jueves, 27 de noviembre de 2014

Amargos despertares (y 3)


Durante los días que David y Mónica estuvieron recluidos en la clínica privada propiedad de otro cirujano plástico amigo de Daniel Glasserman, David tuvo ocasión de satisfacer la curiosidad de su prometida, contándole cómo habían llegado hasta Nueva York.

-Al principio estaba perdido, no sabía dónde te retenían ni qué podía hacer, pero Daniel utilizó sus recursos y contactos para, discretamente, averiguar qué habían hecho contigo.
-¿Y por qué me trajeron a Nueva York? –preguntó Mónica.
-Pues porque aquí disponen de una mayor cobertura y apoyo logístico, suele ser su centro de operaciones preferido fuera de Israel –le contestó David.

David, con su identidad falsa, había viajado, en solitario, hasta Paris, donde se le unió Daniel Glasserman, partiendo luego juntos en un vuelo a Nueva York. Pero los ojos del Mosad son ubicuos y sus tentáculos extremadamente largos, de modo que, al llegar al aeropuerto John F. Kennedy, retuvieron al ex agente israelí para interrogarle sobre el motivo de su viaje. Por fortuna, éste tenía una coartada perfecta: su hijo, se había trasladado recientemente a Nueva York por motivos de trabajo e iba a hacerle una visita.

-¿Y no les llamó la atención que en el mismo vuelo fuera alguien con el mismo aspecto que ese Benjamín Edelstein o como se llame de verdad? Supongo que los servicios secretos debían saber que ese hombre estaba en realidad en alguna otra parte –preguntó Mónica, cada vez más intrigada.

-Daniel lo tenía todo bajo control –le dijo David-. Cuando pergeñó este plan, sabía que el verdadero Edelstein estaba siendo sometido a una apendicectomía en la clínica Liebermann, en París, de capital judío, por cierto, y de la que es accionista mayoritario. A nadie le extrañaría verle subir, dos días después, a un avión en París con destino a Nueva York.
“Glassserman solo tuvo que mover algunos hilos y gracias a que en esa clínica tiene amigos de confianza infiltrados que trabajan para el gobierno francés, se las apañaron para hacer el cambiazo en la sala de reanimación de la clínica –continuó explicando.
-¿Quieres decir que intercambiaron vuestros cuerpos? –inquirió Mónica sabiendo que era una pregunta retórica.
-Pues sí, yo salí de la clínica haciéndome pasar por él.
-¿Y qué hicieron con él? –volvió a preguntar Mónica.
-Eso ya no lo sé y no han querido decírmelo. Me dijeron que era mejor que no supiera nada por si el plan fallaba y me sometían a un interrogatorio pues de conocer el paradero de ese hombre, descubriría a todos los que nos habían ayudado, incluyendo, lógicamente, al propio Glasserman.

Mónica escuchaba, atónita, entre sorbo y sorbo de café, la rocambolesca historia que Daniel iba desgranando como si de una película de James Bond se tratara.

Y, de este modo, supo que, haciéndose pasar por el enigmático Edelstein, David, con ayuda de su amigo, se preparó para rescatarla. Pero uno de los problemas seguía siendo el profesor Mesih o, mejor dicho, su asesinato. Alguien del Mosad descubriría que David había desaparecido e incluso podían llegar a conocer su plan. Y si, finalmente, cumplían con su amenaza y enviaban a la policía esas pruebas que decían tener en su poder que le inculparían de la muerte de Estiarte, estaría perdido de todos modos. Todos le buscarían, el Mosad y la Interpol.

