martes, 28 de octubre de 2014

El polígamo


Luke era feliz pues tenía todo lo que más deseaba en este mundo: una familia. Bueno, en realidad, tres familias, pero es que era de esos hombres que cuando se enamoran tienen que culminar ese lazo de unión compartiéndolo todo, la vida y el hogar. Sabía que la sociedad no entendía que alguien pudiera estar enamorado de más de una mujer a la vez y, mucho menos, que estuviera casado con todas ellas, y como temía que sus parejas tampoco lo entendieran, había decidido guardar silencio. Las quería a las tres por igual, como un padre quiere por igual a todos sus hijos, como así era con cada uno de los que había tenido con ellas. Tres esposas, tres hijos, hermanastros entre sí. Lástima que no pudieran llegar a conocerse.

Aunque era complicado vivir como él lo hacía, por fortuna, su profesión le permitía ausentarse semanas enteras sin levantar sospechas. Lo realmente duro era no poder reunirse con todos y todas a la vez por Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo o bien no poder compartir juntos todo el periodo de vacaciones. Hasta ahora, la situación se había hecho llevadera gracias a su inagotable imaginación, inventando historias y excusas de lo más creativas y rocambolescas, y a la increíble ingenuidad de sus parejas.

Llevaba cuatro años saltando de ciudad en ciudad y de Estado en Estado: de Sant Luis, Missouri, a Louisville, Kentucky, y de ésta a Nashville, Tennessee, y vuelta a empezar. Así pues, la situación se estaba haciendo agotadora, a pesar de ser Estados vecinos y localidades no muy distantes entre sí, pero sobre todo difícil y peligrosa al tener que cambiar cada vez de papel de esposo y de padre (en más de una ocasión se había equivocado en el nombre de los críos y no sería de extrañar que algún día también le sucediera con el de ellas), por lo que comprendió que no podría mantener ese estatus indefinidamente.

¿Qué podía hacer para deshacer ese galimatías? ¿Pedir el divorcio? ¿De quién se divorciaría? ¿Con cuál de ellas se quedaría? No se sentía capaz de hacer tal cosa, las amaba a todas por igual, seguía enamorado de ellas como el primer día. Entre las tres formaban un conjunto maravilloso. Se complementaban a las mil maravillas. Lo que le faltaba a una, lo tenía otra. Amy era rubia, Eveline de pelo azabache y Nora pelirroja. Pero el físico, aunque fuera muy agraciado, era lo de menos. Entre las tres se repartían todas las virtudes que siempre había apreciado en una mujer: inteligencia, ternura, sentido del humor, comprensión, sinceridad… Sinceridad. ¿Acaso él había sido sincero con ellas? Para nada. Pero ¿qué podía hacer?

Cuando estaba con una, extrañaba a las otras dos y ese sentimiento se hacía extensible a sus vástagos. “Si pudiera tenerlas a todas y a todos conmigo, juntos bajo el mismo techo” –se decía una y otra vez. ¿Por qué no? Siempre se habían mostrado muy liberales en lo que se refería a las relaciones de pareja entre personas de un mismo sexo o de edades y culturas muy distintas pero, claro, esto no era lo mismo porque ¿qué mujer occidental, por muy moderna que sea, aceptaría compartir su marido con otras mujeres, como en un harén?

Quizá luego se arrepentiría pero estaba decidido a arriesgarse. Les confesaría la verdad a las tres a la vez. ¿Cómo? Podía parecer una locura o una broma de mal gusto pero las citaría, el mismo día y a la misma hora, en aquel hotelito en Henderson, a orillas del río Ohio, donde habían ido a pasar su luna de miel. Era un lugar precioso, muy romántico, con vistas al Shawnee National Forest, e idóneo para el encuentro pues estaba prácticamente equidistante de las tres ciudades de residencia.

Se sentía atemorizado y esperanzado a la vez. Un escenario tan romántico y el recuerdo del pasado, les haría ver las cosas de una forma más sosegada y benevolente. Como excusa, les diría que tenía una noticia tan importante que darles, que la ocasión bien merecía ese pequeño derroche y que le esperaran en la Suite Nupcial, la misma que compartieron años atrás, que habría reservado para la ocasión. Él se reuniría con ellas a la vuelta de uno de sus “habituales” viajes. Seguro que les haría ilusión y, además, les encantaba los misterios.

