo que por la decepción que le supuso mi traición, y dubitativa, como no sabiendo qué palabras usar. Transcurridos unos instantes se decidió a hablar.

Y lo que me contó fue motivo de muchas noches de insomnio.
 
 
CONTINUARÁ
 
 

martes, 8 de diciembre de 2015

El incunable (I)



Dicen que lo encontró mi bisabuelo mientras jugaba en la buhardilla de la casona del pueblo, cuando contaba con cinco o seis años. De dónde salió y quién lo dejó allí, nadie lo sabe. Desde entonces, es como una reliquia familiar. Yo también tendría esa edad cuando lo descubrí en la biblioteca de mi tío Gabriel. Me regañaron por haberlo tomado sin permiso o como si hubiera sustraído una joya de la caja fuerte. Todos me miraron con cara de desaprobación cuando aparecí en el salón con él en las manos. Fue durante el velatorio, toda la familia al completo estaba acompañando a la viuda, mi tía Elisenda, y yo me aburría una barbaridad. Recorrí los aposentos de la planta baja de su casa hasta dar con la impresionante biblioteca. Allí le vi. Estaba sobre un atril. Me llamó la atención las extrañas letras grabadas sobre la piel oscura y agrietada de la cubierta. Sigo desconociendo su significado del mismo modo que sigo sin conocer el misterio alrededor de su origen. Pero lo que más me intriga es su funcionamiento y por qué se comporta del modo en que lo hace.

Cuando mi tía Elisenda falleció unos años más tarde, como mis tíos no tenían hijos, el libro pasó a manos de mi padre, el único hermano vivo del tío Gabriel. Mi madre me contó que había ido pasando de hermano a hermano a medida que iban falleciendo. Así pues, ahora era propiedad del hermano menor, mi padre.

―Yo también desconozco su valor y su origen. Tu padre nunca ha querido decirme nada al respecto –me comentó mi madre cuando se lo pregunté.

Y así era. Cada vez que intentaba sonsacar a mi padre alguna información sobre ese incunable –así lo llamó, pues databa de 1450- evitaba hablar del tema y desviaba la conversación hacia otros derroteros y si insistía notaba que se ponía nervioso y me dejaba plantado con cualquier excusa. Siendo yo todavía un niño, podía más la curiosidad que el interés literario e histórico. Pero pasaban los años y aquel libro permanecía en la vitrina donde mi padre lo tenía guardado bajo llave.

Tendría yo dieciocho o diecinueve años cuando un día, sin que nadie lo notara, me hice con un duplicado de la llave que mi padre guardaba celosamente en su escritorio. Una vez con la copia en mi poder, aprovechando su ausencia y la de mi madre, llevé el libro a un viejo librero del barrio que, había oído decir, era un experto en incunables. El hombre, al parecer, había trabajado de joven en la Biblioteca Colombina, en Sevilla, donde había adquirido grandes conocimientos sobre este tipo de libros, tanto los publicados en Europa como en América. Cuando se lo mostré, abrió los ojos de par en par como si tuviera ante sí un libro de brujería o algo peor. No sabría decir si lo tomó con cautela o con veneración pero lo transportó hasta la mesa del despacho que tenía en la trastienda con exquisito cuidado y lo depositó bajo la tenue luz de un flexo. Tras observarlo concienzudamente durante un buen rato, auxiliado a ratos por una lupa, asemejándose a un sabueso buscando su presa, alzó la mirada y me dijo:

―¿Este libro es suyo?
―Sí, bueno no exactamente, es de mi padre. En realidad pertenece a mi familia desde hace mucho tiempo –contesté, como si tuviera que justificarme para que no pensara que era un ladrón de obras de arte.
―Pues ¿saben ustedes lo que tienen en casa?

Y antes de que pudiera decir esta boca es mía, añadió:

