lunes, 31 de marzo de 2014

La leyenda del lago


Los acontecimientos que relato en este diario se remontan a las postrimerías del siglo XI. Los ancianos del lugar, sus hijos y los hijos de sus hijos narrarán, o al menos así lo he pretendido, la historia de aquel joven soldado que, habiendo servido fielmente a las órdenes del malogrado Guillem Ramon I, Conde de Cerdanya i Berga, uno de los pocos ciudadanos de la Marca Hispánica que acudieron a la llamada del Papa Urbano II para luchar contra el turco, al volver de Tierra Santa se detuvo en aquella aldea de las tierras altas.

Un día, Onofre, que así se llamaba, contó a los lugareños que la noche anterior, dando un paseo por el lago, vio aparecer de sus aguas a una joven bellísima y de larga melena oscura que en medio de una especie de nube se le acercó y le dijo, sin siquiera mover sus labios, algo que no paró de repetir mientras un asustado Onofre corría de vuelta a la posada: venga mi muerte, venga mi muerte.

Cuando refirió aquel suceso en la taberna del pueblo, tras la estupefacción inicial de los allí presentes, todos declinaron hacer comentario alguno y, por sus miradas, unas avergonzadas y otras recelosas, Onofre entendió que sabían qué había tras aquellas tres palabras. Así pues, ante lo que el joven juzgó como la aplicación de la ley del silencio, decidió averiguar por su cuenta y riesgo lo ocurrido en aquel lugar con la muchacha de su aparición y resarcir, en la medida de lo posible, la afrenta que pudieran haber cometido contra ella.

A la noche siguiente, Onofre volvió al lago y, de nuevo, recibió la visita de aquella presencia misteriosa que parecía estar esperándole. La joven, Fátima era su nombre, le refirió que un año atrás, cuando contaba con dieciséis años, fue ultrajada y asesinada por seis de sus vecinos. Aun siendo cristiana, corría sangre árabe por sus venas, fruto de un mestizaje que, muchos años atrás, tuvo lugar cuando aquellos pagos eran dominio musulmán, y fue esa sangre y la lujuria de aquellos hombres lo que hizo que acabaran con su virtud y su vida. Y ahora sólo reclamaba justicia por lo que habían hecho, primero con ella y luego con los miembros de su familia que intentaron vengar su muerte.

Pero esa confesión tuvo también otros espectadores, aquéllos que, sabiéndose culpables, habían seguido al soldado hasta el lago y que, apostados tras unas rocas, asistieron boquiabiertos a aquella revelación y no dudaron en cercenarle la garganta para acallar cualquier intento de denuncia al nuevo Conde de Cerdanya, Guillem Jordà, quien, se decía, impartía una justicia inmisericorde para con los asesinos.

De este modo, el joven cuerpo de Onofre, con veinte años recién cumplidos, se reunió para siempre con los restos de la bella Fátima en el fondo del lago, no sin antes dirigir su último pensamiento hacia su reverenciado Conde Guillem Ramon con el que iba a reunirse. 

A partir de ese luctuoso suceso, aconteció que en cada aniversario de la muerte del soldado, año tras año, los culpables de aquellos asesinatos perecieron, uno a uno, víctimas de lo que parecía una profunda y emponzoñada herida de espada. 

Hubieron quienes dijeron haber visto, en esas fatídicas noches, a un hombre que, espada en mano, recorría las calles de la aldea junto a una muchacha, a cuya señal entraba en las casas dónde, al día siguiente, hallaron muertos a sus propietarios, seis en seis largos años. 

Hoy, cuando escribo estas líneas, casi un siglo después, aunque la normalidad haya vuelto a esta aldea y ya nadie recuerde o quiera recordar lo sucedido, sólo queda de ella una pobre semblanza de lo que fue y esta historia, que no me canso de contar a los que me quieren escuchar, verídica para unos y leyenda para otros, que sigue atrayendo a curiosos que se acercan a la orilla del lago con la ingenua esperanza de ver a unos fantasmas surgir de sus aguas. 