Ya se imaginaba la cara de sorpresa, quizá de estupor, cuando se conocieran y se contaran quienes eran y qué hacían allí. Temía una reacción airada e incluso violenta, pero la decisión ya estaba tomada y asumiría las consecuencias. Confiaba que el amor que le profesaban estuviera por encima de cualquier otra consideración y lograran llegar a un acuerdo civilizado.

Así pues, el día D, a la hora H, Luke entraba en el hall del hotel y se dirigía, hecho un manojo de nervios, a la Suite donde ya le debían estar esperando.

Parado ante la puerta, antes de dar el gran paso que lo cambiaría todo, le pareció oír voces femeninas e incluso alguna risa sofocada. Esto le infundió ánimo pues era un indicativo de que el ambiente era cordial. Buena señal.

Cuando por fin abrió la puerta y entró, no podía creer lo que veían sus ojos: una docena de personas, hombres y mujeres, entre las que se hallaban Eveline, Nora y Amy, le dirigían una franca sonrisa de bienvenida. Parecía como si le hubieran organizado una fiesta sorpresa pero sin que nadie gritara SORPREEESAA!!!!, Se limitaron a rodearle y mientras los hombres, tres contó, le daban un fuerte apretón de manos y unas palmaditas en la espalda, las mujeres desconocidas, seis en total, le daban un cariñoso beso en la mejilla.

Tras ese revuelo inicial, todo el mundo dio unos pasos atrás, mientras Nora, Amy y Eveline avanzaban hacia él con cara de circunstancias y, Amy, su primera mujer, aclarándose la garganta, dijo hablar en nombre de todos los allí presentes.

Cuando todos se hubieron marchado, dejándole solo, trastornado y meditabundo, Luke se tendió en la gran cama, la que había previsto compartir esa noche con sus tres amadas, sin siquiera desvestirse, e hizo un repaso mental a todo lo que acababa de oír de boca de Amy hacía escasos minutos.

Así que, después de todo, no era el único en haber guardado ese gran secreto, no era el único que mantenía ese tipo de vida. Hacía tiempo que conocían su situación pero mantuvieron silencio esperando a que diera el paso. Se alegraban mucho de que, por fin, se hubiera decidido. Ahora sí que formarían una gran familia, le había dicho, y se llevarían estupendamente.

Todavía tenía que asimilar la nueva situación. Amy también tenía a Richard como pareja, Eveline a Robert y Nora a Michael. A su vez, Richard tenía a Rebecca y Mary, ¿o era Rose Mary?, Robert también tenía otras dos compañeras, Natalie y… Lisa, eso es, y Michael a Holly y a esa tan alta… ¿cómo dijo que se llamaba? Qué más da.

Desde luego, formarían una gran familia, pero ahora que sabía que debería compartir a Eveline, a Amy y a Nora con otro hombre que, a su vez, tenía otras dos mujeres, como él, y entre todos, un montón de críos, eso de la gran familia ya no le gustaba tanto. Amy, Eveline y Nora tenían que ser suyas y de nadie más. Y si no era así, que se buscaran a otro cornudo. Pero las quería tanto… Por cierto, los hijos que había tenido con ellas, ¿eran realmente suyos?

Eso no se lo esperaba, no era lo que pretendía. Sus planes se habían ido al garete. Si se hubiera callado… A fin de cuentas, ojos que no ven…
 

jueves, 23 de octubre de 2014

El dron


Desde que había vuelto de su viaje a los Estados Unidos, se sentía vigilado. Lo había comentado con sus amigos pero estos le habían sugerido, entre risas, que visitara a un loquero. “Pero, ¿quién va a querer espiarte a ti, zopenco?”, le habían dicho en tono burlón.

Pero él estaba casi seguro de que, de un modo u otro, le espiaban y todo por haber asistido a aquel congreso de física, en Chicago, que le había pagado la Facultad. Y también estaba seguro que todo se había desencadenado por culpa de su pregunta, la única que dirigió al panel de expertos:

-Si la cosmología de branas ha devuelto una cierta credibilidad a la existencia de un universo oscilante, ¿alguien de ustedes podría decirme cómo conciben la vida en dicho universo, sobre todo en los momentos finales de un universo en contracción? ¿Creen que los seres vivos serían semejantes a nosotros en el sentido de estar basados en el carbono o serían radicalmente distintos?

