miércoles, 30 de julio de 2014

Los retales se han agotado... de momento



Mis musas se van de nuevo de vacaciones, las muy ociosas, pero esta vez he decidido irme con ellas, si me aceptan.

Aunque creo que tengo bien merecido un descanso, pues he contabilizado ochenta y seis entradas en trece meses (eso sin contar las treinta y siete de mi otro blog en castellano, “Cuaderno de bitácora”, y las veintitrés del blog en catalán, “En català si us plau”), no estoy seguro que pueda tener las manos quietas (y mucho menos la mente en blanco) por mucho tiempo porque, simplemente, el cuerpo (y mi cerebro) me lo pide.

Ya sé que es la calidad y no la cantidad lo que cuenta pero es que si bien esta última la puedo someter a un riguroso control, la calidad es, muchas veces, tan huidiza y otras, las menos, tan subjetiva, sino equívoca, sobre todo para el que escribe, que no tengo otro modo de valorar lo hecho hasta ahora, excepto la satisfacción que ello me produce.

Sea como sea, estos “Retales de una vida”, la mía, real o ficticia, cierran por vacaciones y espero que a la vuelta hayan muchos más retales que mostrar a todo/a aquel/la que quiera seguir visitando esta tejeduría de historias.

Feliz descanso!
 
 

lunes, 28 de julio de 2014

¿Por qué?


Se advierte que el cuestionario que aparece a continuación puede herir la sensibilidad de algunos escritores especialmente susceptibles. En caso de producirse una reacción de hipersensibilidad emocional, se recomienda detener inmediatamente su lectura y aplicar un nuevo refrán que dice “a escritos necios, ojos ciegos”, pues ya es bien conocido ese otro que reza: “ojos que no ven, corazón que no siente”
 
 
¿Por qué algunos relatos o artículos mediocres reciben muchos más comentarios halagadores que otros de mucha mayor calidad?
a) Porque tienen muchos más amigos benevolentes y/o aduladores
b) Porque quien hace el comentario, lo hace esperando recibir, a cambio, el mismo trato
c) Las dos respuestas anteriores son ciertas
d) Es un misterio
 
¿Por qué algunos autores de relatos o artículos no se dignan a responder a los lectores que han tenido la deferencia de dejarles su opinión o comentario?
a) Porque no les interesa conocer las opiniones de los demás y no se los leen
b) Porque consideran normal recibir elogios y no vale la pena demostrar su agradecimiento
c) Porque son tan humildes que les da vergüenza recibir elogios y no saben qué decir
d) Es otro misterio
 
¿Por qué hay autores que tienen en su blog un sistema de aprobación previa de los comentarios antes de que estos sean visibles?
a) Porque temen la posibilidad de un comentario negativo o excesivamente crítico
b) Porque consideran  que hay comentarios que no vale la pena publicar
c) Porque hay comentaristas anónimos que son unos desvergonzados e impresentables que solo dicen disparates que hay que censurar
d) Porque esta opción salía por defecto cuando diseñaron el blog y no saben cómo desactivarla
 
¿Por qué, a pesar de no recibir comentario alguno, hay quien sigue publicando en su blog sus ideas y relatos?
a) Porque son unos ilusos y no pierden la esperanza
b) Porque escriben por devoción sin esperar nada a cambio
c) Porque les importa un rábano la opinión de los demás
d) Porque son gente rara
 
¿Por qué, a igualdad de condiciones y méritos, hay quien ve publicadas sus obras cuando otro/as, en cambio, deben dejarlas en el anonimato perpetuo?
a) Porque se han esforzado en tener y mantener buenos contactos
b) Porque tienen más paciencia que Job y no pierden la esperanza
c) Porque son unos escritores como la copa de un pino y no como los otros
d) Porque el mundo editorial es como la ruleta rusa: a veces acierta el disparo y otras no
 
¿Por qué, en definitiva, hay tanta disparidad de criterios, conductas y oportunidades?
a) Porque la conducta humana sí que es un misterio
b) Porque en la diversidad está la gracia
c) Porque vivimos en un mundo caótico, contradictorio e irracional
d) Porque la evolución de las especies por la selección natural también tiene cabida en el mundo de las letras
 
Nota: Todas las situaciones anteriormente descritas son inventadas y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Así pues, no os molestéis en responder al cuestionario pues sería una auténtica pérdida de tiempo, como el empleado por su ocioso e ingenuo autor a quien le gusta hacer preguntas tontas.
 
