jueves, 30 de abril de 2015

El jugador bienintencionado


Rico o pobre, su vida no valía nada. Aun así, prefería abandonar este mundo dejando un buen recuerdo. Ese fue el único motivo que le movió a hacerlo.

Empezó a jugar a las cartas en el ejército, durante esas largas guardias de fin de semana. A la suerte del principiante le siguió unas verdaderas dotes de jugador. De este modo, el póquer le procuró dinero fácil. Las timbas que organizaba en la clandestinidad le abrieron las puertas a una vida fácil que acabó sustituyendo al trabajo tedioso y mal remunerado de cada día. Al cabo de unos años, el juego, el alcohol y las mujeres fáciles acabaron con el modelo de familia que se había propuesto tener al casarse con Marguerite.

-Philippe, no aguanto más, te dejo y me llevo a Stéphane –fueron las últimas palabras que salieron de boca de su mujer, hace ya diez largos años.
-Dame otra oportunidad, mujer, te prometo que voy a dejarlo definitivamente –fueron las suyas, tantas veces repetidas en vano.

Desde entonces, la vida de Philippe había ido de mal en peor. La suerte le fue cada vez más esquiva y acabó perdiendo todo lo que poseía de valor, aunque lo más valioso hacía tiempo que se le había escapado de las manos.

-No te des por vencido –le decían sus compañeros, que no amigos, de juego.
-Un día ganaré mucho dinero y recuperaré a mi mujer y a mi hijo –solía decirles.

Pero lo poco que ganaba jugando al póquer era insuficiente para procurarle lo que deseaba con tanto empeño. Tenía que pensar en algo más provechoso.

-Jugaré a la ruleta y me haré rico –dijo un buen día a sus camaradas de juego, ante su mirada incrédula.

Una noche, tras unas buenas manos, acabó ganando una cantidad suficiente de dinero como para lanzarse a su aventura particular. Su ex mujer y su hijo eran su prioridad y quería lo mejor para ellos. Ese fin de semana probaría suerte. Menos de treinta kilómetros le separaban de la fortuna e intuía que aquel sábado sería su gran día. Lo había dejado todo bien atado. Ahora solo debía pasar a la acción.

La sección de sucesos de Le Matin del lunes abría con el siguiente titular: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, y se suicida.

En unos días, el notario citaría a Marguerite Dumas y Stéphane Fleury, los dos únicos herederos de Philippe Fleury, en su despacho de la Avenue Louise de Niza.

lunes, 27 de abril de 2015

Las cuatro y cuarto


Desde el accidente, hacía ya de eso un mes, Víctor se despertaba cada día, sin excepción, a las cuatro y cuarto de la madrugada con una terrible sensación de ahogo. Enseguida volvía a dormirse pero no dejaba de ser extraña la exacta repetición de ese fenómeno. Cada vez que, al despertarse, miraba el reloj digital, éste indicaba siempre las 04:15 a.m.

Cuando se lo comentó a su médico, éste le dijo que podría ser un trastorno postraumático, al igual que la ligera amnesia que padecía, y le recetó un somnífero suave para que pudiera dormir de un tirón. Víctor así lo hizo pero a la cuatro y cuarto volvió a abrir los ojos sin ninguna explicación aparente. Cada vez que se despertaba, prestaba atención por si oía o detectaba algo extraño. Pero resultaba totalmente inútil.

Decidió, entonces, poner en práctica la única estrategia que podría resolver el enigma: mantenerse despierto hasta las cuatro y cuarto para comprobar si sucedía algo que justificara lo que le ocurría.

Así pues, una noche se quedó levantado hasta muy tarde mirando la televisión, pero los ojos se le cerraban y temía quedarse dormido; se puso a leer aquella novela que le tenía tan atrapado pero el libro se le caía de las manos cada dos por tres; pensó en prepararse una taza de café bien cargado pero rechazó al instante la idea porque luego no podría conciliar el sueño y tenía que levantarse temprano; podía salir a dar una vuelta pero el frío de aquellos días de invierno acabó disuadiéndolo. Finalmente, pensó que lo más práctico sería irse a la cama y poner la alarma del despertador cinco minutos antes de las cuatro y cuarto.

Así lo hizo y a las cuatro y diez en punto, le despertó el zumbido agujo e intermitente del aparato. Encendió la luz y esperó.