Lanzó esa pregunta sin saber muy bien por qué. Quizá fue porque nadie en la sala hizo ninguna pregunta y sintió el impulso de intervenir. Acababa de leer un artículo que hablaba de ello y no pudo reprimirse. Bueno, en realidad, el autor de ese artículo era quien formulaba, al final del mismo, ese interrogante.

El caso es que la pregunta no obtuvo respuesta alguna. Nadie, entre los panelistas, quiso pronunciarse y el moderador de la mesa se vio obligado a decir algo así como:

-Este tema sigue siendo muy controvertido y nadie parece estar en condiciones de pronunciarse. Sería muy aventurado dar una opinión al respecto.

Tampoco es que le importara mucho el tema en cuestión. Había sido una pregunta hecha porque sí, por simple curiosidad, para quedar bien pues todo aquel que dirigía una pregunta a alguno de los ponentes tenía que identificarse públicamente, ya se sabe: nombre, cargo, universidad, y a él le encantaba ser el centro de atención, darse a conocer. Algún día sería un físico famoso, pensaba, y ya era hora de ir abriéndose camino.

Pero ahora presentía que aquella pregunta había levantado sospechas. Pero ¿sospechas de qué y de quién? Si alguien hubiera querido saber su opinión al respecto, lo que le habría puesto en un terrible aprieto, le podía haber preguntado directamente antes de abandonar el congreso o escribirle con posterioridad.

¿Qué le hacía pensar que le espiaban? No sabía muy bien cómo explicarlo, era una sensación extraña, sentía que alguien o algo le estaba observando en todo momento. Le parecía oír un zumbido, de día y de noche, allí donde fuera, en casa, en la facultad, en un restaurante, en fin, en todas partes. Ve a ver a un otorrino, que eso deben ser acufenos, le dijeron sus compañeros, ya algo más preocupados por su salud física y mental.

Pero él no tenía ningún problema auditivo ni psicológico y cada vez tenía más claro lo que estaba ocurriendo: quienquiera que le espiara, quería saber qué le motivó hacer aquella pregunta y solo podía ser alguien que tuviera la respuesta y no quisiera que nadie más estuviera en posesión de la verdad y la divulgara. Un espionaje así, tan sofisticado, solo podía proceder de una agencia gubernamental norteamericana, como la CIA, la NSA o el CSS, o incluso del MI16 británico.

Temeroso de sufrir un atentado, acabó enclaustrándose en su piso del que no salía ni para hacer la compra, dependiendo para ello de la portera de la finca, pues incluso había despedido a la mujer de la limpieza para evitar cualquier intruso que pudiera ser comprado por el enemigo. Todos sus conocidos, viendo la vida de clausura que llevaba, con puertas y ventanas cerradas a cal y canto, acabaron pensando que se había vuelto loco.

Pero era tanto el polvo que envolvía y reposaba sobre mobiliario, cortinas, alfombras y todos los objetos de la casa, especialmente los miles de libros amontonados aquí y allá, haciendo totalmente irrespirable el ambiente, ya habitualmente viciado por el humo de los cigarrillos que no paraba de consumir compulsivamente, que finalmente decidió abrir una ventana que daba a la calle para permitir que el aire fresco bañara por unos instantes el reducido cubículo que era su hogar, sin dejar de otear todo el horizonte a su alrededor en busca de cualquier indicio de espionaje o de un francotirador.

Cuando ya creyó que todo estaba en orden y se disponía a cerrar la ventana, algo, que le pareció un insecto de un tamaño considerable, se estrelló contra su frente, produciéndole una picadura semejante a la del mosquito tigre. Por mucho que intentó darle caza, aquel bicho repugnante se dio a la fuga, marchándose por donde había venido, por la ventana que todavía permanecía entreabierta. Al instante, se sintió mareado, su cuerpo se desplomó sobre la sucia alfombra y en cuestión de segundos perdió todo signo vital. Lo último que vio fue el mismo insecto, o quizá fuera otro igual, revoloteando sobre su cabeza.

Cuando el juez permitió el levantamiento del cadáver, mientras algunos agentes de la policía científica inspeccionaban el apartamento en busca de alguna prueba que pudiera arrojar luz a ese extraño caso de muerte producida a puerta cerrada, desde el exterior, tras los cristales de la ventana, un artilugio del tamaño de un mosquito grababa toda la escena, tras lo cual partió volando hacia un rumbo desconocido.
 