 
P.D.- Parodias y simplificaciones aparte, nunca he creído en la suerte ni en el mérito absolutos. Todo, o casi todo, se debe a la suma de estos dos elementos en un porcentaje variable, según el caso. Tanto es así que hasta el que tiene la “gran” suerte de tocarle el premio gordo de la lotería, se le debe atribuir el “pequeño” mérito de haber comprado el décimo. Creo que el secreto del triunfo o, simplemente, de que las cosas nos vayan bien, reside en que esos dos ingredientes se encuentren en la proporción exactamente necesaria para ello. Pero ¿quién conoce la proporción exacta? Esa sería otra pregunta a añadir al cuestionario pero, posiblemente, también se trata de un misterio.
 
 

lunes, 21 de julio de 2014

Una dura decisión


Nunca debió hacerlo. Nunca se hubiera imaginado actuando de este modo. Está profundamente avergonzado y arrepentido y no puede conciliar el sueño por culpa de sus remordimientos. ¿Por qué tuvo que hacerle caso? ¿Acaso se había vuelto loco? Siempre tan sensato y, en esta ocasión, se dejó manipular sin pensar en las consecuencias. Tenía que haber pensado que alguien más lo podía descubrir y le amenazaría con delatarle. Pero ahora ya es demasiado tarde, ya no hay marcha atrás. No hay restitución posible. ¿Qué dirán todos cuando se sepa lo que ha hecho? Tiene que confesar, no hay otra salida si no quiere vivir este tormento toda su vida.

No puede soportar más la tortura que le supone guardar silencio, pero el temor a la reacción de sus amigos, de sus vecinos, de la gente que le conoce y que le tenían por una buena persona, no es nada comparado con el que le produce solo pensar en la reacción de sus padres, que tanto se han preocupado por su educación y que tanto han confiado en él. No quiere siquiera imaginarse sus caras de profunda decepción cuando se enteren de la verdad. Sus padres no se merecen esto. Pero antes de que lo sepan por otro, si es que el chantaje se cumple, prefiere ser él quien se lo cuente y dé su versión de los hechos. Quizá, de este modo, le acaben, si no comprendiendo, sí al menos perdonando.

Como el cobarde que es, prefiere, sin embargo, una confesión por escrito pues no se siente capaz de aguantarles la mirada de hacerlo cara a cara, así que les dejará una nota en la mesa de la cocina para que la lean al día siguiente, a la hora del desayuno. Lo que pase luego, cuando él aparezca por la puerta, lo deja en manos de la Providencia.

Así pues, coge una hoja de papel y escribe, con mano temblorosa, su terrible confesión:

Queridos papá y mamá:
Siento mucho daros este disgusto pero no puedo soportarlo más y tengo que confesaros la verdad: Os mentí, no fue Chusky, como os hice creer, quien se comió el pastel de mi cumpleaños, fui yo quien lo robó. Lo siento mucho, yo no quería, pero una niña de la clase me obligó a hacerlo. Tenía que regalárselo y demostrarle así lo valiente que era si quería salir con ella.

Pero Guillermo, con la mirada borrosa por las lágrimas fijada en su confesión, toma, de repente, una firme y dura decisión: dar la cara como hacen los hombres de verdad. Eso sí que es ser valiente y no parapetarse tras un papel.

Y haciendo trizas la hoja que tiene en sus manos, arroja los pedazos a la papelera y se tumba en la cama pensando que mañana, después de confesárselo todo a sus padres, romperá con Marina pues no vale la pena salir con una niña tan egoísta y marimandona. ¡Si con ocho años es así, cómo será cuando sea mayor! Y al imbécil y celoso de Miguel que le den morcilla. Si pensaba chivarse, se quedará con las ganas, y si tanto le gusta Marina, se la regalo.
 
Imagen: "El grito", de Edvard Munch.
 

lunes, 14 de julio de 2014

El escritor abogado


Había olvidado aquel encuentro en las Ramblas cuando, una mañana, Manuel recibió la visita de aquella mujer enigmática y, probablemente, peligrosa.

Beatriz, su clienta y demandante del divorcio que él mismo tramitara cuatro años atrás, venía, según dijo, a cumplir la palabra dada en plena calle dos meses atrás. ¿No lo recordaba? Pues estaba allí para refrescarle la memoria.

Si había venido a verle era porque ya lo tenía todo listo para que él plasmara en papel lo que ella le iba a contar con palabras y como la historia que iba a contarle era demasiado larga para contársela en un solo encuentro, Beatriz le propuso reunirse, todas las tardes, en su casa, en la parte alta de Barcelona.