Unos segundos antes del momento decisivo, la puerta del dormitorio de abrió, dejando entrar un aire suave y frío. A Víctor, los pelos se le pusieron de punta. Totalmente incapaz de mover un dedo, se quedó inmóvil mirando fijamente a la puerta, con la manta subida hasta la barbilla.

Aterrorizado, sintió unos ligeros pasos que se le aproximaban pero no veía nada. Hasta que cayó en la cuenta. Tenía que ser el gato, ¿quién si no? Al incorporarse, vio, a los pies de la cama, aquellos ojos, que siempre le habían impresionado, mirándole fijamente. Era él pero su cuerpo había adquirido proporciones desmedidas, y justo cuando el reloj de la iglesia daba un cuarto, saltó sobre la cama. Mostrándole los afilados colmillos y arqueando el lomo en señal de desafío, emitió un bufido escalofriante. Antes de que Víctor pudiera echarlo de un manotazo, el animal huyó hacia la puerta y desapareció en la oscuridad.

Por fin Víctor había descubierto el origen de sus prematuros despertares. ¿Cómo no había pensado en ello? Lo que no entendía era por qué sucedía siempre a la misma hora. Ahora solo quería descansar. Estaba agotado y la cabeza le daba vueltas. Apagó la luz dispuesto a seguir durmiendo pero algo, que no sabía explicar, le inquietaba. Aquel gato se parecía al suyo pero tenía algo extraño. Había algo que no cuadraba. De pronto, saltó de la cama como impulsado por un resorte. Abrió la luz. La puerta estaba cerrada y el gato… pero ¿qué gato? ¡Si estaba muerto! Hacía un mes que había muerto, en el accidente, de madrugada, a las cuatro y cuarto.
 

 

martes, 21 de abril de 2015

Amargos recuerdos


Llevaba veinte años sin verla, sin volver a ese lugar que tantos recuerdos le traía. Cuando visualizó, a lo lejos, la torre de la iglesia, le invadieron sentimientos contradictorios.

No había podido olvidar lo allí vivido aquel lejano mes de agosto. Si bien el pueblo y sus alrededores se habían difuminado en la memoria, su cara era un recuerdo imborrable. Sus ojos, sus cabellos lacios y dorados, Su nariz respingona y aquellas pecas que le daban un aire infantil, su forma de andar y, sobre todo, su sonrisa, le habían atrapado desde el primer momento en que la vio. Fue un flechazo en toda regla, un amor a primera vista. Desde aquel instante, su vida dejó de ser una vacua existencia para convertirse en la experiencia más maravillosa que jamás hubiera imaginado.

Nunca había sentido nada igual. Era feliz tan solo con verla aparecer, por la mañana en la piscina y por la tarde en el club social para veraneantes.

Pasaron los primeros días de vacaciones sin que osara dar el gran paso. Se contentaba con estar a su lado, compartir con los demás su compañía, los momentos de ocio, sin dejar de ser para ella uno más del grupo.

Aun recuerda la noche de aquel sábado, el baile al aire libre en la Plaza Mayor durante las fiestas del pueblo. Recuerdos de emociones encontradas: la alegría reinante, las luces multicolores, la música, y su risa burlona cuando, mientras bailaban, le dijo, tartamudeando, lo que sentía por ella.

Al principio pensó que no era más que un modo de hacerse la interesante, una forma para hacerse de rogar, la reacción propia de una azorada adolescente ante lo inesperado, pero los días transcurrieron y ella se mostró cada vez más distante y esquiva. Dudó. No sabía si abandonar todo intento de aproximación o insistir, como le decían sus amigos.

La noche de otro sábado, el que acabó con sus esperanzas, vio que aquella batalla estaba perdida antes de empezar. Allí estaba ella, preciosa, sensual, con esa sonrisa que siempre llevaba prendida en los labios. Pero no estaba sola. Un muchacho, algo mayor que él, la tenía sujeta por la cintura mientras andaban hablándose al oído hasta que, detenidos bajo un soportal de la plaza, se besaron.

Durante todo este tiempo no ha podido dejar de pensar qué habría ocurrido si le hubiera correspondido, qué habría sido su vida junto a ella. Preguntas sin respuesta. Nunca más quiso volver a verla y, sin embargo, no pudo olvidarla. Todos estos años vividos enfermizamente atado a su memoria.