-En eso Glasserman también ha sido de una ayuda increíble. No sé cómo se lo montó pero alguien advirtió a la policía que un tal Mesih, profesor en la Facultad de Biología y miembro de la plantilla del departamento de Biología Animal, era un miembro activo de un grupo terrorista palestino y, por una vez, la policía española fue rápida y su sistema de información eficiente, deteniendo en menos de veinticuatro horas a Yusuf Abdel Mâlik, alias Abdul Mesih quien, efectivamente, pertenecía a una célula durmiente que estaba a punto de cometer un atentado contra Benjamín Netanyahu.
-Entonces, si el objetivo del Mosad, ese Yusuf “lo que sea”, ya estaba fuera de juego, quedabas liberado de tu “compromiso” y ya no tenían porqué retenerme –dijo Mónica hecha un mar de dudas.
-Pero eso lo supe cuando acababa de llegar a Nueva York, me lo dijo Glasserman, que recibió la noticia tan pronto pisamos la terminal, al encender su iPhone. Aún así, dado lo avanzado de nuestro plan, no podíamos echarnos atrás. Además, ¿quién me aseguraba que te liberarían, como si nada hubiera ocurrido? Con mi papel de suplantador de Edelstein, en pleno Nueva York, tenía que acabar con lo que había venido a hacer, era lo mejor, lo más seguro. Ya no había vuelta atrás y ahora que ya estamos por fin juntos y estás libre, no nos queda más remedio que seguir adelante con la última etapa del plan de Glasserman.
-Pero tengo que ponerme en contacto con mi familia, mis amigos, con la empresa. Si no doy señales de vida en unos días, se extrañarán y denunciarán a la policía mi desaparición –dijo Mónica con voz entrecortada por la emoción al pensar en sus seres queridos-. Y tu igual. ¿Qué pensarán en la facultad? Y, además, vas a perder la oportunidad de presentarte nuevamente a las oposiciones y de ganar esa plaza para la que te has estado preparando tantos y tantos años. ¿Qué vamos a hacer, David? ¿Qué va a ser de nosotros?
-Sinceramente, no lo sé, Mónica, no lo sé. Pero seguro que Glasserman ha pensado en todo. Quizá él se ocupe de decirles a todos que estamos bien, que guarden el secreto por nuestra seguridad, y quizá algún día, cuando todo se haya olvidado, podremos volver con los nuestros. Ahora confiemos en él y empecemos desde cero. No me importa dejar la Facultad y a mis pocos amigos, lo único que me importa es estar contigo, te quiero y no me importa empezar una nueva vida si estás a mi lado.
-Sabes que yo también te quiero pero esto, esto, me supera, David, me parece todo una pesadilla, una pesadilla de la que espero despertar de un momento a otro.

Y sin poder reprimir ni un minuto más la terrible angustia, el dolor, el miedo, Mónica se  derrumbó y hecha un mar de lágrimas, unas lágrimas que brotaban sin parar de sus grandes ojos oscuros, un llanto desgarrador, como nunca hubiera pensado que pudiera brotar de un cuerpo tan agotado como el suyo, se desató tan violentamente que toda ella convulsionaba sin poderse reprimir.

-Mónica, Mónica –le gritaba David a la par que la abrazaba con fuerza- despierta, despierta cariño. Solo es una pesadilla. Eso es, una pesadilla. Ya está, ya se acabó, tranquila.

Y Mónica, sin saber todavía qué era lo que ocurría, dónde estaba y quién la estaba sujetando de ese modo, se incorpora violentamente, salta de la cama y abre la luz. Lo que ve la tranquiliza momentáneamente. Está en su habitación y a su lado, la cara preocupada de su querido David, la contempla fijamente.

Corre hacia la ventana y descorre las cortinas. Está, efectivamente, en casa, en su barrio. Se mira al espejo y la imagen que le devuelve es la de la Mónica de siempre y dándose la vuelta contempla nuevamente la cara de David que, aunque ahora tiene una expresión de incomprensión, es esa cara familiar, amable y varonil que tanto le gusta.

Aun así, aunque todo parece haber vuelto a la normalidad, Mónica no puede reprimir hacerle una pregunta.

-David, ¿en tu departamento hay un individuo llamado Abdul Mesih o Yusuf Abdel no sé qué?
-Sí, ¿por qué lo preguntas y… cómo lo sabes? –le dice David extrañado.
-Por favor, David, por lo que más quieras, no vayas a ese congreso en Manchester. No vayas, te lo suplico.
 
FIN
 
 
 

lunes, 24 de noviembre de 2014

Amargos despertares (2)



La propuesta del húngaro-escocés judío de colaborar en su proyecto “especial” como lo llamó, le reportaría a David grandes beneficios económicos y profesionales, pues a cambio de su contribución a “la causa”, ellos se encargarían que le concedieran la plaza que no había logrado obtener en las últimas oposiciones.

-El proyecto consistía en colocar un explosivo en el despacho de mi colega, el profesor Abdul Mesih, aquel colaborador recientemente incorporado al departamento de Biología Animal del que te hablé.

Ante la mirada de perplejidad de Mónica y antes de que ésta dijera nada, David la detuvo con un gesto imperioso de la mano y siguió contándole que, según le había dicho el doctor Knopfler, el profesor Mesih, de origen palestino, era el cerebro de una trama que, desde España, financiaba actos terroristas en territorio israelí y que, en breve, pretendía atentar contra la vida de Benjamín Netanyahu para desestabilizar así el marco de las negociaciones de paz entre los dirigentes israelíes y palestinos.

-No le di más importancia, pensando que todo aquello era fruto de los desvaríos de un borracho. Pero por la mañana, cuando me disponía a abandonar el hotel y olvidarme de aquella noche y de aquella conversación, me encontré al pie de la puerta de mi habitación un sobre que contenía las instrucciones que debía seguir al pie de la letra para llevar a término el atentado.