Cuando se hubo marchado, Manuel se preguntó por qué había aceptado, pues sabía que nada bueno podía salir de aquel plan pero su curiosidad pudo más que su prudencia y aquella mujer, lo reconocía, ejercía sobre él un influjo difícil de evitar. Si la cosa pintaba mal y había realmente algo delictivo en lo que iba a escuchar de labios de su, ahora socia, como ella se había autodefinido, abandonaba y punto.

Con solo una semana escasa de trabajo en común (ella le contaba los hechos y él tomaba debida nota para luego, en sus ratos libres, ponerlo todo en orden y dar cuerpo a esa segunda entrega que tenía que ser todo un bombazo), Manuel se convenció que estaba ante una asesina, una fría y despiadada asesina. Tras pormenorizarle cómo contactó y embaucó a su presa, aquel hombre relleno de dinero y grasa, en palabras de Beatriz, le relató el plan que puso en práctica para, primero, casarse con él y, luego, acabar con su vida y hacerse así con su fortuna, de modo que su muerte pareciera natural. Diabético insulinodependiente, con una insuficiencia cardiaca congestiva desde hacía años, hipertensión y colesterolemia, ¿quién iba a sospechar que había sido una muerte provocada lo que había acabado con él? Había resultado el crimen perfecto.

Pero ¿qué era lo que quería que contara en su novela? Aunque fuera un acto horrible, execrable, ¿qué tenía de especial la historia de un asesinato por parte de la esposa para hacerse con el patrimonio del marido? Eso ya estaba muy visto. En todo caso, sería una más de las típicas novelas negras.

Manuel no necesitó mucho más para comprender lo retorcido de la historia que tenía ante sí. Todo no acababa con la muerte de aquel infeliz, no, pues la “viuda negra” ya tenía a otra presa en sus garras. ¿Por qué no se hizo la autopsia del cadáver?, ¿por qué en el certificado de defunción del rico y obeso finado constaba como causa de la muerte una parada cardiorrespiratoria resultante de un fallo multiorgánico derivado de la multipatología del enfermo? Pues porque lo firmó el que fuera el médico de familia y amigo íntimo del fallecido durante años y actualmente el nuevo amante de Beatriz, reconocido médico especialista en la sociedad española de cardiología y acaudalado coleccionista de obras de arte.

Así pues, Beatriz era, ni más ni menos, que una asesina en serie, calificativo que aquélla aceptó de buen grado cuando Manuel se lo echó en cara, asintiendo satisfecha, y dándole a entender que si se portaba bien habría una tercera entrega de la novela y por qué no una cuarta y, en fin, toda una saga exitosa cuyo autor, ese joven escritor, ya se había convertido en un nuevo John Grisham, un escritor abogado.

¡Quién le iba a decir a Manuel, cuando entró como estudiante en la facultad de Derecho, que un día tiraría por la borda todos sus principios morales y que no tendría ningún escrúpulo en asociarse con una asesina en serie por mor de la fama y el dinero! En pocos años de ejercer de novelista, tras abandonar definitivamente la abogacía, había escrito cuatro novelas de gran éxito que le habían reportado unas ganancias millonarias. Era rico, muy rico, y famoso, ¿qué más podía pedir? ¿Qué se le podía reprochar? Al fin y al cabo, él solo escribía lo que le dictaba su socia. En todo caso, era un encubridor pero no un asesino, ni siquiera un cómplice, y eso le parecía suficiente para anestesiar cualquier tipo de remordimiento. Pero de pronto se sintió, por primera vez en su vida, asustado, atrapado, y no sabía cómo escapar de lo que se le venía encima.

Todo comenzó el día en que Beatriz le dijo que le amaba.
 
 

martes, 8 de julio de 2014

El abogado escritor



Manuel siempre había querido ser escritor, pintor o músico, ser creativo, como solía decir. Pero los consejos de su padre, hombre de ideas fijas y prácticas, le convencieron para estudiar Derecho y ejercer, como él, de abogado. Trabajaría en su bufet, que un día, cuando muriera o fuera demasiado viejo para llevar las riendas del negocio, pasaría a ser de su propiedad.

El padre de Manuel murió, un mal día, víctima de un infarto fulminante cuando éste solo hacía dos años que se había licenciado. Hay que decir que Manuel no había sido precisamente un buen estudiante –se sacó la carrera con aprobados y algún que otro notable- que odiaba esa profesión y sobre todo los casos en los que el bufet de su padre se había especializado: los divorcios. Muchas eran agrias disputas y pocos los clientes satisfechos con el acuerdo final que se había alcanzado.