―No solo tienen una joya histórica de un valor incalculable, tienen ustedes un objeto extraordinariamente raro y poderoso. Siento en el alma tener que decirle esto, pero yo de ustedes me desharía de él cuanto antes. Véndanlo, si quieren hacerse ricos, o quémenlo si quieren estar a salvo.
―Pero ¿qué dice usted? –le espeté asombrado por aquella afirmación.
―Hagan lo que le digo, joven. Solo se imprimieron dos ejemplares de este libro. Los trajo un comerciante de América a finales del siglo XVI, creo recordar que de La Martinica. Uno se quedó en la Biblioteca Colombina. No sé qué ocurrió con el otro pero sin duda es éste.
―¿Está usted seguro de que éste es el otro ejemplar?
―No puede ser otro. Como le digo, solo habían dos y el que se custodiaba en Sevilla acabó en la pira por orden de la Santa Inquisición. El año no lo recuerdo bien pero creo que fue en mil quinientos noventa y pico, dos o tres años después de haber sido adquirido por la Biblioteca. Dijeron que era sin duda una obra herética pero que, además, tenía poderes ocultos, obra del maligno.
―¿No va a creer en estas supercherías un hombre culto como usted?
―No son supercherías, joven. Leí que, allá en las Américas, quien poseyó ese libro, murió joven o le ocurrieron todo tipo de males por no seguir lo que le dictaba. Espere, creo que todavía conservo por aquí la crónica donde leí los poderes que se le atribuían. Léala y se convencerá.

Una vez en casa, devolví el incunable a su lugar y me dispuse a leer “Hechicería y ocultismo en la antigüedad”, la crónica que me había prestado el librero y cuyo capítulo X llevaba por título “Incunables en la América pre-colombina”.

La lectura me llevó casi una hora. Al terminar el capítulo, alcé la vista y observé a lo lejos el lomo del incunable brillando bajo la luz mortecina de la estancia. Esta vez, sin embargo, lo observé de forma distinta a como lo había hecho hasta entonces. Lo miré con aprensión, casi con temor. ¿Sería cierto lo que decían los autores de esa crónica que todavía sostenía en mis manos? Me levanté con la intención de volver a hojear el incunable para comprobar la veracidad de lo que acababa de leer. Nunca antes me había fijado en ello. ¿Lo sabría mi padre? ¿Lo sabía toda mi familia? ¿Habían llegado a comprobar y a usar ese extraño poder? Cuando me disponía a sacar la copia de la llave de mi bolsillo, me sobresaltó la voz de mi madre a mis espaldas.

―Hijo, ¿qué haces aquí? Te estaba buscando,
 ya es hora de cenar.
 
 
CONTINUARÁ



 

martes, 1 de diciembre de 2015

El viejo alquimista



الخيميائي القديم
(El viejo alquimista)
 
Ŷabir ibn Hayyan invirtió gran parte de su vida en la búsqueda de la piedra filosofal. Eran muchos los alquimistas que perseguían el elixir capaz de transmutar un vulgar metal en oro. Era muy joven cuando se inició en la alquimia de la mano de Ya `far as-Sadiq, un reputado médico de la corte que lo tomó bajo su tutela. Acabó siendo un experto en esta materia y fue feliz durante muchos años. Sin embargo, superada con creces la madurez, Hayyan tuvo que exiliarse y vivir retirado en una pequeña aldea, lejos de todos aquellos que le repudiaron. Sin proponérselo, había acumulado muchos enemigos y solo deseaba vivir en paz.

Quien más le desacreditó fue Abdel Hakîm Muhammed, notorio médico y feroz contrincante de su amado maestro. Muhammed recelaba de Ya `far as-Sadiq por su ascendiente ante el califa de Damasco y no le perdonó su negativa a admitirlo en la corte junto a él. “No quiero a un médico orgulloso y soberbio  trabajando conmigo  para el califa” –oyó decir Hayyan a su maestro en más de una ocasión. Desde entonces, ambos médicos se convirtieron en enemigos declarados. Aun así, no había lugar a dudas de que Muhammed era un gran hombre de ciencia y un reputado filósofo, y solo por ello el joven Hayyan sentía por él un gran respeto y admiración.

Hayyan nunca hubiera imaginado que, por  culpa de Muhammed, tendría que acabar exiliándose. No cesaba de verter sobre él calumnias acerca del mal uso de la al-Kimiyya, con su ridícula búsqueda de la llamada piedra filosofal. Sus burlas y acusaciones todavía le perforan los tímpanos. Afortunadamente, su maestro no vivió lo suficiente para verlo ni oírlo. No habría podido soportarlo. El fuerte carácter de ambos hubiera dado lugar a una confrontación sin precedentes. Ŷabir ibn Hayyan era, en cambio, demasiado prudente y humilde para hacer frente a nadie y mucho menos a Abdel Hakîm Muhammed.