 
 

martes, 14 de octubre de 2014

El ascensor


Desde que a Rodrigo le habían ascendido en la empresa, todo le sonreía, especialmente su cuenta corriente. Ahora que, por fin, tenía una solvencia económica asegurada, llevaría la vida que siempre había deseado, una vida totalmente independiente, sin ataduras ni cargas familiares. Se convertiría en un soltero de oro, envidiado por los hombres y deseado por las mujeres.

Al poco de haberse mudado a ese loft que sería el reducto inexpugnable de sus aventuras amorosas, todo le había parecido perfecto. El amplio apartamento, en un vetusto edificio rehabilitado de diez plantas, tenía una vista magnífica de la ciudad, pues ocupaba él solo todo el ático. Solo había una pega: el ascensor. A él nunca le habían agradado los ascensores y, siempre que podía, subía a pie con la excusa de hacer ejercicio. La verdadera causa era, sin embargo, que tenía claustrofobia y un terror a quedarse encerrado en ese artefacto o, peor aún, sufrir un accidente por cualquier fallo mecánico.

Así pues, en su nueva vivienda empezó subiendo por las escaleras, pero diez plantas eran muchas plantas y tras una jornada agotadora lo menos que le apetecía era superar los casi doscientos peldaños que le separaban del merecido descanso. Finalmente, pues, decidió sobreponerse a sus miedos y utilizar el sistema más práctico, rápido y cómodo de llegar hasta su hogar: el maldito ascensor, un moderno aparato instalado hacía tan solo unos meses en sustitución de un viejo montacargas.

A los pocos días de utilizar el ascensor, se desvanecieron, como por arte de magia, todos sus temores. Era un ascensor amplio, rápido, silencioso, muy bien iluminado, con un espejo de cuerpo entero que daba una mayor sensación de amplitud y de esos en los que una voz femenina indica si está subiendo, bajando y el número de la planta donde se detiene. Caramba con la voz. Quien la hubiera prestado para la grabación debía ser una mujer de lo más sensual. Rodrigo había marcado, en más una ocasión, todas las plantas solo para prolongar el placer de oír esa voz de terciopelo que casi le ponía la piel de gallina. Cerraba los ojos y se imaginaba que tenía ante sí a una belleza voluptuosa que, semidesnuda, le susurraba entre suspiros: ”Cerrando puertas, subiendo, primera planta, abriendo puertas”, y así hasta llegar al ático, donde le despedía con un guiño pícaro y lanzándole un beso al aire. ¿Sería eso una variante fetichista?

El joven conquistador en ciernes llegó a pensar en dar con la mujer que había cedido su voz a la empresa fabricante de ese moderno artilugio. Seguro que alguien sabría darle razón de quién era. Pero, recapacitando, reconoció lo ridículo y pueril de ese empeño. “Con tantas mujeres de carne y hueso que tengo a mi disposición, no voy a obsesionarme por una desconocida que puede ser un adefesio o un vejestorio y todo por una voz enlatada” –se dijo.
Pero era tanta la obsesión de Rodrigo por lo que se había convertido en un amor platónico virtual que decidió, para no acabar desarrollando una patología psiquiátrica más grave que su claustrofobia, abandonar el uso del ascensor y usar las escaleras como hacía antaño. Así mantendría sanos tanto su cuerpo como su mente.

Al principio sufrió un leve síndrome de abstinencia, debiendo resistirse a la tentación de pulsar el botón de llamada del ascensor, pero a los pocos días su dependencia estaba ya en plena fase de remisión, momento en que la lucidez se impuso, dándose perfecta cuenta de la locura en la que había estado viviendo todas esas semanas, desde que pusiera los pies por primera vez en ese moderno aparato elevador.

Un día, en que llegó a casa pasada la medianoche, cansado e indispuesto por el exceso de alcohol, pensó que ya era tiempo de pasar página, olvidarse del dichoso incidente y comportarse como una persona normal, sin manías ni obsesiones. Así que, intentando relajarse, pulsó el botón de llamada con la mirada fija en el indicador de plantas.

“Qué raro” -pensó. El ascensor estaba detenido en la décima planta, la suya, y en esa planta no había más inquilino que él. “Bueno, quizá alguien vino a verme o a traerme un paquete, qué se yo” -se dijo. Pero quien fuera que hubiese ido a verle o a traerle algo, habría utilizado el ascensor también para bajar, a no ser que quisiera hacer ejercicio pues bajar andando es mucho más llevadero que subir. Pero, aun así, con la de vecinos que había en el inmueble, ¿nadie había usado hasta entonces el ascensor?