El problema real tuvo lugar cuando, unos días después, a David empezaron a llegarle correos desde una dirección IP desconocida, sin que éste se atreviera a denunciarlo a la policía.

-¿Qué les iba a contar?, ¿Que un loco pretendía que atentara contra un compañero mío porque era un terrorista?

Pero cuando, tras dos semanas de silencio, David creyó que todo había acabado, que quienquiera que estuviera detrás de aquellos correos, había desistido en su empeño, le sorprendió la muerte repentina del profesor Estiarte, quien, según David, había ganado injustamente las oposiciones, quitándole el puesto que él merecía mucho más, por conocimientos y méritos, gracias a los manejos e influencias políticas de aquél.

-Un ataque al corazón, dijeron. Pero al día siguiente del entierro, encontré en mi buzón una nota anónima que decía: “Nosotros estamos haciendo nuestro trabajo, ahora te toca a ti” y poco después, un nuevo correo me indicaba un punto de encuentro donde alguien me facilitaría nuevamente las instrucciones a seguir para cumplir con mi “compromiso”.

David no sabía si creer que la muerte de su rival había sido obra de algún agente del Mosad para facilitarle el camino al cargo tan deseado en las siguientes oposiciones o una fatal coincidencia. De hecho, la muerte de Estiarte le devolvía la esperanza pero no significaba que otro candidato no pudiera volverle a arrebatar el puesto.

David, siempre tan indeciso y pusilánime, no hizo nada. Si llevaba esas notas a la policía, podían acabar con él como lo habían hecho con el doctor Estiarte. Quizá todo ello fuera la labor de un demente. Pero, aun así, un loco puede ser extremadamente peligroso.

Y pasaron las semanas sin que David recibiera más anónimos ni emails extraños hasta que se anunció la próxima oposición al cargo de jefe del departamento de etología, momento en que un nuevo correo hizo su aparición: “Si quieres ganar el puesto, solo tienes que acudir a la cita, esta tarde, a la misma hora y en el mismo lugar que te dijimos en la última ocasión”. De lo contrario, atente a las consecuencias.

-Volví a hacer caso omiso de esa advertencia, ya me daba igual ganar o no las oposiciones. Estaba decidido a ir a la policía cuando alguien me llamó por teléfono a casa una noche, diciéndome que te habían secuestrado y que si en veinticuatro horas no cumplía con mi “trabajo”, no solo acabarían contigo sino que enviarían pruebas a la policía que me incriminarían en la muerte de Estiarte.

-Pero, ¿por qué te necesitaban a ti para perpetrar ese atentado? ¿No podían usar a alguien de su organización? –preguntó Mónica.
-También yo me hice esta misma pregunta y así se lo hice saber a mi anónimo interlocutor en la red. Por toda respuesta, escribió: “Tú eres de los nuestros, eres judío, eres hijo de Adriel Leví, tienes el enemigo en casa y el deber moral de contribuir a la causa, como lo hiciera tu padre”.
-¿Cómo lo hiciera tu padre? ¿Qué quiso decir con esto? –le interrogó Mónica con los ojos como platos.
-Pues que mi querido padre, que en paz descanse, fue un miembro muy activo del Mosad que operaba en territorio español. Pero esto lo he sabido ahora, removiendo papeles del viejo baúl que guardo en el desván junto con todos los documentos, recuerdos y antigüedades familiares.
-Pero tu padre ¿no era coronel retirado del ejército español? –dijo una Mónica incrédula ante lo que oía.
-Ahora no puedo extenderme en explicaciones, ya te lo contaré más tarde con detalle, si es que salimos de aquí sanos y salvos –le replicó David.

A grandes rasgos, David le contó, no obstante, que, no sabiendo a quién recurrir, fue a ver a Daniel Glasserman, un viejo amigo de su padre, también judío, que frecuentó mucho su casa hasta que este falleció, sospechando que entre ambos había un lazo de unión más allá de la simple camaradería. Y aquél le contó que, efectivamente, ambos habían compartido muchas misiones hasta que abandonaron el ejercicio activo y pasaron a desempeñar tareas de apoyo logístico. También le dijo que ambos habían acabado abandonando “la organización” por motivos éticos, algo que el Mosad no les perdonó, considerándoles traidores a la causa.

-Si sobrevivimos a lo que consideraron una traición fue porque ya éramos muy viejos y debieron pensar que no representábamos un peligro –le dijo el anciano amigo de su padre-. De todos modos, la muerte de tu pobre padre siempre me pareció sospechosa. Por  mi parte, todavía ahora, cuando salgo a la calle tengo la impresión de que me vigilan y que algún día una bala acabará conmigo pero ya estoy muy cansado para ir vigilando mis espaldas a cada momento –añadió encogiéndose de hombros.

