lunes, 22 de septiembre de 2014

El paciente de la 1025


No recuerdo nada de lo ocurrido. Me han dicho que sufrí un terrible accidente. Al parecer, llevo ya dos semanas ingresado por un traumatismo craneoencefálico pero los médicos se empeñan en que debo seguir bajo observación. Algo debe ocurrir y no me lo quieren decir pues yo me siento perfectamente bien salvo esta somnolencia que no me abandona en todo el día. Dicen que es por efecto del Orfidal que me administran todas las noches para que descanse y duerma profundamente y así mi cerebro pueda recuperarse mejor y más rápidamente del trauma.

Lo más extraño es que no sueño o, por lo menos, no recuerdo lo que sueño, lo cual se me antoja realmente extraño. Los médicos dicen que es porque duermo muy profundamente y no me despierto en el momento “adecuado”, cuando está finalizando la fase REM, creo que la llamaron. No sé lo que significa esto y no he querido preguntarlo para no demostrar mi ignorancia, como siempre me ocurre con los médicos.

Lo único que recuerdo al despertar, aunque muy vagamente, son ruidos y sensaciones. Parece como si mi cerebro no lograra evocar las imágenes pero sí los sonidos y las emociones que las acompañan. Así pues, recuerdo pasos apresurados, voces, más bien susurros, y la sensación de estar moviéndome, como si me trasladaran de un lugar a otro.

Pero no deja de llamarme la atención esta reiteración. Cada mañana me asaltan los mismos recuerdos. ¿No será que cada noche me someten a algún tipo de ritual y aprovechan mi estado de inconsciencia, o la provocan, para experimentar conmigo? Quizá me esté volviendo paranoico pero es que he recordado, de pronto,  aquella película de Roman Polanski, “la semilla del diablo”, en la que la protagonista, Mia Farrow, era entregada, bajo los efectos de una droga, al mismísimo diablo para engendrar un hijo suyo, todo ello pergeñado por unos amables vecinos pertenecientes a un grupo satánico, en connivencia con su querido esposo, un actor en horas bajas, a cambio de asegurarle un éxito profesional perpetuo.

Pero, ¿por qué yo? No veo ninguna razón aparente para que me utilicen para vete a saber qué propósito. Quizá soy el conejillo de indias de algún experimento ilegal. ¿Y si acaban conmigo? Claro, ahora veo por qué yo. Estoy solo, no tengo a nadie que me reclame si desaparezco.

Y como no tengo a nadie a quien contarle mis sospechas y desconozco quién, entre el personal del hospital, puede estar involucrado en esta, digamos, práctica, tendré que ingeniármelas yo solo si no quiero salir de aquí con los pies por delante o en una bolsa de plástico.

Para empezar, he pensado que esta noche no me tomaré la medicación y, de este modo, estaré lo suficientemente consciente como para comprobar qué es lo que ocurre.

 
 

 
Lo que me temía. Pasos y susurros. La cama se ha puesto en movimiento. Me hago el dormido. Entreabro los ojos. Solo logro ver el techo que se desliza sobre mí y las luces de emergencia que, cada cuatro o cinco metros, iluminan tenuemente el pasillo. El techo se ve desconchado y las altas paredes con manchas enmohecidas por la humedad. ¡Todo parece tan lúgubre! ¿Qué clase de hospital es éste? Y, bien pensado, ¿qué voy a hacer cuando descubra lo que hacen conmigo? ¿Acaso puedo salir corriendo, escaparme? ¿Adónde podría ir? Me alcanzarían de inmediato y entonces se acabó. He sido un iluso. No tengo escapatoria. Hubiera sido mejor pedir el alta voluntaria, alegando cualquier excusa sin necesidad de indagar nada y nadie hubiera podido negarse, creo yo. Pero todavía tengo esa opción si sigo con esta mascarada y no descubren que estoy despierto. Si salgo esta noche de ésta, mañana me largo. No pasaré ni un solo día más en este lugar.

Estoy en un montacargas. No puedo ver bien la cara de los camilleros pero sé que son dos, oigo sus voces pero no entiendo lo que cuchichean. Se abren las puertas, hace frío y todo está muy oscuro.

Parece que hemos llegado al final del trayecto pues nos hemos parado. Oigo pasos que se alejan y quedo en la más absoluta de las oscuridades. No sé qué hacer, deben haber pasado varios minutos y aquí no viene nadie ni ocurre nada.