Y ahora volvía al lugar de los hechos, tras dos décadas de ausencia, para cumplir un único deseo: verla por última vez antes de olvidarla. Sería el último acto antes de acabar con ese romanticismo trasnochado que le había mantenido anclado en el pasado.

Había venido a verla y la vio. Veinte años habían convertido a aquella adolescente en una mujer aun más bella y llevaba de la mano a un niño de corta edad. Sus pasos y sus miradas se cruzaron pero lógicamente no le reconoció. Esa fue su despedida definitiva. Ya podía marcharse.

Cuando volviera de Houston, si volvía, pasaría página, enterraría esos amargos recuerdos en lo más profundo de su cerebro y no aflorarían nunca más. Si el pronóstico era optimista y sobrevivía, iniciaría una nueva vida, libre de nostalgias, libre de lamentos, libre de ella. Se prometía ser, por fin, feliz.
 

 

jueves, 16 de abril de 2015

La casa



Hacía tiempo que andaba buscando una ocasión como aquélla. Aunque tuviera que efectuar algunas reformas, el precio era razonable y, según el vendedor, aunque se trataba de una casa antigua, era de una construcción sólida, “como las de antes” –había dicho. Lo que no podía saber era la sorpresa que el destino me tenía preparada.

Cuando me encontré frente a la casa, mi memoria pareció despertarse después de un largo sueño. Me sentí saturado de emociones. Dolor, resentimiento y pena se enfrentaban violentamente con amor, juegos infantiles y caricias maternales. De repente, me invadió una congoja indescifrable. Lo que sentía no era un déjà vu. Era revivir el pasado, todo lo que creía haber olvidado.

Estuve tentado de huir, pero decidí seguir los consejos de mi terapeuta: hacer siempre frente a los temores en lugar de optar por el escapismo.

Cuando el hombre de la inmobiliaria, con el que había concertado la cita por teléfono, abrió una ventana para que pudiera contemplar la estancia, comprobé que estaba en lo cierto. Intentando disimular la emoción que me embargaba, respiré hondo y contemplé con detenimiento lo que tenía ante mí.

Lo primero que vi fue una foto color sepia, en un envejecido marco de madera, que descansaba sobre la repisa de la chimenea. La visión de aquella vieja fotografía me retrotrajo a mi niñez. Un hombre y una mujer, sentados, miraban a la cámara, él con actitud desafiante y ella con cara de profunda tristeza. Entre los dos, de pie, un niño de unos siete años, miraba de reojo a la mujer con lo que parecía ser una mirada de súplica.

Solo esa imagen bastó para revivirlo todo: los maltratos y abusos físicos de aquel hombre, mi padrastro; la enfermedad y muerte de mi pusilánime madre; el abandono, el orfanato y más maltratos; las casas de acogida, más abusos y mis repetidas fugas; y por fin la libertad y, con ella, una felicidad secuestrada por la soledad, la añoranza y los temores ante la incertidumbre.

No sé qué fue lo que me hizo reparar en aquel anuncio. Quizá el destino quería que me reencontrara con mi pasado y pudiera, de este modo, liberarme de los fantasmas que me han acompañado durante tantos años. Siempre sospeché que algo de mi niñez, un trauma infantil que mi cerebro había censurado, no me dejaba ser feliz. Y ahí donde mi voluntad y la de mi terapeuta habían fracasado, aquel anuncio y aquella casa vinieron en mi ayuda.

Al ver la vieja casona, recordé quien fui y ahora sé quién soy y quién quiero ser. Estoy por fin preparado para vivir libre de esas ataduras que me han mantenido sujeto al oscuro pasado que mi subconsciente me impedía recordar.

Cuando dije que me quedaba con la casa, aquel hombre sonrió enigmáticamente. Me dijo que acababa de tomar una sabia decisión, pero me extrañó lo que, tuteándome súbitamente, añadió a continuación: “Te mereces esta casa y mucho más. Espero que encuentras la paz y que tengas suerte en la nueva vida que en ella vas a empezar”. Dicho eso, se marchó dejándome absorto. No entendí qué significaban aquellas palabras. Ahora sí. A nadie se lo he contado porque no me creería. 

Al día siguiente llamé a la inmobiliaria para formalizar la compra-venta pero nadie supo decirme quién era el hombre por el que preguntaba, no sabían de qué casa les hablaba ni a qué anuncio me refería.