Así pues, cuando Daniel Glasserman oyó, por boca del hijo de su mejor amigo, en qué situación le había colocado el servicio secreto israelí, se compadeció de él pues sabía por experiencia que nadie podía escapar a sus mandatos e irse de rositas y, sintiendo pena por aquel joven inocente, decidió echarle un cable aunque con ello pusiera su propia vida en peligro. Ya nada le importaba. Lo haría por la memoria de Adriel, a quien había querido como a un hermano de sangre.

-Y de este modo, me facilitó un contacto, un experto en cambios de identidad, quien me sometería a unos “retoques” que han dado el fruto que puedes ver. Según me dijeron, me convertirían en el doble de Benjamín Edelstein, el nombre en clave de quien el señor Glasserman sospechaba que estaba detrás de todo este asunto pues no era la primera vez que organizaba algo así en un país europeo, reclutando a jóvenes judíos ajenos a la organización, por estar “limpios”.
“Y ahora estoy convencido de que Glasserman está en lo cierto porque cuando vi mi nueva cara era la del doctor Knopfler y, después de lo que me contó sobre las actividades de mi padre, no creo que mi encuentro con ese doctor “como se llame en realidad” fuera casual. , Fue a mi encuentro y lo peor de todo –prosiguió David- es que si luego sus reclutados no aceptan incorporarse a “la causa”, se deshace de ellos.
-Pero, ¿y ahora qué? ¿Qué piensas hacer? ¿Y si te descubren? Y… ¿volverás a tener el aspecto de antes? –le interpeló Mónica, angustiada y con la respiración entrecortada, tantas eran las preguntas que necesitaban respuesta.
-Tranquila, todo se arreglará –le contestó David sin mucha convicción-, pero ahora lo que tenemos que hacer, sin perder ni un minuto más, es salir de aquí pues como tarde mucho más en salir, empezarán a sospechar que algo raro sucede.

Cuando ambos salieron de la habitación, los dos guardaespaldas se hicieron a un lado para, acto seguido, custodiarles hasta el ascensor. Cuando las puertas de éste se abrieron al llegar al vestíbulo, David empujó a Mónica, pegándose literalmente a su espalda, para así aparentar, pues sabía que varios ojos les estaban observando a distancia, que la estaba amenazando con un arma oculta en el bolsillo de su abrigo. David notaba el temblor en el cuerpo de Mónica, mientras que a él un sudor frío le resbalaba por la espalda. Si lograban llegar a la calle, donde le estaría aguardando una limusina, estarían salvados.

Los poco más de diez metros que les separaban de la posible libertad se les hicieron eternos. David sabía que un fallo que delatara su impostura sería fatal para ambos.

-¿Y ahora qué? –le preguntó Mónica, con el semblante pálido, una vez la limusina circulaba a toda velocidad por Madison Avenue.
-Tranquila, Mónica –le dijo el conductor, sobresaltándola-, estáis a salvo. Todo ha salido a pedir de boca. Cuando lleguemos a nuestro destino, os cambiaremos de identidad y os facilitaremos una nueva documentación para que podáis salir del país. Lo siento por ti, David, pues tendrás que someterte a una nueva cirugía, que espero sea la definitiva, para los dos. Ahora relajaos, que tenemos un buen trecho, ¿de acuerdo?

Los dos interpelados, cogidos fuertemente de la mano, se miraron con cara circunspecta pues sabían lo que ello significaba: no volverían a ser los de antes, iban a adoptar una nueva identidad de por vida, como los testigos protegidos por la policía.
 
CONTINUARÁ

jueves, 20 de noviembre de 2014

Amargos despertares



No sabía cuánto tiempo había dormido. Cuando el sueño la venció debía ser medianoche y ahora, por la escasa luz que se colaba por la ventana, ya debía estar amaneciendo. Consultó el reloj de pulsera y solo eran las cinco de la mañana. Estaba muy cansada y no era de extrañar después de aquella semana tan agitada. Pero tenía todo el fin de semana para descansar y recuperar fuerzas. Saldría a correr, leería, escucharía música, quizá viera una película con David y comería palomitas, muchas palomitas, y se relajaría, evitando pensar en lo que le depararía la siguiente semana.

Después de remolonear unos minutos en la cama, vio que no podría volverse a dormir y decidió que ya era el momento de levantarse y tomarse una buena taza de café. Volvió a mirar el reloj y seguía marcando las cinco en punto. Ha debido de pararse, qué extraño – pensó. Entonces se dio la vuelta hacia la mesilla de noche para consultar el despertador y en ella solo vio un aparato de teléfono donde debía estar su radio-despertador digital, sus gafas y la novela que estaba leyendo.