Por fin se oyen pasos, como si alguien descendiera por unas escaleras. Los pasos se han detenido, noto que me están observando. Intento permanecer inmóvil pero los párpados me tiemblan y temo que se den cuenta de que estoy fingiendo. Alguien se acerca, noto su respiración, huelo su perfume, sin duda de mujer, huele bien, muy bien.

No puedo evitar abrir los ojos. No sé qué fuerza extraña me obliga a hacerlo. Serán estas manos, tan suaves y delicadas, que me palpan, como una caricia, el cuero cabelludo.

Lo que veo, me deja sin habla. Dos jóvenes, ataviadas con bata blanca, me miran sonriendo. ¡Qué bellas que son! ¡Si parecen ángeles! Una de ellas, la que parecía acariciar mis cabellos me mira con unos ojos tan claros que impresionan y con una voz cálida y sensual me dice:

-Como ya nos has visto, no nos queda más remedio que acelerar el proceso. No queremos echar a perder todo lo adelantado hasta ahora. Esperamos que colabores.

Y dicho esto, la otra joven, más bella si cabe, levanta la sábana que me cubre y, acariciando dulcemente mi vientre, añade:

-Estás cicatrizando muy bien. Pronto no se notará nada.

No sé qué significa lo de colaborar. ¿Acaso no he hecho todo lo que me han indicado los médicos? Tampoco entiendo el motivo de esa mirada tan interesada por debajo de mi cintura. ¿Qué otras cicatrices tengo que no sea en mi cráneo? Intento incorporarme pero me lo impiden con delicadeza.

-Shhh, no te muevas –me dicen al unísono.

Aturdido como estoy, solo atino a asentir con una tímida sonrisa mientras siento un escalofrío de placer. Sus últimas palabras, antes de que los enfermeros me lleven de nuevo a mi habitación, son igualmente confusas para mí.

-Mañana acometeremos la última y definitiva intervención.
-Ahora descansa y no pienses en nada.

-Ah, y esperamos que seas discreto. Esto debe quedar entre nosotros. Si te portas bien, mañana te recompensaremos.

No sé qué pretenden de mí pero ya no me importa. Estoy esperando a que se haga nuevamente de noche para volver a estar con ellas.
 
 
 
Cuando cae la noche, el vigilante nocturno ocupa su lugar en la garita de acceso al recinto, junto a la verja de hierro forjado en cuyo lateral un gran letrero muestra la siguiente inscripción:

Centro Psiquiátrico Los Robles
Prohibido el paso al personal no autorizado
 
Mientras tanto, en la habitación 1025, un paciente duerme profundamente e inmovilizado por gruesas correas de cuero para evitar que, como lleva ocurriendo varias noches, desaparezca de su habitación y tengan que ir a buscarlo por los pasillos del sótano donde, según dice, le esperan dos jóvenes enfermeras para someterlo a un tratamiento “especial”.

Al alba, en lo más profundo del viejo sanatorio, se está pergeñando un nuevo plan para hacer frente a este imprevisto. No pueden detener el experimento precisamente ahora que estaba a punto de culminar. Además, ¿dónde encontrarían un espécimen tan idóneo como éste? Los dos miembros más jóvenes del grupo deberán valerse de su belleza y de sus reconocidas artes de seducción para lograr disponer nuevamente del paciente de la 1025.
 
 
 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Siempre vuelve a salir el sol (dedicado a todas las almas desesperadas)


 
Para Daniel, aquel había sido, sin duda, su annus horribilis. Primero fue la muerte de Dona, su esposa, una muerte que, por esperada no por ello resultó menos dolorosa. Luego vino lo de su despido. Optimización de recursos, le dijeron, como si ello justificara que le dejaran en la calle tras veinte años de fiel dedicación a la empresa y encima con una ridícula indemnización. Y finalmente el desahucio por impago de la hipoteca. Los gastos que supusieron, primero el tratamiento de aquella horrible enfermedad de Dona y luego los cuidados paliativos en casa, habían consumido casi todos sus ahorros y tras haber concluido la prestación por desempleo, la exigua indemnización por despido apenas alcanzaba ya para hacer frente con los gastos del piso, adeudando varias mensualidades de la hipoteca que, en su día, les pareció tan asumible.