Mis indagaciones en el registro de la propiedad me llevaron tras la pista del propietario hasta la notaría más cercana. Al principio, la única información que pudieron, o quisieron, facilitarme fue que la casa por la que estaba interesado había pertenecido a un hombre viudo que, al fallecer -hacía de eso unas dos semanas-, la había dejado en herencia, junto a una gran suma de dinero, a un hijastro a quien todavía no habían podido localizar.

Hoy vivo en la casa donde pasé unos pocos años de mi infancia y, aunque todavía no he podido perdonar a mi benefactor, por fin soy feliz. La fotografía en sepia sigue en su sitio. Cuando la miro, parece como si mi madre me sonriera. Él sigue con el semblante adusto, pero -serán también figuraciones mías-, en sus ojos aprecio un atisbo de arrepentimiento.
 
 
 

lunes, 13 de abril de 2015

Ahora sí, ahora no, a veces tú, a veces yo



Anna, una joven ejecutiva, y Juan, un renombrado decorador, formaban ese tipo de pareja que todo el mundo envidia. Jóvenes, guapos, con dinero, una casa adosada y dos coches en la puerta. Eran, a la vista de sus amigos y vecinos, la pareja perfecta. Llevaban tres años casados y jamás habían tenido una disputa. Hasta entonces. Aquel jueves por la tarde, Anna regresaba, cansada, de un viaje por trabajo. Dos días de ausencia le hacía desear, como nunca, la calidez y comodidad de su hogar. Era tarde, oscurecía y densos nubarrones amenazaban tormenta.
Tan pronto como entró en el salón-comedor, apareció ante sus ojos el mayor de los desórdenes, algo inimaginable para la siempre ordenada mente de Anna. Todo estaba fuera de lugar. Cuadros, jarrones, marcos de fotos, libros, incluso algún mueble estaba donde no debía. Juan, sentado en el sofá, la observaba con una sonrisa en los labios y una lata de cerveza en las manos.
-¿Pero qué es todo este caos? ¿Se puede saber qué ha pasado y por qué estás ahí sentado como si nada? –le gritó Anna con los ojos fuera de las órbitas.
-Tranqui, nena, todo está controlado –le respondió él con lengua de trapo.
-Pero, pero… ¡estás borracho!
-Psss, no te sulfures mujer, que solo he bebido unas cuantas cervecitas –contestó Juan, levantándose no sin esfuerzo.
-¿Unas cuantas cervecitas? ¡Pero si no puedes ni tenerte en pie! –le espetó ella, a punto de explotar.
-Que sí mujer. Lo que ocurre es que hacía mucho tiempo, desde que nos casamos que no probaba el alcohol.
-Ya, y has decidido romper hoy la promesa que me hiciste.
-Es que hoy tengo algo que celebrar y como el supermercado me venía de paso, no he podido evitar la tentación de comprarme unos packs de cerveza.
-Pues podrías habértelas comprado sin alcohol. Y, además, ¿qué es eso tan importante que tienes que celebrar? –le preguntó ella, cada vez más irritada.
-Que “tenemos” que celebrar, no que “tengo” que celebrar –la corrigió él.
-¿Ah sí? Pues bien, ¿qué es lo que tenemos que celebrar, si se puede saber?
-Espera, no tan deprisa. A ver si lo adivinas.
-Mira Juan, que no estoy para adivinanzas. Así que haz el favor de explicarte.
-Vale, te contaré el problema, a ver si de este modo lo vas captando.
-¿Problema? ¿Qué problema? Aquí el único problema que ahora mismo veo eres tú.
-Es que a ti no hay quien te entienda, nena. Primero querías un ambiente desenfadado, luego decidiste apostar por una decoración étnica, más tarde por una minimalista y ahora por esto, y un servidor cambiando constantemente la decoración de la casa. Ahora te gusta una cosa y enseguida deja de gustarte; ahora sí, ahora no.
-Perdona pero quedamos en que cambiaríamos la decoración con frecuencia, nos lo podemos permitir, a ambos nos gustan los cambios y a ti, por supuesto, el interiorismo.
-Sí, pero también dijimos que cada uno decidiría el tipo de decoración; a veces tú, a veces yo. Pero en los tres años que llevamos casados, la hemos cambiado ya tres veces y siempre se ha hecho tu voluntad –argumentó Juan que, poco a poco, iba recobrando la estabilidad postural y dialéctica.
-Porque el señor siempre me decía que decidiera yo. Lo que tú quieras mi amor, me decías. ¿O no?
-Es que no quería contrariarte.
-Entonces, ¿a qué viene todo esto ahora?
-Pues que he decidido llevarte la contraria por primera vez y como no puedo esperar al próximo cambio de decoración, me he tenido que conformar con cambiarlo todo de sitio –dijo él tan campante.
-¿Lo has desordenado todo a propósito solo para contrariarme? –le preguntó incrédula.
-Pues sí –contestó él con la más absoluta naturalidad.
-¿Y eso es lo que “tenemos” que celebrar?
-Pues sí –insistió Juan, sonriente.
-Pues no veo qué es lo que hay que celebrar –dijo ella, mirándole furiosa con los brazos en jarras.
-Pues nuestra primera disputa doméstica. ¿No te hace ilusión? Anda, tómate una cervecita, que todavía está fría. Un día es un día.
 