Desconcertada, se incorporó y a pesar de la penumbra reinante en la habitación, comprobó que aquellas cuatro paredes le eran desconocidas. Reflexionó unos segundos antes de alarmarse. Ya le había pasado en alguna otra ocasión. Con tantos viajes y traslados, se había despertado desorientada y por unos instantes no sabía dónde se hallaba, si en casa, en el apartamento de David o en algún hotel. Pero esa desubicación solo le había durado dos o tres segundos, como máximo, hasta caer en la cuenta de dónde estaba.

Así que abrió la luz y lo que vio no la sacó de dudas; estaba en una habitación desconocida. Era, sin duda, una habitación de hotel pero ¿de qué hotel y de dónde? Angustiada, se levantó de un salto, descorrió una gruesa cortina y observó que se hallaba en una planta muy elevada, rodeada de impresionantes rascacielos. Levantó la mirada y vio una imagen que la dejó boquiabierta: justo al frente, a dos calles, se erigía el emblemático Empire State Building. ¡Estaba en Nueva York! No estaba soñando aunque tentada estuvo de abofetearse para ver si, de este modo, despertaba.

Miró a su alrededor y vio ropa de mujer, que reconoció como suya, esparcida en un tresillo que había junto a la cama y uno de sus bolsos sobre un escritorio. Se abalanzó sobre el bolso y lo abrió en busca de su teléfono móvil, pero el aparato no estaba, como tampoco había documentación alguna que pudiera identificarla, solo un paquete de tabaco, un encendedor y algunos objetos de uso personal. De forma instintiva, levantó la cara y se miró al espejo que tenía en frente, sobre el escritorio, y la imagen que le devolvió era la suya, esa chica de treinta y cinco años, morena, de metro sesenta y delgada pero que, por las ojeras y la cara de cansancio, parecía haber sobrevivido a una catástrofe.

Sus piernas flaquearon, dejándose caer sobre el borde de la cama, contemplando fijamente, como hipnotizada, era cara y esa mujer que casi no reconocía.

Aturdida y acongojada, se vistió, recogió el bolso y abandonó precipitadamente la habitación sin saber exactamente adónde ir. Al salir al pasillo, se encontró con dos individuos corpulentos que, identificándose como agentes de seguridad del hotel, le impidieron el paso. El más alto, casi un gigante, le dijo, con cara de pocos amigos: Excuse me Madam, but you can’t leave the room. You must stay inside. (Disculpe señora, pero no puede salir de la habitación. Tiene que quedarse dentro). Y acto seguido, la acompañaron hasta el tresillo y con un escueto Seat down, please, and keep calm (siéntese, por favor, y tranquilícese), salieron para seguir montando guardia, dejándola nuevamente a solas y con el corazón en vilo.

¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie, no sabía siquiera dónde estaba ni adónde ir. Esos gorilas se habían quedado montando guardia tras la puerta, los podía ver por la mirilla. ¿Qué querían de ella? ¿Qué había ocurrido? ¿La habían narcotizado y secuestrado? Pero ¿por qué y para qué?

Mientras estaba con esas angustiosas cavilaciones, retorciéndose las manos de puro nerviosismo, se oyeron unos pasos y unas voces en el pasillo y la puerta se abrió lentamente como si alguien quisiera darle una sorpresa.

-Hello my dear. How are you doing? Long time no see you, don’t you think? (Hola querida, ¿Cómo estás?, mucho tiempo sin vernos, ¿no crees?) –le dijo un hombre desconocido, que aparentaba unos cincuenta años y de pelo cano, con una sonrisa en los labios.

Antes de que pudiera decirle, furiosa, que no sabía qué hacía allí ni de qué le estaba hablando, y exigirle una explicación, el hombre se le acercó e inclinándose hasta quedar su rostro a escasos centímetros de su oído, le susurró:

-No temas, sígueme la corriente y los dos saldremos con vida de ésta.

Esa voz, esos ojos, esa sonrisa... De pronto, un escalofrío le recorrió todo su cuerpo y una absurda sospecha la invadió de repente. Sostuvo la mirada de aquel hombre que la contemplaba de pie, a su lado, y que, con un semblante preocupado, asintió varias veces con la cabeza como confirmándole su sospecha.

-¿Eres… eres tú? –balbuceó ella, con una expresión de angustia en la cara.