Por culpa de la omnipresente crisis, que incluso llegó a afectar a las crisis matrimoniales, cada vez eran menos los casos de divorcio que llamaban a la puerta del bufet, ahora propiedad de Manuel, de modo que éste decidió dedicar su cada vez mayor tiempo libre a la escritura, su pasión de toda la vida.
Nunca se hubiera imaginado que su breve experiencia como abogado matrimonialista, que tan poco le agradaba, le serviría de inspiración y así, poco a poco, el manuscrito de la historia de una infidelidad, como tituló a su opera prima, fue tomando forma hasta que llegó el momento de presentarla en sociedad.

Al cabo de dos años, su novela se convirtió en un best seller. “Es la primera obra de un joven escritor con mucha imaginación y talento, una novela que trata de una relación tormentosa entre una mujer de clase humilde y un marido con abundancia de dinero y de amantes” rezaba la faja promocional que recubría la portada del libro.

Hoy, Manuel ha visto, en las Ramblas barcelonesas, del brazo de un hombre obeso que parecía doblarle la edad, a aquella mujer que un día se presentó en su despacho para pedirle que se encargara de la demanda de divorcio contra su infiel marido. Cuando sus miradas se han encontrado, ella le ha susurrado algo a su acompañante y, dejándolo plantado en medio de la calle, se ha acercado a Manuel con paso decidido y sonriente, en señal de reconocimiento.

La mujer le ha estrechado la mano y, sin soltársela durante un buen rato, le ha dicho en un tono un tanto malicioso:

-Una novela realmente interesante la que ha escrito. Me ha gustado mucho y tengo entendido que ha sido todo un éxito de ventas. Nunca me hubiera imaginado ser la fuente de inspiración de un escritor y que mi historia pudiera dar para tanto, porque no me negará que lo que ha escrito trata sobre mí y mi ex, ¿no es así?

Y sin darle tiempo a réplica alguna, ha añadido:

-Si quiere repetir el éxito con una segunda parte, le pudo ofrecer una nueva historia, esta vez más morbosa, si cabe, que la primera, con un muerto de por medio incluido.

Y ante la estupefacción de Manuel, la mujer, ahora con una sonrisa abiertamente perversa, se ha despedido diciendo:

-Pero esta historia todavía no está lista, tardará un poquito pues todavía estoy en ello, ya me entiende –le ha dicho, señalando con un ligero movimiento de cabeza a su orondo acompañante que no les quitaba el ojo de encima-. Cuando lo tenga todo listo, ya iré a verle a su despacho. Pero, eso sí, esta vez iremos a medias con las ganancias. Nunca me ha gustado que se aprovechen de mí. ¿De acuerdo?

Y mientras aquel pedazo de mujer, todavía joven y de muy buen ver, se alejaba Ramblas abajo con aquel pobre infeliz, Manuel, alarmado y dubitativo, pensó que eso de haber estudiado Derecho no le había ido tan mal.


Fotografía: Ewan McGregor, en una secuencia de la película The Gost Writer, proyectada en España con el título El Escritor

martes, 1 de julio de 2014

La tía Filo


Cada vez que Rosaura iba a visitarla, la misma historia: primero, las recriminaciones y luego el victimismo. Que si vienes a verme muy de tarde en tarde, que apenas te acuerdas de mí, que dijiste que vendrías todos los días, que, si no fuera por mis gatos, estaría más sola que la una, que un día vendrás y te dirán que ya me he muerto, que el día que me muera quedarás libre de esta obligación, porque si vienes es por obligación. Y así siempre; de modo que, desde hacía un año, momento en que empezó todo este calvario, esa visita semanal se convertía en un martirio.

La tía Filomena era la única superviviente de los numerosos tíos y tías que Rosaura había tenido. Era la menor de los seis hermanos de su madre y era su madrina. A sus noventa y dos años, la tía Filo, como así la habían llamado siempre, era todo un carácter, una persona de trato difícil; siempre había sido muy desabrida con todo el mundo, incluso con ella, su ahijada. El calificativo más benévolo que se le podía aplicar sería “desagradable”. Y desde que le habían diagnosticado un principio de Alzheimer y había ingresado en aquella residencia, por consejo de su médico, todavía lo era más. Solo tenía una virtud: era escandalosamente rica y todo gracias a su difunto marido, que se enriqueció en Cuba, y a quien, según las malas lenguas, había matado a disgustos sin haberles dado tiempo de tener descendencia. A esta situación de su tía, se le añadía otra a su favor: Rosaura era su única heredera.