Decidió marcharse antes de que le echaran a la fuerza. No quiso sufrir la humillación de verse expulsado de su vivienda, esa que habían comprado con tanta ilusión cuando la vida les sonreía.

Nunca hubiera imaginado que lo que durante tantos años había representado un vacío en sus vidas, esos hijos tan deseados que nunca llegaron, se convirtiera en un alivio. Con hijos pequeños, el drama habría sido mucho peor, se repetía a modo de consuelo.

Al principio se refugió, por las noches, en un viejo coche abandonado y de día recorría las calles en busca de cualquier trabajillo o chanchullo que le permitiera no morirse de inanición. Y si no lo conseguía, mendigaba. Creía que no resistiría esa nueva vida, por llamarla de algún modo, que le vino de frente, sin previo aviso, él, tan perfeccionista y acostumbrado a tenerlo todo bajo control. Pero, si otros lo habían hecho, ¿por qué él no?, se dijo. Había quien, en su misma circunstancia, se había suicidado pero eso no entraba dentro de sus planes. Él estaba decidido a aguantar lo que hiciera falta, no podía fallarle a Dona después de que, en su lecho de muerte, le prometiera que seguiría adelante, reharía su vida. Claro que ella se refería a otra cosa pues nunca supo de los problemas económicos por los que estaban atravesando, pero el espíritu de esa promesa era el mismo. Levantaría cabeza y no se hundiría en la desesperación.

Hoy, después de cinco años de aquella angustiante experiencia, Daniel vuelve a sonreír. No es que haya recuperado su piso, que sigue en venta por la entidad bancaria que se lo quedó, ni su empleo, pues aquella empresa ya hace más de dos años que cerró por quiebra, ni ha rehecho su vida junto a otra mujer, como Dona le había insinuado. No, su sonrisa se debe, simple y llanamente, a que la que fuera la peor experiencia jamás vivida, le ha dado una nueva visión de la vida, la visión de que todos formamos parte de un mismo todo en unidad con el universo, de que las posesiones materiales no son más que una rémora que nos impide ser felices, de que compartir lo poco que se tiene con el prójimo nos hace humanamente más grandes, de que vivir en armonía con la naturaleza da sentido a nuestra vida pues nos hace más conscientes de que formamos parte de ella y del cosmos en el que habitamos, haciéndonos, a la vez, más humildes.

Hoy, Daniel vive en una ecoaldea, en la que colabora con sus conocimientos sobre energías renovables y donde, junto a sus compañeros y compañeras, organiza charlas sobre cómo vivir en armonía con el medio que nos rodea en base a una sostenibilidad tanto alimenticia como económica. Daniel se siente, por primera vez en su vida, útil y, por lo tanto, realizado. Solo le falta una cosa: tener a su lado a Dona para disfrutar, juntos, de esta nueva vida que ha conocido gracias a haber tenido que abandonar la que tantos quebraderos de cabeza le proporcionaba y que, como la piel muerta que muda la serpiente, ha dejado atrás, pegada a la dura piedra en la que se ha convertido la sociedad de consumo.

Por las noches, tumbado sobre el tejado de la casa de adobe que él mismo se ha construido, Daniel dirige su mirada a las estrellas y se imagina que habla con su mujer y se lamenta de que para haber descubierto la felicidad haya tenido que sufrir tantas pérdidas. Perder para ganar, sufrir para ser feliz. ¡Parece tan injusto! Pero no cabe lamentarse por aquello que ya no tiene vuelta atrás, hay que mirar al frente con la cabeza y la moral altas. La energía positiva atrae energía positiva y siente que, de algún modo que no sabe explicar, Dona, su memoria o su espíritu, le infunde esa energía que le ayuda a progresar.

La vida continúa y, por muchas cosas que nos hagan sufrir, por muchos obstáculos que debamos salvar, por muchas injusticias que nos duelan, por muchos ataques que recibamos a nuestra autoestima, debemos ser fuertes y resistir los embates de nuestros enemigos, físicos y morales, pensar que vale la pena seguir adelante disfrutando de ese don tan valioso que es la vida porque, pese a todo, siempre vuelve a salir el sol.
 