-Sí, querida, soy yo, pero, como puedes ver, con un aspecto muy distinto. Forma parte del plan –le contestó él, intentado tranquilizarla-, es el único modo para poderte sacar de aquí.
-Pero… pero… ¿por qué… qué ha pasado, qué quieren de mí, de ti, y por qué tienes ese aspecto? –le interrogó, casi presa del pánico.
-He tenido que caracterizarme y hacerme pasar por otra persona, la única que podía sacarte de aquí. Y respecto a qué es lo que ocurre, todo es fruto de un desafortunado encuentro. –y sin dejar que su prometida le interrumpiera con más preguntas, prosiguió su explicación-. ¿Te acuerdas cuando el año pasado fui a un congreso en Manchester?

Y así, David le refirió a una angustiada Mónica lo que había acontecido, sin que ella se hubiera percatado de nada y sin que él la pudiera poner en antecedentes, desde que conoció, en la cena de clausura de aquel congreso, al doctor Knopfler, un judío húngaro afincado en Glasgow, según le dijo, que, junto a sus investigaciones en el campo de la etología, colaboraba en un proyecto altamente secreto del Mosad, el servicio secreto israelí.

Siguió contándole, apresuradamente, cómo aquel hombre, con el que fue a tomar unas copas tras la cena, en evidente estado de ebriedad, le hizo una serie de confidencias creyendo que tenía ante sí a uno de los suyos.

-Mi apellido, Leví, delató mi origen hebreo, cosa que no pude negar, y como asentía en todo lo que me decía, más por cortesía que por afinidad, en lo referente a su ideología ultra, infeliz de mí, no tuvo reparo en sincerarse hasta el punto de hacerme una terrible propuesta.
 
CONTINUARÁ




domingo, 16 de noviembre de 2014

Tres relatos cortos de terror

La metamorfosis

 
Gregorio no solo tenía en común el nombre de pila del protagonista de la famosa novela de Kafka, trabajaba, como él, en el área textil, y, lo peor de todo, se estaba transformando, como su desgraciado tocayo, en un monstruoso insecto, solo que, en su caso, la metamorfosis era extremadamente lenta.

Pero ese día, un nuevo cambio hizo aparición y éste sí que podía suscitar sospechas entre sus amigos y compañeros de trabajo: en la boca se le había formado algo semejante a las mandíbulas esclerotizadas de los insectos que, con el paso de las horas, irían, sin duda, aumentando de tamaño.

Ese sería su último día de trabajo pues ya había llegado el temido momento en que esos horribles cambios se harían notorios y ya no podría ocultarlos. Se despediría con cualquier excusa y desaparecería para siempre.

Cuando entró en la empresa, saludó a la recepcionista con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor reprimido. A Irene, su secretaria, la saludó con un “buenos días” que sonó ininteligible incluso para él y, una vez en su despacho, pulsó el intercomunicador para, con un gran esfuerzo de vocalización, decir: “Irene, que nadie me moleste y no me pase ninguna llamada”.

Cuando, por la tarde, Gregorio seguía sin dar señales de vida, Irene, preocupada, llamó a la puerta de su despacho y al no recibir respuesta, la abrió sigilosamente y se asomó para ver si a su jefe le había ocurrido algo malo.  Se internó en el despacho inusualmente oscuro y al abrir la luz observó, incrédula, que allí no había nadie.

Cuando se dio la vuelta para salir, vio lo que sus aterrorizados ojos se negaban a aceptar y solo pudo proferir un grito desgarrador que fue inmediatamente acallado por algo que, desde entonces, permanece encerrado tras aquella puerta que nadie se atreve a cruzar pues ya son cuatro los que lo han hecho y que siguen sin dar señales de vida.


Las pesadillas de Ernesto



Ernesto empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más frecuentes, horribles y tremendamente reales y las últimas, significativamente reiterativas. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos horribles y asquerosos seres de aquellas películas de terror que tanto le gustaban. Eso era, sin duda, culpa de la serie The Walking Dead que veía, desde hacía meses, sin haberse perdido ni uno solo de sus capítulos. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a su vida diaria.

Desde que tenía aquellos sueños, sus apetencias y gustos habían sufrido un cambio notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía poco solo le gustaba bien hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos, ahora le atraían como si de un perfume de alta cosmética se tratara. Su voz se había tornado extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.

Ante ello, decidió someterse a una revisión médica y quién mejor para que se la hiciera que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, pues no se atrevía a confesar estas anomalías a un perfecto desconocido que podría tacharle de lunático en el mejor de los casos.

Ya en la consulta de Genaro, mientras fingía leer una revista en la sala de espera, tuvo que reprimir unos brutales deseos de abalanzarse sobre aquella mujer entrada en carnes que no dejaba de observarle de refilón. ¿Intuiría sus inclinaciones antinaturales? Pero Ernesto se contuvo y se comportó con la mayor naturalidad posible.