 
 

miércoles, 8 de abril de 2015

Enemigo eterno



Desde su atalaya, llevaba meses observando el resplandor rojizo que iluminaba las tinieblas como si un pavoroso incendio se extendiera hasta los confines de su Reino, el que había construido con la sangre y cadáveres de tantos inocentes.

Cuando por fin, cansado y decrépito, sin fuerzas para resistirse, se sintió atraído por el poder inconmensurable de aquella luz, tuvo que aceptar que había llegado el momento largo tiempo temido. Su poder en la tierra había tocado a su fin. Ahora saldría de dudas y conocería la identidad de aquel fulgor.

Al llegar al término del largo y tortuoso camino, vio que era Él, su eterno enemigo, que le conducía hacia el averno, allí donde había sido forjada su alma.
 
 
*Microrrelato publicado en "Pluma, tinta y papel". Diversidad Literaria, S.L: 2015.
Para más información, véase la entrada "El negocio de algunos concursos literarios" en mi blog "Cuaderno de bitácora", del 19 de marzo de 2015.
 
 

miércoles, 1 de abril de 2015

La dama del bosque



Una fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques. Aquella imagen, tan frecuente en esa zona, le subyugaba. Desde que el Profesor Villanueva, el prestigioso naturalista, había instalado allí su campamento, todas las mañanas asistía al mismo espectáculo. Se abrigaba con su viejo anorak de camuflaje, salía de la tienda de campaña y se sentaba en su silla plegable mientras se tomaba una taza de café bien caliente. Así permanecía hasta que la niebla se disipaba.

Pero aquel día ocurrió algo extraño. Vio, a lo lejos, a una persona que parecía estar observándole. Tomó sus prismáticos y comprobó que se trataba de una mujer. Estaba de pie ante el grupo de abetos centenarios que conformaban la primera línea de bosque.

Extrañado, volvió a enfocar sus prismáticos aumentando al máximo la imagen y vio que aquella mujer intentaba llamar su atención haciéndole señales con los brazos. Iba ataviada con una amplia capa de color verde y se protegía la cabeza con una capucha, de la que sobresalían unos largos mechones rubios. Era muy bella, de tez nívea y ojos claros. ¿Sería real o fruto de su imaginación?

Decidió salir de dudas e ir a su encuentro. Quería saber quién era y qué significaban los gestos que le hacía. ¿Acaso estaba en apuros y necesitaba de su ayuda?

Cuando llegó al lugar, la misteriosa mujer había desaparecido. Se internó en el bosque pero multitud de arbustos le dificultaban el paso. Cuando, tras deambular un buen rato sin rumbo fijo, se disponía a volver al campamento, la vio a cierta distancia. Volvía a hacerle señas para que la siguiera.

Cuando se dirigió hacia ella, ésta reinició la marcha sin esperarle. Él apretó el paso para darle alcance. El seguimiento se convirtió casi en una carrera, en una persecución, ¿en un juego quizá? ¿Qué sentido tenía todo aquello? Cansado, se detuvo para recuperar fuerzas. Respiraba fatigosamente, apoyando sus manos en las rodillas, con las piernas a medio flexionar y con la cabeza gacha. Cuando la levantó para comprobar si la había vuelto a perder, la tenía de nuevo frente a él. Debía haber retrocedido para no dejarle atrás. No parecía estar en absoluto fatigada. Sintiéndose ridículo, se enderezó intentando parecer estar recuperado Movió la cabeza con lentitud, sonriendo y sudando. Ella, acercándosele, le miró fijamente a los ojos y le habló con una voz más propia de los ángeles que de una mortal.