Últimamente, sin embargo, esa actitud intolerante hacia ella que había adoptado su tía desde que enfermara, hacía temer a Rosaura que su condición de heredera universal se esfumara y que aquélla cambiara el testamento a favor de algún otro sobrino o bien decidiera dejar todos sus bienes a alguna ONG, a una protectora de animales o, algo mucho peor, a sus diez gatos, casi tan viejos como ella, que la habían seguido en su retiro hasta aquella residencia geriátrica de lujo y a los que decía querer como si de esos hijos que nunca tuvo se tratara.

Rosaura, que estaba atravesando serios problemas económicos desde que enviudara y heredara un montón de deudas de su difunto marido, no podía permitirse el lujo de perder esa oportunidad única de hacerse millonaria y vivir, por fin, en la opulencia sin tener que preocuparse nunca más por ganarse el pan con el sudor de su frente. Hasta podría echarse un novio, más joven que ella, por supuesto, que a sus cincuenta y tres años todavía estaba de muy buen ver.

Si quería, pues, asegurarse la fortuna de su madrina, solo tenía que comportarse como la sobrina dulce y ejemplar que siempre había sido. A partir de ahora la visitaría a diario, la agasajaría con todo tipo de pequeños detalles, le leería lo que quisiera, le contaría todos los chismes de la familia, cosa que, sin duda, le encantaría, la satisfaría, en fin, en todo lo que le pidiera. Sería una sobrina y ahijada dócil y cariñosa en extremo. Todo por la pasta.

Al cabo de varios meses de seguir ese plan a rajatabla, un plan que le resultaba penoso pues le obligaba a estar pendiente de su tía y de todos sus caprichos, cada día y a todas horas, la actitud de la anciana para con ella seguía siendo igual o incluso peor, pues a los reproches de siempre ahora se le añadían comentarios ofensivos del tipo “cómo has engordado últimamente, con el tipito que tenías cuando eras joven; cada vez tienes más patas de gallo, no sé cómo te lo haces; con lo mona que eras de pequeña, quién te ha visto y quién te ve; y así un sinfín de groserías que Rosaura tenía que soportar tragándose su orgullo y mordiéndose la lengua. La agresividad de la tía Filo iba en aumento y todavía empeoraría más por culpa de su enfermedad, que avanzaba a pasos agigantados, según le había dicho el médico de la residencia.

Mirándolo por la parte positiva, pensaba Rosaura, solo era cuestión de aguantar y esperar a que falleciera, lo cual, a esa edad tan avanzada, no debería tardar mucho en acontecer, o a que el Alzheimer la sumergiera antes en un pozo de ignorancia y olvido que la dejara a ella y al testamento en paz porque ya no recordara la existencia de ninguna de las dos cosas.

Un día, sin embargo, al llegar Rosaura a la residencia, en su visita diaria, cuando se disponía a entrar en la habitación de su tía, oyó voces y, alertada y curiosa a la vez, se asomó ligeramente procurando no ser vista, viendo a un hombre de cabello cano, con un maletín en el regazo sobre el que tenía unos papeles y que, sentado junto su tía, departía amigablemente con ella. Por mucho que aguzó el oído, la distancia y la voz apenas audible con la que hablaban, no le permitió entender nada de lo que allí se decía salvo una palabra, que el hombre profirió en voz muy alta y en tono interrogante y de sorpresa: Gatos.

¿Gatos? ¿Qué podía significar aquello? ¿Qué hacía allí aquel hombre hablando de gatos con su tía? Fue la enfermera de planta quién le sacó de dudas al informarle que aquel caballero se había presentado como notario y que había venido porque su tía había reclamado su presencia. ¿Notario? ¿Gatos? ¡Horror!, pensó Rosaura, comprendiendo, de repente, que se había cumplido el peor de sus temores: la tía Filo había cambiado, sin duda, el testamento a favor de sus adorables y adorados gatos.