No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien aporreaba la puerta del despacho de su amigo y varias personas, al otro lado, gritaban a voz en cuello: doctor, doctor, ¿está usted bien? ¿Va todo bien ahí dentro?

Cuando Ernesto abandonó el lugar, había dejado tras de sí un vasto reguero de sangre y varios cuerpos mutilados.

Aquella noche fue la primera, desde hacía semanas, que no tuvo ninguna pesadilla.
 
 
Una muerte inesperada
 
 
-Está muerta, debemos resignarnos.

La voz de su suegro intentaba darle consuelo sin éxito. No lo podía creer; estaba tan sana y de repente…

Cuando corrieron la pesada lápida ya había decidido rescatarla de aquel lecho fúnebre. Ella no reposaría bajo aquella fría losa, se lo había prometido. Era, desde luego, una extraña promesa la que le había obligado a hacer, sobre todo, teniendo en cuenta su juventud.

-Cuando muera, quiero ser enterrada en nuestro jardín, prométemelo –le había dicho en aquella ocasión.

Y él lo había prometido y cumpliría su promesa a pesar de que sus padres habían decidido enterrarla en aquel mausoleo familiar que más bien parecía un bunker.

Profanaría una tumba, exhumaría un cadáver y lo enterraría en un lugar no permitido, pero una promesa era algo sagrado y más si se la había hecho a la persona a quien más amaba en este mundo.

La lápida pesaba mucho más de lo que imaginaba, como si el que la había construido quisiera evitar que el difunto se escapara.

-Estoy aquí, Irene, mi amor. He venido a cumplir tu deseo. Dentro de muy poco descansarás en nuestro jardín, cerca de mí.

Pero la triste sonrisa de Juan se transformó en un rictus de sorpresa y espanto cuando, al abrir el féretro, vio que éste estaba vacío. No tuvo tiempo de ver el rostro de quien estaba a sus espaldas pues, al girarse, la luz de la lámpara le cegó. Solo pudo discernir esa larga melena, que tan bien conocía, antes de que perdiera el conocimiento.

Al despertar, en medio de la oscuridad, sus manos palparon las frías paredes de un angosto habitáculo y sus oídos distinguieron esa voz melodiosa que tantas veces había oído y que, en susurros, le decía:

-Gracias, Juan, por cumplir tu palabra. Lamento que acabes así pues a ti te llegué a tomar cariño. No espero que lo entiendas pero gracias a ti y a los que te acompañan en esta morada nuestra estirpe puede seguir sobreviviendo.
 
 

 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El túnel




Javier Villanueva Ibáñez, reputado ingeniero civil, cofundador de JVR Ingenieros, a punto de cumplir los 70 años, cuarenta y siete de los cuales dedicados a la construcción de puentes, canales y túneles de todo tipo y envergadura, culminaría su exitosa carrera, unas semanas antes de jubilarse, con la inauguración de su última obra, el túnel número 13.

Javier no era supersticioso pero Clara, su mujer, sí. Ésta había intentado, por todos los medios, disuadirle de emprender esa encomienda, rogándole, suplicándole que, con cualquier excusa, dejara el proyecto en manos de alguno de sus socios. Pero sus esfuerzos fueron totalmente infructuosos. Precisamente, Vicente y Ricardo, sus socios, le habían elegido a él por ser el más cualificado para dirigir y firmar la que iba a ser la obra más emblemática de la empresa y de la ingeniería moderna española, así que no podía rechazar esa gran oportunidad de finalizar su trayectoria profesional con la que sería, sin lugar a dudas, su Magnus Opus.

Estaba sumamente orgulloso de que le hubieran brindado la oportunidad de acometer esa obra faraónica que le había ocupado los últimos cinco años de su vida. Ahora solo faltaba un mes escaso para el gran día de la inauguración y luego, el merecido descanso.

Cuando le comunicó a Clara la fecha de ese gran evento, al que asistirían las autoridades municipales, autonómicas e incluso del gobierno central, ésta tuvo un pálpito, un mal augurio, y corrió a consultar el calendario. ¡Horror! El día en cuestión caía en viernes, pero no un viernes cualquiera sino ¡un viernes 13! A Javier le pareció una simple coincidencia, casi una coincidencia graciosa, su decimotercer puente, el día 13 de diciembre de 2013 que, casualmente, era viernes. Pero la pobre mujer, hecha un mar de lágrimas, le imploró, por la memoria de todos sus difuntos, que ya que la había desoído, haciéndose cargo de la maldita obra, por lo menos cambiara la fecha de la inauguración pues, de lo contrario, estaba segura de que algo muy grave le acontecería. Pero tal cosa no era posible, ya demasiados retrasos habían tenido que soportar y, por otra parte, la fecha ya era oficial.