-No te detengas, ya falta poco –le dijo.
-¿Falta poco para qué? –preguntó él, con la respiración todavía algo entrecortada.
-Ven conmigo y lo verás –le respondió la mujer.

Como presumía que el trayecto iba a ser largo y, a su edad, sus piernas ya no le sostenían como cuando era joven, y sospechando que podía tratarse de una encerrona, le replicó:

-Si no me dices dónde me llevas, doy media vuelta y regreso al campamento, que no debí abandonar –le dijo malhumorado.
-Está bien, quería darte una sorpresa pero ya que insistes te lo diré.
-Soy todo oídos.

Y adoptando un aire de resignación, la mujer le contó porqué le había atraído.

-Tú no eres de por aquí y no habrás oído hablar de mí. Mi nombre es Mari, reina de la naturaleza. Habito en las cuevas que abundan en estos bosques y montañas. Tengo el dominio de las fuerzas del clima y del interior de la tierra. De mí proceden los bienes de los campos y el agua de los manantiales.
-¿Y qué quieres de mí? –preguntó entre incrédulo y alarmado por lo que acababa de oír.

El viejo Profesor conocía la mitología de Euskal Herria y sabía de las leyendas milenarias tanto del País Vasco como de Navarra, en las que se hablaba de Amalur, la Madre Tierra; del Basajaun, señor del bosque, también conocido como el Yeti Vasco; de Tartalo, el gigantesco cíclope antropomorfo devorador de niños; y, cómo no, de Mari, la personificación de la madre tierra y que distintos autores la describían con cuerpo y rostro de mujer, una mujer bellísima, elegantemente vestida, casi siempre de verde y con una abundante cabellera rubia que, según decían, se peinaba al sol con un peine de oro. Así que aquella mujer se ceñía a la perfección a lo que describían los libros. Pero él nunca había creído en tales historias basadas en antiguas supersticiones.

-Hace días que te observo –continuó la dama del bosque-. Sé a qué te dedicas y quiero enseñarte algo que te agradará, algo que no estás buscando y que solo revelo a quienes, como tú, amáis y respetáis la naturaleza y lo que ella abriga y esconde.
-¿A qué te refieres? –volvió a preguntar, ahora más intrigado que alarmado.
-Cuevas –le respondió la que decía ser Mari.
-¿Cuevas? ¿Y qué tienen de especial esas cuevas?
-Cuevas como no has visto jamás y que solo unos pocos privilegiados han podido conocer. Tú sígueme y lo verás con tus propios ojos.

El Profesor, incrédulo por naturaleza, no acababa de creerse toda aquella historia. Que una especie de diosa milenaria se le hubiera aparecido para enseñarle unas cuevas más bien parecía propio de una mente perturbada o enturbiada por el alcohol. Además, ahora que lo recordaba, no todos atribuían a esa Mari comportamientos benévolos; había quien afirmaba que se bebía la vida de los hombres, se alimentaba de su energía y los hacía infelices. Tuviera a quien tuviera ante sí, todo aquello le parecía una locura. Pero ¿y si había algo de cierto? ¿Y si existían por la zona unas cuevas que escondían algún secreto ancestral o una maravilla de la naturaleza? Podría hacerse todavía más famoso y atribuirse todo el mérito del descubrimiento. A fin de cuentas, ¿quién iba a creer la verdad? No tenía nada que perder; podía estar frente a una loca pero, en todo caso, no parecía peligrosa. Así que, inspirando profundamente, decidió seguirla. Mirándola sonriente, le dijo:

-Muy bien, entonces, llévame a verlas.

En el campamento, los compañeros del Profesor Villanueva, alarmados por su prolongada ausencia, han organizado una búsqueda por los alrededores. Dada la espesura reinante en los montes de aquella zona, se presume que será una tarea ardua. Hace ya dos días que el viejo Profesor desapareció y no se ha hallado rastro alguno, por lo que se teme por su vida.