A Ŷabir ibn Hayyan se le conocía, en el que fue su país de acogida, como “el viejo alquimista”. Llegado de Siria, malvivía entre cristianos coptos vendiendo hierbas medicinales. Su casa era poco más que una cabaña de adobe que le alquilaba un mercader Judío, un Radhanita, a precio de oro. “Si existiera realmente la piedra filosofal eso no sería un problema para mí” –se decía, mofándose de su antigua y ridícula creencia. ¿Cómo había podido dedicar tantos años a algo tan absurdo? Ahora ya era demasiado tarde para lamentaciones. Por lo menos, en su nuevo hogar no tenía enemigos. Los habitantes de la aldea no le trataban bien pero tampoco mal. Su escasa clientela se contaba entre los más viejos del lugar, especialmente mujeres. Los niños iban a veces a visitarle por curiosidad pues les habían dicho que era medio brujo. Pero ellos sabían que no era así, que era un hombre bueno y sabio. Les encantaba las historias que les contaba.

Un día les contó la historia de Al-Natili, un joven dotado de una mente prodigiosa, capaz el que fue de recitar todo el Corán de memoria. Nacido en Tus, una antigua ciudad de Persia, siempre estuvo rodeado de libros. Era un niño inteligente y muy interesado por las ciencias naturales. Cuando su padre, farmacéutico de la tribu Azd, fue ejecutado por participar en una conspiración contra el califato Omeya, fue enviado a Arabia, a la ciudad de Medina. Allí estudió los saberes de la época: física, matemáticas, filosofía y lógica. Fue tal su precocidad y sus conocimientos en medicina que a los diecisiete años se hizo célebre por haber salvado la vida al califa omeya Marwan ibn Muhammad ibn Marwan, conocido como Marwan II. La caravana de este príncipe persa tuvo que hacer un alto en Medina, tras su peregrinación a la Meca, al caer repentina y gravemente enfermo. En agradecimiento por haberle librado de la muerte le ofreció unirse a su comitiva y viajar con ella a Damasco. Allí ampliaría sus conocimientos de matemáticas, música y astronomía junto a su médico y consejero personal. El joven rehusó cortésmente tal ofrecimiento, revelándole al príncipe los antecedentes políticos de su padre, los cuales, suponía, le incapacitaban para ocupar un lugar en la corte. El califa, doblemente agradecido por su sinceridad y por haberle sanado pudiendo haberle dejado morir, culpabilizando a la dinastía omeya de la muerte de su progenitor, reiteró su oferta bajo su protección personal. De este modo, el joven Al-Natili cambiaría de nuevo su lugar de residencia, trasladándose al palacio del califa donde conocería a su futuro mentor y maestro.

Cuando llegó a la mayoría de edad, Al-Natili ya había estudiado todas las ciencias conocidas, convirtiéndose en el segundo médico de la corte. A la muerte de su maestro, sucedió a éste en el cargo de médico principal y consejero del califa durante muchos años. Pero cuando Marwan II fue asesinado, en el año 721, poniendo así fin al califato omeya de Damasco, el afamado médico y alquimista Al-Natili cayó en desgracia. “Guardaos de los envidiosos –decía el anciano a su audiencia infantil-, son más peligrosos que las hienas del desierto. Siempre atacan a traición”

Lo que no sabían aquellos chiquillos era que la historia de ese tal Al-Natili era la suya propia. Recordarla le sumergía en un pozo de tristeza y soledad. No era una historia para contar y mucho menos a unos críos que esperaban oír un final feliz. Ŷabir ibn Hayyan enmudeció, lamentándose de haber iniciado aquel relato.

―¿Y qué le pasó? –preguntaron los niños al unísono, despertándole de su ensoñación.
―Se hace tarde y debéis volver a casa. No quiero que vuestras madres os regañen y se enfaden conmigo.
―Ohhh –exclamaron nuevamente a la vez los chiquillos, desilusionados.

Cuando el anciano quedó solo bajo la podrida techumbre de la cabaña, no pudo evitar reanudar el repaso mental de lo que fue su vida antes de la muerte de su maestro, cuando todavía era feliz.

Recordó la riqueza, el lujo y los placeres que le rodeaban. Mujeres a cual más bella, sirvientes prestos a atenderle en todo momento, unos magníficos aposentos en Palacio y todo tipo de caprichos al alcance de la mano. Todo ello gracias a la influencia de su famoso maestro y a la protección del califa. Cuando ambos salieron de su vida quedó desprotegido ante los enemigos que hasta entonces ignoraba tener. Unos querían adueñarse de sus conocimientos, robarle sus preciados escritos donde había ido acumulando todo su saber, otros deseaban apropiarse de su posición social como consejero en la corte, incluso había quienes pretendían arrebatarle sus escasas pero preciadas posesiones alegando haber sido adquiridas con dinero público.