Pero nadie, excepto yo, les ha visto. Soy el guardián del lago, como algunos me llaman, un viejo y cansado soldado que hace ya muchas noches se acercó a estas aguas tranquilas y cristalinas con la intención de acabar con su atormentada vida y que, en lugar de eso, conoció a dos almas puras que le pidieron que viviera para contar su historia y honrar así la memoria de aquellos jóvenes cuya vida les fue injusta y deliberadamente arrebatada a tan temprana edad.

Cuando muera, y siento que no falta mucho para ello, quiero que mis restos sean arrojados al lago. Así, haré compañía a mis jóvenes amigos y con ellos recorreré los caminos de este lugar que un día fue escenario de unos actos de fanatismo y cobardía cuyas consecuencias pasaron a formar parte de una leyenda que ha perdurado durante muchas generaciones, las mismas que aún hoy siguen ignorando lo que puede llegar a hacer la intolerancia.

Por cierto, no me he presentado adecuadamente. Me llamo Guillem y un día fui el Conde de Cerdanya i Berga que murió en el campo de batalla en 1095 luchando contra el ejército turco en la primera cruzada. ¿Qué me llevó hasta este lugar? Creo que fue el espíritu de Onofre quien me atrajo porque reconoció en mí a aquél a quien sirvió con lealtad hasta la muerte y quiso hacerme partícipe y propagador de esta historia. 

Aun pecando de hereje, siempre creí en la reencarnación y ahora sé que el motivo de mi tormento residía en que no pude acudir, en mi vida anterior, en ayuda de mi leal servidor. Los dos derramamos nuestra sangre defendiendo honor e ideales y nuestros nombres volverán a estar unidos por los lazos de una antigua y sagrada amistad que no perecerá jamás y cuyo recuerdo permanecerá intacto mientras haya quien mantenga viva la “leyenda del lago”.




jueves, 27 de marzo de 2014

Víctor y Victoria


Naturaleza equívoca o mala suerte. Tantos años de sufrimiento e incomprensión para esto. Creyó ser comprendido pero sólo unos pocos fueron amables con él primero y con ella después. Duro golpe para su mujer pero más doloroso, si cabe, para su hijo que, con sólo diez años, le vio, de repente, con otros ojos y se refugió tras su madre para no contemplarle de esa forma, para olvidarle poco a poco. Tantos años de ejercer como padre y esposo para terminar siendo un desconocido para aquéllos a los que tanto amó y sigue amando. 

Cuando, todas las mañanas, se viste mirándose al espejo, ya no se reconoce. Pero no son sus pómulos, sus labios, su pelo, sus rasgos faciales y su cuerpo estrenado lo que marca la diferencia sino sus ojos, su mirada, esa mirada desprovista de vida y de ilusión, la ilusión desvanecida al comprobar cuán sola está ahora cuando más feliz debía ser, cuando ya no hay vuelta atrás.

Años de quirófano y de largos y costosos tratamientos no son nada comparados con lo que le espera conviviendo con el repudio, e incluso asco, de algunos y el desdén de esa mayoría que decía ser tolerante.

Lo que más le duele a Victoria no es haber dejado de ser Víctor sino haber perdido el cariño de la mujer que dijo al principio perdonarle, luego comprenderle y finalmente apoyarle y que ahora, en cambio, se avergüenza de lo que es, y el del niño que ambos tuvieron y sostuvieron tantos años en sus brazos.

Víctor de nacimiento y Victoria de adopción, ese ser humano, ese transexual atormentado, quisiera ahora morir para no estar solo ante ese mundo intolerante al que quiso enfrentarse y al que pensó vencer.



Esta narración no ha quedado finalista en ningún concurso ni, por supuesto, ha ganado premio alguno. Simplemente, está ahí para ser leída sin esperar nada a cambio.



lunes, 24 de marzo de 2014

El fotógrafo y el fantasma



Pensó que era un artefacto y lo iba a eliminar cuando, mirándolo con más detenimiento, vio que era una cara de mujer, bellísima, que le sonreía.

¿De quién sería esa mirada tan cautivadora? Fuera quien fuese, era, sin duda, la imagen de un fantasma, la de alguien que, desde entonces, le había sometido a un sortilegio del que ya no podría escapar.

Sólo esperaba volver a casa para, en la soledad de su habitación, contemplar esa faz adorable enmarcada en la pared con quien conversaba todas las noches hasta que el sueño le vencía.