 
 

lunes, 8 de septiembre de 2014

La fuente mágica


Soñó que vagaba por los valles, montes y bosques en busca de la fuente de la inspiración. No sabía cómo era ni en qué consistía pero le habían dicho que cuando la viera, no le cabría ninguna duda sobre su identidad, la reconocería de inmediato.

Tras varios calurosos días con sus frías noches, se detuvo en medio de un claro a descansar y comer de lo poco que le quedaba en la bolsa que llevaba en bandolera. Cansado como estaba, se quedó dormido y al despertar, horas después, la oscuridad cubría todo lo que le rodeaba y el temor se apoderó de él por no haber sido precavido y haber buscado, como hacía cada atardecer, un refugio nocturno que le permitiera dormir al amparo del frio y de las alimañas.

Afortunadamente, la luna seguía, en su cuarto creciente, dando suficiente luz para guiarle sin temor a caer en un hoyo o despeñarse por un barranco y así, despacio y con ayuda del cayado que se había fabricado, emprendió una caminata hacia el monte más próximo que se divisaba a menos de media legua donde, con toda seguridad, hallaría refugio en alguna cueva u oquedad entre las rocas. Encendería una pequeña fogata y seguiría descansando hasta que la luz del día le devolviera a la realidad y le empujara a seguir con su búsqueda que, cada vez, le parecía más estéril. Si en dos días no encontraba lo que andaba buscando con tanto empeño, abandonaría su periplo por esas tierras y volvería a casa para seguir siendo lo que era: un pobre juglar que nunca llegaría a ser un trovador que recitara y cantara sus propios poemas.

¿Existiría realmente esa fuente mágica de la inspiración de la que le había hablado Rimbaut de Vaqueiras cuando coincidió con él en la última fiesta organizada por Guillaume des Baux? El gran Rimbaut, que de juglar había acabado siendo el mejor trovador de Occitania y que, además, siendo de origen humilde como él, había sido nombrado caballero, le confesó que todo ello fue gracias a ese hallazgo providencial que le cambió la vida y le había otorgado fama y fortuna. ¿Estaría suficientemente lúcido cuando le refirió este hallazgo casi milagroso? Recordaba que estaba bastante ebrio cuando le hizo esa confidencia. Quizá le tomó el pelo y ahora estaba perdido a los pies de los Alpes de la Alta Provenza sin más esperanza que volver sano y salvo a su ciudad natal para seguir con esa vida anodina de juglar cantor de poemas ajenos en las plazas de los pueblos y en fiestas donde requirieran su presencia para amenizar al público por un puñado de libras.

Y con estos pensamientos, quedó profundamente dormido hasta que un armonioso sonido de un laúd le despertó cuando todavía no había clareado. Extrañado, salió de su refugio y se encaminó hacia donde le parecía que procedía aquella música que se le antojaba celestial. Esto debe ser un sueño -se dijo. ¿Quién puede estar tocando un laúd en medio del bosque en plena noche?

Lo que vio, al poco de internarse en la arboleda más próxima, le dejó atónito. Un grupo de hermosas mujeres, ataviadas con las más finas y bellas telas de múltiples colores, estaban danzando alrededor de una gran fogata, pero la música procedía de un oscuro rincón alejado de las jóvenes bailarinas, en donde una figura, recostada sobre el grueso tronco de un árbol caído, arrancaba de aquel instrumento la más dulce tonada jamás oída. Solo reconoció al sujeto cuando éste empezó a cantar una canción que le resultó familiar, aquella que oyó por primera y última vez en la fiesta organizada por Guillaume des Baux, príncipe de Orange, pues esa melodiosa voz solo podía ser la de su admirado Rimbaut de Vaqueiras. Pero ¿qué hacía el gran trovador allí y quienes eran esas hermosísimas jóvenes?

Cuando la música se detuvo y la voz del trovador calló, éste salió de las sombras y, sonriéndole, le llevó hasta el centro del claro, junto a la fogata, donde las jóvenes le rodearon y una de ellas, la más bella entre las más bellas, le invitó a beber de una gran copa repleta hasta el borde de un líquido aromático. Bébetelo todo -le dijeron al unísono- y encontrarás lo que buscas. Con el último trago de aquel especiado y dulce brebaje, un profundo sueño se apoderó de él, cayendo rendido a los pies de sus anfitriones.