Cuán voluble es la condición humana. De repente, los amigos se volvieron en su contra. Aquellos que tanto le adularon ahora le calumniaban. Quienes se acercaron para conseguir favores o consejo ahora se alejaban como si fuera un apestado. Había caído en desgracia y resultaba peligroso estar de su parte. Pero si bien todas estas iniquidades le dolieron en el alma, el dolor más profundo se lo produjo el ataque, cruel y despiadado, de aquél a quien consideraba un hombre sabio y respetable: Abdel Hakîm Muhammed. Supuso que su empeño en dañarle y ridiculizarle en público se debía a la animadversión y resquemor que había sentido hacia su maestro y que, fallecido éste, descargaba ahora contra él, su amado y fiel discípulo.

Así las cosas, no tuvo más remedio que desaparecer de la tierra que le había visto prosperar, dejando atrás todo lo que más quería. Viajó muy lejos, al otro lado del mar Rojo. Se estableció en Souan, tierra de coptos Nubios, junto al Nilo, un país lejano y hostil para plantar de nuevo su semilla. Pero la tierra de acogida resultó demasiado árida para que brotara una nueva vida de esa vieja semilla y Hayyan tuvo que contentarse con los frutos de sus conocimientos en medicina natural. Pasaba las horas y los días trabajando sin cesar en sus preparados medicinales para venderlos a quienes todavía confiaban en él, que cada vez eran más escasos.

El viejo y exiliado alquimista mantenía a buen recaudo sus fórmulas secretas. En unos anaqueles medio podridos conservaba las plantas, desecadas y troceadas, que recolectaba por los alrededores. En dos grandes baúles de ébano, lo único de valor que pudo conservar, guardaba celosamente sus libros y sus cuadernos donde había ido recopilando todos sus hallazgos. De vez en cuando, por la noche, sabiéndose a salvo de miradas indiscretas, hojeaba y releía sus antiguas anotaciones, recreándose en los viejos tiempos de libertad y lucidez. Los dibujos de las retortas, alambiques y demás utensilios que él mismo había construido le recordaban su amplio y pulcro laboratorio. Sus fórmulas y cálculos todavía le producían un cosquilleo de emoción, a la vez que una profunda nostalgia.

Una noche, ojeando sus manuscritos, dio con su último estudio sobre lo que él había llamado el “elixir de la vida”, la poderosa y codiciada piedra filosofal que tantos problemas le había acabado ocasionando. Releyendo con cierta aprensión aquellas últimas notas tuvo de pronto un pálpito, casi una revelación. Hasta ahora, tantos años después, no se percataba de que había estado a un paso de conseguirlo. No lo podía creer. ¿Estaba en lo cierto o se le había nublado el entendimiento? Esperaba que la senilidad no le estuviera jugando una mala pasada.

Estuvo despierto toda la noche, leyendo una y otra vez aquellos cuarteados pergaminos, hasta que tuvo que reprimir un grito de ¡eureka! como hiciera siglos atrás Arquímedes de Siracusa al comprobar la veracidad de su famosa teoría. ¡¿Cómo no se había dado cuenta, tan cerca que había estado de conseguirlo?! La clave del éxito estaba en ese ingrediente en el que no había reparado. Habían estado buscando esa sustancia durante años, ese al-Iksir tan huidizo, capaz de reordenar las cualidades básicas de los metales, y por fin había dado con la solución. Solo era cuestión de preparar una buena cantidad de “agua real”, la mixtura de su invención, y hacerla reaccionar con aquel polvo seco y rojizo que su buen maestro llamaba al-Kibrit al-Ahmar y que por esas latitudes se conocía como azufre rojo, tan abundante en las montañas que se divisaban desde la aldea.

No podía esperar. Demasiados años habían transcurrido para demorarse siquiera un día más. Hoy prepararía una gran cantidad de agua regia y al día siguiente, de madrugada, saldría sin ser visto. No quería que nadie le siguiera. Guardaría su hallazgo en el más absoluto de los secretos. Cabalgaría tan raudo como le permitiera su vieja mula hasta el pie de esas montañas rojizas y cargaría las alforjas con el preciado mineral. Ya encontraría un lugar apartado y discreto donde materializar el gran prodigio.

Y así llevó a cabo su última y gran aventura. Sin embargo, contrariamente a lo que creía, fue visto, de madrugada, marchando veloz hacia el norte, seguramente guiado por Al Dhi’bah, la estrella que señala el septentrión. Le vio uno de sus admiradores, el pequeño Ala ad-Dawla, que quería ser alquimista como él y quien siempre le seguía a todas partes.