Y en eso estaba cuando oyó el “cling” que indicaba que al aparato acababa de llegar a la planta baja y acto seguido se oyeron las palabras “abriendo puertas” mientras estas, efectivamente, se abrían ante la expresión de reparo del joven.

Inspirando profundamente, Rodrigo entró en la cabina y pulsó el botón número 10. Tras las palabras “cerrando puertas” y “subiendo”, las luces empezaron a parpadear hasta que se apagaron, dejando a Rodrigo en la más absoluta oscuridad. Fue entonces cuando volvió a oír la misma voz sensual y melodiosa, que tan bien conocía, que le decía: “Hola Rodrigo, te he echado mucho de menos, creía que me habías abandonado pero veo que has vuelto. No permitamos que nada ni nadie nos separe”.

Los técnicos de mantenimiento no pudieron explicar lo que le había ocurrido a ese ascensor de última generación. Lo más plausible era que hubiera fallado el ordenador de control pues llevaba parado entre la octava y la novena planta no se sabía cuánto tiempo y no había forma de moverlo ni de abrir las puertas. Por lo menos parecía que no había nadie dentro, pues, de lo contrario, habría hecho sonar la alarma y nadie, conserje y vecinos, había oído nada. Además, nadie respondía a las voces de llamada de los operarios. Pero cuando éstos se disponían a forzar las puertas correderas del rellano de la planta novena para acceder al techo del ascensor y, de ahí, a su interior, éste se puso súbitamente en marcha, subiendo y deteniéndose en la décima, pudiéndose oír el “cling” de rigor y las palabras “abriendo puertas”.

Cuando operarios y conserje llegaron precipitadamente a la última planta del edificio, vieron que, efectivamente, el ascensor descansaba en ella con las puertas abiertas y a oscuras. Acto seguido, las luces volvieron a encenderse tras varios parpadeos, iluminando el cuerpo inánime de un joven que el conserje identificó como el inquilino del ático, un tal Rodrigo Guzmán.

El resultado de la autopsia reveló, como motivo de la muerte, un paro cardiaco súbito por rotura de una de las arterias coronarias, un hecho muy poco frecuente en una persona tan joven y sin antecedentes cardiovasculares. La opinión de sus familiares y amigos fue algo distinta. Según ellos, Rodrigo falleció, sin duda alguna, de un paro cardiaco, sí, pero debido al pánico que se apoderó de él al estropearse el ascensor y quedarse encerrado allí varias horas, pues era bien sabido que padecía de claustrofobia.

jueves, 2 de octubre de 2014

La entrevista


Era una entrevista muy importante, la más importante de su vida. Aunque se consideraba bien preparado para superar cualquier trampa que el entrevistador, un tipo duro y sin escrúpulos, le habían dicho, sin duda le tendería, no podía evitar sentirse angustiado. Casi no había podido pegar ojo en toda la noche y los breves instantes en que se había quedado dormido, extraños sueños le despertaron. Todo ello no eran más que señales de su miedo ante una situación tan comprometida. Aquella mañana, se había levantado muy cansado y con un humor de perros.

Tenía que presentarse a esa entrevista despejado y entero de ánimo; de lo contrario, la impresión que daría a su interlocutor sería nefasta y ya podía dar por perdida esa oportunidad única que se le había presentado a última hora y que no quería dejar escapar. El aspecto es sumamente importante en cualquier tipo de entrevista, lo sabía, pero la actitud serena y de seguridad es una pieza clave para ganarse el respeto y la confianza de los que ostentan un cargo de poder, especialmente en un campo tan complicado y competitivo como en el que pretendía introducirse. Tenía conocimientos más que suficientes pero, en estos casos, la actitud suele pesar más que la aptitud.

Pero ya no era momento de pensar sino de actuar pues ya se encontraba en esa sala de reuniones dónde se decidiría su futuro, esperando a que se abriera la puerta y apareciera quien representa, hoy por hoy, un poder indiscutible en un mundo hecho para los ambiciosos. Necesitaba ese empleo, cambiar de trabajo, de aires, aunque ello supusiera una traición a su jefe actual, que tanto le había enseñado. Pero necesitaba sentirse realizado y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para ganarse el puesto. Estaba tenso, demasiado. Debía controlarse. Sus manos húmedas  y su frente perlada de sudor delatarían su inseguridad y eso le hundiría. Tenía que evitarlo a toda costa pero por mucho que restregara las palmas de sus manos en el interior de los bolsillos del pantalón y se secara el sudor de la frente con esos pañuelos de papel que habían dejado sobre la mesa como si adivinaran lo que le iba a suceder, seguía transpirando sin parar. Pero es que, además, no estaba acostumbrado al calor y en ese despacho hacía un calor infernal.