La amaba con locura y ella, se lo había confesado, le correspondía.

Le sería fiel hasta la muerte, ella se lo había pedido, y así sería.



lunes, 17 de marzo de 2014

El viejo payaso


Cuando de niño decía que de mayor quería ser payaso, todos se reían pues pensaban que era cosa de críos, ya se sabe, ese tipo de deseos que se exteriorizan sin pensar, del tipo quiero ser policía, bombero o astronauta.

Sin embargo, su insistencia acabó haciendo pensar a sus padres y hermanos mayores que aquel deseo bien pudiera ser debido a una verdadera vocación.

Ahora lleva ya cincuenta años de profesión, desde que se enrolara en aquel circo destartalado que pasó por el pueblo el verano del 64, y la verdad es que le fue bien. Aprendió el oficio como si hubiera nacido para payaso y el público llegó a elogiar sus números cómicos en solitario, al estilo de su idolatrado Charlie Rivel.

Pero tras muchos años de ir de circo en circo, a cuál más famoso, cuando empezaron a asomar las primeras canas, empezó su declive, el declive de una vejez incipiente, la pérdida de la fama que tanto le costó ganar para caer, finalmente, en el olvido del público y acabar bajo la vieja y raída carpa de ese circo del tres al cuarto.

A punto de cumplir los sesenta y ocho, durante los últimos diez años no pasó de ser uno más de una insulsa y ridícula troupe de payasos, uno del montón, de esos que, con sus caras pintarrajeadas, esconden su verdadera faz y su verdadera alma de artista frustrado, intentando hacer reír a los más pequeños y a algún que otro adulto ingenuo.

Puede parecer un tópico, la historia del payaso triste, que hace reír por fuera mientras llora por dentro, ridi pagliaccio, la de quien vive una vida en la que se ha instalado la pena y de dolor, pero al Gran Ronald o, lo que es lo mismo, a Juan López Romero, lo que le dolía y le corroía, tanto o más que el olvido, era la soledad.

Mujeres hubieron en su vida trashumante y a todas las perdió por querer saltar de una pista a otra más grande, de un cartel a otro mayor, de ser simplemente conocido a famoso, de ganarse bien la vida a ganar mucho dinero en giras internacionales, de recibir aplausos a cosechar ovaciones, de pasar, en definitiva, de “Ronald el Payaso” a “El Gran Ronald”. Y para ello, tuvo que soltar lastre, hacer el camino en solitario.

Llegado el final de su brillante carrera, so
lo, sin más compañía que su viejo loro, casi tan viejo como él, y siendo un perfecto desconocido para las nuevas generaciones de niños, pensó que todavía podía tener un momento de gloria, su gran momento, y decidió llevar a cabo un número con el que le recordarían para siempre.

Y tenía que ser esa noche o nunca, antes de que se enfriaran los ánimos, antes de que fuera demasiado tarde.

Aquella noche, la última que el Gran Circo Impala actuaba en esa pequeña capital de provincia, cuando, llegado el momento más hilarante del repertorio, en el que, en medio de una tremenda trifulca de pantomima con sus compañeros de oficio, el Gran Ronald fingía dispararse con ese pistolón amañado para que saltara de él un chorro de agua, tras accionar el gatillo con mano trémula, una detonación inusualmente fuerte lanzó la cabeza y el cuerpo del viejo payaso contra la arena, que se tiñó de rojo con una sangre tan real y abundante como la amargura que Juan López Romero llevaba guardada desde hacía demasiado tiempo.


lunes, 10 de marzo de 2014

Justicia poética


A Joao Silveira, nacido en Faro, en el Algarve, hacía treinta y cinco años, todo le había salido bien hasta ahora, llevaba más de cinco años burlando a la policía española que, no sólo no había dado con él, sino que ni siquiera conocía su identidad, la del asesino más buscado de las últimas dos décadas.

No podía evitarlo, era algo superior a sus fuerzas. Cuando las veía, no podía reprimir un deseo casi sobrenatural de acabar con ellas.

Decían de él que era un asesino despiadado pero, a fin de cuentas, era lo que habían hecho de él. Lo que hacía no era más que justicia. Desde niño, todas esas chicas se habían burlado de él y se juró a sí mismo que se vengaría.