Esa sería una afrenta que su tía no podía hacerle a ella, su sobrina favorita y ahijada sacrificada. Mientras pudiera, evitaría tal injusticia y disparate. Esos malditos gatos no iban a beneficiarse de la fortuna de su tía. Ya habían vivido a cuerpo de Rey hasta ahora. Ella ya les procuraría una vida mejor sin necesidad de robarle lo que le pertenecía por justicia. Claro que siempre cabía la posibilidad de revocar el testamento argumentando desequilibrio mental pero eso podría tardar demasiado tiempo y quién sabe si también se aprovecharían de ello sus numerosos primos y primas para sacar tajada de la herencia.

Tenía que pensar en un plan y lo primero que hizo fue consultar a un abogado utilizando la típica fórmula de “tengo una amiga que tiene un problema y me ha pedido consejo y…”. Lo que dedujo Rosaura de esa consulta fue que si el beneficiario del nuevo testamento falleciera antes de su lectura y el testador no estuviera en condiciones mentales para volver a cambiarlo, aquél quedaría sin efecto y la voluntad del testador se retrotraería hasta la anterior a la redacción del nuevo documento. En otras palabras: si los gatos murieran por cualquier causa cuando su tía estuviera con las facultades mentales tan mermadas que fuera incapaz de recordar su propio nombre, ella, Rosaura Palacios Villacisneros, volvería a ser la heredera única de los bienes de su querida tía Filomena.

Como los lindos gatitos tenían su propia zona de ocio, no sería demasiado complicado dejarles un “regalo” convenientemente envuelto por una capa de dulce golosina. Estando en un recinto abierto al jardín y sin apenas vigilancia, el deceso de los pobres animalitos podría ser fácilmente achacable a cualquier salvaje desaprensivo que odia a los gatos o a cualquier enfermo senil de los que pululan habitualmente por la residencia y sus jardines a su libre albedrío. ¿Quién sospecharía de ella, la bienintencionada y cariñosa sobrina de la acaudalada señora de la habitación 102? Un accidente, un terrible accidente, esa sería la explicación más plausible. Y si alguien, tras la lectura del testamento, sospechara algo, ¿cómo iba a probar su intervención en el fatal desenlace de los mininos? Además, seamos sinceros, ¿quién, en su sano juicio, no hubiera hecho lo mismo en su lugar? Ahora que Rosaura ya había pergeñado su plan, solo era cuestión de esperar el momento oportuno.

Y como todo llega en esta vida, llegó un momento en que la tía Filo estaba más para allá que para acá, tanto física como mentalmente, de forma que cuando uno de sus cuidadores le dijo, totalmente trastornado pero con el mayor tacto posible, que sus gatitos habían sido encontrados muertos víctimas, seguramente, de una intoxicación (evitando el término envenenamiento), la pobre anciana no articuló palabra alguna y, por toda reacción, un espeso filamento de baba resbaló desde la comisura de sus torcidos labios. Al cabo de 24 horas, un grito resonó por los pasillos de la primera planta, procedente de la habitación 102: ¡Mis gatitooooos! Cuando la enfermera de planta llegó junto a la anciana, se la encontró tendida en el suelo y sin señales de vida.

Y como la vida sigue, al sepelio de la llorada tía Filomena le siguió la lectura del testamento, a la que Rosaura acudió con los nervios a flor de piel, no fuera que hubiera alguna sorpresa de última hora y que aquella tía millonaria hubiera hecho, a sus espaldas, alguna otra locura en las postrimerías de su lucidez.

Cuando el notario pronunció el término “codicilo”, a Rosaura se le arrugó el entrecejo. ¿Codicilo? ¿Qué es un codicilo? Y el buen notario, haciendo gala de su sapiencia y profesionalidad, le vino a referir brevemente que un codicilo es una disposición que el testador añade a su testamento con posterioridad, es decir un documento que modifica ligeramente sus últimas voluntades sin alterar sustancialmente su fundamento, ya que solo añade alguna pequeña modificación al testamento original.

Tras un disimulado suspiro de alivio, la c
ara de Rosaura viró, en cuestión de segundos, del color rosado al rojo escarlata cuando oyó que la “pequeña” modificación, como el señor notario había definido, del testamento de su tía, consistía en la añadidura de una condición sine qua non: que su bien amada sobrina y ahijada Rosaura tenía que hacerse cargo de sus diez gatitos y cuidarlos amorosamente hasta que murieran de viejos. En caso contrario, Doña Filomena Villacisneros Ortiz disponía que toda su fortuna pasara directamente a sus mininos, que deberían ser cuidados por el albergue de animales que se había construido con su más que generosa aportación económica, institución a la que nombraba beneficiaria subsidiaria y final en caso de que algo malo les pasara a sus queridísimas mascotas.