Solo cuando habían transcurrido varios días sin que Hayyan volviera a ser visto en la aldea, el pequeño espía se atrevió a contar lo que había contemplado a sus mayores. Aparte de los niños, el único que lamentó su ausencia fue Abraham, el  propietario de la que había sido hasta entonces su inmunda vivienda. Aquel desgraciado le había dejado sin pagar su última mensualidad.

Años después, algunos mercaderes y tribus nómadas dijeron haber oído hablar de un palacio construido en oro puro en un lejano oasis, en el desierto de Kavir, en Persia, y que en él habitaba un viejo sabio que tenía el poder de convertir en ese metal precioso cualquier mineral por vulgar que fuera. Mientras unos creían que era una simple leyenda, puesto que no se sabía de nadie que hubiera estado allí y hubiera vuelto para contarlo, otros opinaban que se trataba de un espejismo pues si bien era cierto que habían visto un refulgir dorado en medio del desierto, al acercarse desaparecía como una gota de agua bajo el tórrido sol del mediodía.
 
************
 
―¿Y usted qué opina, profesor?
―¿Qué? ¿Cómo dice, joven? –el profesor parece despertar de un sueño.
―Digo que ¿qué opina de toda esta historia y, sobre todo, de esa absurda creencia en la piedra filosofal? –insiste el alumno de la cara infestada de granos, desde la última fila.
―Bueno… Si no le importa, continuaremos otro día. Hoy debemos dejarlo aquí. Se me ha ido el santo al cielo y ya es hora de dar por terminada la clase –aclara el docente mirando el reloj de la pared-. Además, no sé a qué ha venido contarles todas esas patrañas. No estamos en clase de historia sino de química.
―Estaba usted hablando del agua regia y de que fue un árabe, un tal Jabir Ibin Jayan o algo así, quien la preparó por primera vez a partir de ácido clorhídrico y ácido nítrico –comenta la chica rubia, de ojos azules y con gafas que siempre se sienta en la primera fila.
―Ah, sí, sí, claro, claro. Pues bien, para la próxima clase repasen el tema de los ácidos fuertes, ya saben: sulfúrico, clorhídrico y nítrico. Y prepárense para una prueba de control.
―Oh, nooo –exclama toda la clase al unísono.

Cuando el profesor de química se queda solo en el aula, esboza una sonrisa apagada. Qué tiempos aquéllos –piensa-. ¿Qué debió ser de Ŷabir ibn Hayyan? ¿Llegaría a descubrir la famosa piedra filosofal? Y de ser así, ¿por qué no lo divulgó? Espero poder averiguarlo pronto. ¡Pero qué tonterías digo! Si alguien me oyera diría que estoy loco y, en el mejor de los casos, me expulsarían del instituto o me jubilarían anticipadamente. La piedra filosofal, la piedra filosofal. Pero, mira que si existiera…

Cuando llega a casa, se encierra en su despacho y dedica el resto de la tarde a su verdadera pasión. Enciende el ordenador y abre el último documento, ese relato que ha titulado “el viejo alquimista”. Lleva años trabajando en él. Primero tuvo que aprender el árabe clásico, en lo que invirtió casi tres años y luego ha tenido que dedicar muchas horas de su escaso tiempo libre a descifrar estos textos que aun se le resisten. Los pergaminos están en muy mal estado y los escritos le resultan casi ilegibles. Pero poco a poco va desentrañando la verdad que se esconde tras la desaparición de Ŷabir ibn Hayyan, aquel viejo y denostado alquimista. Está ansioso por descubrir qué hizo y qué le ocurrió tras abandonar aquella aldea. Espera esclarecer el misterio tras la lectura de todos los documentos que todavía le quedan por leer y que adquirió, por curiosidad histórica y a precio de ganga, en aquel mercado turco. Quizá algún día pueda publicar su verdadera historia.
 
 
 
Este es un relato de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Me he permitido, eso sí, la licencia de inspirarme en algún que otro personaje real. También he tomado prestado el nombre del protagonista, a cuyo propietario real le he cambiado la vida sin contar, obviamente, con su aprobación ni con la de sus descendientes. Espero que su espíritu no me lo tenga en cuenta.
 
Ilustración: Abū Mūsā Ŷābir ibn Hayyān (Tus, 721 – Kufa, 815). Retrato del siglo XV, Codici Ashburnhamiani 1166. Biblioteca Medicea Laurenziana. Florencia.