Como su entrevistador se demoraba, pensó que aún tenía tiempo para intentar relajarse. Tras comprobar que no había ninguna cámara grabando (sabía que esa gente solían estar al acecho en todo momento), se levantó, se quitó la chaqueta, practicó unos estiramientos, respiró profundamente diez veces, flexionó las piernas, agitó repetidas veces sus brazos y se dirigió hacia la ventana para dejar entrar el aire frio de la calle, que bajaría su temperatura corporal y evaporaría el sudor de todo su cuerpo. Pero la ventana resultó ser impracticable y no pudo llevar a cabo su propósito, así que tuvo que recurrir al autocontrol, lo que siempre, hasta entonces, le había dado tan buenos resultados.

Y funcionó. Al cabo de unos minutos, estaba notablemente más calmado y parecía que había controlado su sudoración y ese pequeño temblor en las manos. Pero pasaba el tiempo y nadie acudía a su encuentro, no se oía ni un susurro en toda la oficina. ¿Se habrían olvidado de él? No podía ser. Sería ridículo que después de todo por lo que había pasado, esa secretaria se hubiera olvidado de anunciarlo a su jefe. No le quedaba más remedio que preguntar y salir de dudas. Vio que había pasado más de media hora, por lo que nadie podía recriminarle que saliera del despacho para pedir una explicación. Necesitaba obtener ese puesto pero no estaba dispuesto a que lo ningunearan. Ya había sido demasiado sumiso, humilde y manejable en el que había sido su trabajo hasta ahora. A fin de cuentas, sabía que allí querían a gente decidida y sin reparos, así que no tenían porqué censurarle que pidiera explicaciones.

Cuando abrió la puerta, se encontró con una oficina totalmente vacía. Las luces seguían encendidas pero no había nadie donde poco antes había una actividad frenética. Un reloj de pared marcaba las 9:30 horas. ¿Cómo era posible, si él había llegado alrededor de las seis? No podía haber transcurrido tanto tiempo desde que le dejaron sentado esperando. Consultó de nuevo su reloj-calendario de pulsera y vio que, efectivamente, eran las nueve y media, pero… ¡del martes 7 de Octubre! ¡Pero si la entrevista era el lunes 6 de Octubre, de eso estaba completamente seguro! Lunes, no martes. ¡Si había pasado todo el fin de semana con los nervios a flor de piel esperando al maldito lunes!

¡¿Qué estaba ocurriendo?! No entendía nada. Decidió salir de allí a toda prisa o acabaría volviéndose loco, si es que ya no lo estaba. Así pues, volvió a la sala para recoger su chaqueta pero cuando entró vio sentado, a la cabecera de la larga mesa, a un hombre que le miraba con una sonrisa socarrona.

Tras la sorpresa inicial, el joven candidato iba a balbucear una disculpa, sin saber muy bien por qué, cuando el hombre le invitó a sentarse junto a él con un ademán que más bien parecía una orden. Tras unos segundos escrutándole como si quisiera descubrir algún signo de debilidad en ese joven del que tanto le habían hablado, por fin habló.

-La paciencia es una virtud en esta empresa. Quien algo quiere, algo le cuesta, y por lo que he visto, parece que realmente deseas trabajar con nosotros. Pero antes, contesta a mi pregunta: ¿Cuál es el motivo para que quieras cambiar de bando? –le preguntó con una voz cavernosa.
-Llevo casi treinta años trabajando para los de arriba pero ya no me siento realizado, ya nadie me escucha, nadie me hace caso, me siento frustrado pues mis esfuerzos no dan fruto ni son recompensados. Creo que con ustedes puedo ser mucho más útil –contestó el joven tragando saliva.
-Muy bien, muy bien –dijo el hombre, con cara de satisfacción-. Desde luego, trabajo no te faltará. Por fortuna, cada vez hay más gente inclinada a hacer el mal, solo les falta un empujoncito. ¿Cuándo puedes incorporarte?