-Además, eso del viernes 13 es cosa de los extranjeros, ¿aquí no es el martes 13 el que trae mala suerte? –le dijo Javier en tono burlón.

Ante la displicencia de su esposo, Clara llegó, incluso, a amenazarle con ponerle aceite de ricino en la comida para que no pudiera salir a la calle de los retortijones que le obligarían a recalar en el baño cada cinco minutos durante las siguientes veinticuatro horas.

-¡Dios mío! Esta mujer se ha vuelto loca –exclamó Javier, quien nunca hubiera imaginado semejante desatino en un ser humano mínimamente inteligente.

Por muchas advertencias que Clara lanzara, por muchas súplicas que profiriera, Javier no se amedrentó y se dispuso, llegado el momento, a encabezar el comité de bienvenida a las autoridades y disfrutar del acto de inauguración de su obra y de los festejos organizados por el ayuntamiento de la localidad.

Pero antes de que los ilustres visitantes recorrieran los poco más de diez kilómetros del túnel más moderno jamás construido, Javier, hombre perfeccionista y precavido, quiso visitar, a solas y por última vez, el fruto de sus desvelos y de su talento. Para ello, se presentó a la cita con dos horas de antelación y, al volante de su BMW X5, se introdujo en las fauces de su preciado túnel.

Tras haber recorrido los primeros cien metros, a Javier el corazón empezó a latirle desaforadamente, pareciendo que le iba a salir de la caja torácica, tanta era la emoción que se adueñaba de todo su ser. Casi se le saltan las lágrimas al comprobar la magnificencia de su creación y la perfección, tanto técnica como estética, de su acabado. Como si sufriera de un trastorno obsesivo-compulsivo, iba contando, embelesado, los accesos laterales, las áreas de socorro, los cañones de ventilación, las cámaras de vigilancia y los detectores de humo, mientras se deleitaba observando la perfecta señalización y, sobre todo, el magnífico alumbrado. Se sintió, de repente, como hipnotizado por tanta belleza, tanta perfección, y empezó a sudar de pura excitación, imaginándose los parabienes que recibiría de las autoridades. Tuvo que tragar saliva e inspirar profundamente, un sudor frío le recorría todo el cuerpo, el cuello de la camisa y la corbata, esa que se había comprado para la ocasión, le oprimían el cuello de tal forma que casi no podía respirar, le faltaba el aire. La visión se tornó borrosa y la intensa iluminación que, hasta hacía unos instantes, casi le deslumbraba, ahora iba menguando de modo alarmante.

Debía llevar unos cinco minutos al volante, cuando divisó, a lo lejos, una luz blanca.

-Ya debo estar llegando al final del túnel -se dijo-. Cuando salga al exterior, saldré del coche a que me dé el aire y a descansar un rato. No me convienen tantas emociones; el estrés me ha dejado agotado física y psíquicamente –pensó.

Pero el túnel parecía haberse convertido en un pozo sin fin, envolviéndole una negrura total solo ligeramente mitigada por esa luz brillante que le indicaba la salida, una luz cada vez más radiante que le atraía como si de un potente imán se tratara.

De pronto, Javier se sintió aliviado. No le dolía nada, nada le molestaba, ni siquiera notaba su cuerpo. Se sentía bien, muy bien, la respiración se había normalizado y una gran energía invadía sus entrañas. Se sentía feliz.

Pero lo que más feliz le hizo fue ver a sus padres, a su hermano mayor, a sus abuelos, tíos y primos que, sonrientes, le daban la bienvenida.
 

lunes, 3 de noviembre de 2014

La mejor decisión


Ignacio estaba atravesando el peor momento de su vida. Se había quedado sin trabajo y las deudas se acumulaban. Y todo sin que su mujer y sus tres hijos supieran nada al respecto.

Seguía madrugando para aparentar normalidad y se lanzaba en busca de algo que le sacara de su situación. Llevaba dos meses así sin que encontrara nada digno de valor.

Pero ese día, muy temprano, al iniciar su periplo en pos de la fortuna, vislumbró, en el suelo, junto a una papelera, un billetero de piel de cocodrilo. La abrió con cierta aprensión, pues él no era de esos que se quedan con lo ajeno, pero pensó que unos cuantos billetes no le irían nada mal.
 
Oculto tras la marquesina de la parada del autobús, revisó el interior de aquel billetero que, sin duda, pertenecía a alguien adinerado. Y tras pensárselo detenidamente, y no sin ciertos escrúpulos, tomó una decisión. Arrojó el objeto a la papelera, sin ni siquiera comprobar a quién pertenecía, y solo se quedó con lo que le pareció que le solucionaría su problema durante más tiempo que los cuatro billetes de cien que había en su interior: una tarjeta opaca de Bankia.