Cuando despertó, envuelto en sus desgastadas sábanas, sudoroso y tendido boca arriba en su estrecho y sucio camastro, le sobrevino una abrumadora desilusión al comprobar que todo había sido un sueño, un bonito sueño pero un sueño al fin y al cabo. Un sueño sobre algo inalcanzable, una quimera, una utopía. Ya no sabía si toda la historia del viejo Rimbaut había sido también una ensoñación. Pero la vida continuaba y él debía seguir viviéndola haciendo lo único que sabía y podía para subsistir.

Cuando, tras el frugal desayuno al que había acostumbrado a su magro cuerpo, se sentó a ensayar, una vez más, su nuevo repertorio con versos y música de sus trovadores preferidos, vio ese pliego de papeles en blanco que había intentado inútilmente llenar con sus propias obras que nunca llegaban a materializarse y que finalmente había guardado en el cajón de la vieja alacena. ¡Qué raro! -se dijo-, juraría que había dejado pluma y papeles a buen recaudo. Y cuando tuvo entre sus manos el manojo de ese costoso papel vitela que había adquirido para sus hipotéticas obras, sintió que le sobrevenían unas fuertes palpitaciones que a punto estuvieron de hacerle estallar el corazón. Cuando se recuperó de ese extraño incidente, vio, con otros ojos, aquellos papeles y aquella pluma que tan odiosos se le habían hecho últimamente y una atracción irreprimible se apoderó de él y de sus dedos hacia aquellos útiles de trabajo.

Ahora, no hay día que no componga un nuevo verso y lo convierta en una hermosa canción. No hay semana que no sea invitado a amenizar las más floridas fiestas dentro y fuera del país. Sus obras -dicen sus numerosos admiradores-, solo son comparables a las del divino Rimbaut de Vaqueiras. ¿De dónde ha salido ese trovador que –según dicen otros- no era más que un triste juglar hasta hace bien poco?

Cuando en la última fiesta en la que actuó, un joven juglar le preguntó de dónde sacaba su inspiración, él no supo qué contestar pues ni él mismo entendía lo que le había ocurrido. Iba a decirle lo que a él le había contado quien fuera su admirado maestro pero se contuvo, no quería darle falsas esperanzas e imbuirle de ridículas fantasías. Pensó unos instantes y al final, mirándole fijamente a los ojos, le dijo: la fuente de inspiración está dentro de uno mismo, solo tienes que saber buscarla.
 
 

 

lunes, 1 de septiembre de 2014

La vida está llena de sorpresas


Desde luego, la vida está llena de sorpresas. ¿Adónde fueron esas ingratas musas que no quisieron tenerme como compañero de viaje?

Me abandonaron frente a este mar que tan bien conozco y que me ha acompañado, día y noche, con su inacabable oleaje que me ha distraído de día y me ha acunado de noche.

Pero por mucho que me haya hablado, ese mar, por conocido o por reiterativo, no me ha aportado, esta vez, nada nuevo digno de contar.

He descansado, sí, pero no solo ha dormido mi cuerpo sino también mi mente, que, sin estar totalmente en blanco, no ha sido capaz de inventar, de imaginar o de construir ni una sola historia digna de ser escrita, y mucho menos contada.

Pero ¿para qué necesito musas tan esquivas y desagradecidas cuando puedo valérmelas por mi solo? O eso creo. A fin de cuentas, ¿quién ha visto alguna vez uno de esos espíritus etéreos y esquivos? Dicen que son como el oxígeno, que no podemos ver pero que nos envuelve y sin el cual no podríamos subsistir.

Voy a intentar demostrar que sin ellas también puedo escribir y si voy errado, no tendré más remedio que ir en su busca y pedirles, qué digo, rogarles, que vuelvan a mi lado, qué remedio. Quizá es eso lo que esperan de mí. Que vaya tras ellas y les suplique, me humille. Aunque bien pensado, quizá me lo tengo merecido pues si realmente tanto me han ayudado, he sido yo el ingrato ya que nunca les agradecí lo que han hecho por mí.

Pero ahora lo que siento es más curiosidad que arrepentimiento. Voy a intentar escribir sin su ayuda, en su ausencia, a ver qué ocurre. Terminaron las vacaciones y con ellas el dolce far niente. Manos a la obra.

A ver, ¿qué puedo escribir? Piensa, piensa.

Maldita sea, no se me ocurre nada.

Bueno, otro día será.