También le habían calificado de fetichista por el mero hecho de quedarse con aquellas partes de sus víctimas que más le atraían: los ojos azules, las delicadas manos, las orejas de contorno fino y lóbulo carnoso, la piel tatuada o la cabellera azabache de rizos naturales. En fin, pequeñas piezas de colección para su museo particular que, junto a su preciado instrumental quirúrgico, eran sus posesiones más valiosas a la vez que las pruebas materiales que podían delatarle.

Si al principio, esos actos de revanchismo le producían un enorme placer, ahora lo que más le excitaba era el hecho de esquivar a sus perseguidores, de borrar todo rastro de su autoría, de hacerse invisible a los ojos de los guardianes de la ley y el orden. Su “trabajo” era simplemente magistral. Seguro que incluso tenía más de un admirador y quién sabe si algún burdo imitador. Podría decirse que era un virtuoso del camuflaje y de la desaparición de pruebas. Tenía a la policía desconcertada. ¿Cuántos sospechosos habían detenido hasta ahora? Diría que se contaban por decenas y todo gracias a sus maquinaciones, dejando tras de sí falsas pruebas que incriminaban a inocentes.

Después de un año muy agitado, en el que había superado el record de asesinatos del año anterior, seis ni más ni menos, uno cada dos meses, necesitaba darse un respiro para acometer una nueva oleada de crímenes más elaborados, sin cabe. No quería repetirse, eso sería vulgar. A su modo, era un artista. Sus conocimientos de medicina hacían aparecer sus “trabajos” como la obra de un cirujano pulcro y meticuloso. Las fotografías de sus víctimas, antes y después de su intervención, llenaban, y seguirían llenando, las paredes de las comisarías de las poblaciones en las que había dejado su huella.

Últimamente, sin embargo, se había relajado demasiado y la policía había estrechado el cerco, por lo que tenía que ser más prudente, no podía dar un paso en falso y de ahí que hubiera decidido su reclusión temporal en el país que le vio nacer. Allí no le encontrarían. Todavía andarían buscándole por las principales ciudades españolas donde algunos decían haberle visto.

Aun recordaba la ronda de reconocimiento a la que había tenido que someterse en Sevilla tras aquella estúpida redada, y todo por culpa de haberse confiado demasiado. Afortunadamente todo acabó en una “lamentable confusión”, como le dijo, con más recelo que convicción, aquel viejo comisario tan pertinaz. De ahí que hubiera tenido que abandonar su último centro de operaciones, ese apartado y viejo chalé a las afueras de la capital hispalense, llevándose consigo todas las pruebas incriminatorias que sin duda encontrarían en caso de que aquel terco sabueso decidiera solicitar una orden de registro.

Ahora sólo necesitaba descansar de tanto estrés y recuperar fuerzas antes del nuevo asalto. Podía operar en el extranjero pero no sería lo mismo. Aquí fue donde sufrió los peores ataques a su autoestima y aquí se resarciría de tantos años de agravios.

Había alquilado una casita en una playa de Lagos, localidad cercana a su ciudad natal, para desaparecer temporalmente y disfrutar de paz y tranquilidad junto a esa costa meridional portuguesa que tantos recuerdos de la niñez le traía. Aun recordaba las excursiones en barca a esas cuevas y grutas abiertas en la roca caliza tan abundantes en aquella zona, que parecían haber sido cinceladas por la mano de un coloso. Ahora, una de esas cuevas le sería de gran utilidad.

A la mañana siguiente, al amanecer, escondería las pruebas y el cuantioso botín en joyas y dinero obtenido de sus muchas víctimas allí donde nadie podría hallarlos hasta que, pasado un tiempo prudencial, llegara el momento de reiniciar sus actividades.

El lugar no podía ser mejor pues nadie, en su sano juicio, se adentraría en esas cuevas talladas en la pared del acantilado. De muchacho, había intentado desembarcar en aquel lugar en más de una ocasión pero había tenido que desistir por culpa del peligroso oleaje que rompe ferozmente contra las rocas, pero ahora era distinto, iba bien preparado. Dejaría la lancha anclada frente a esa oquedad natural y llegaría a nado, pues contaban que en esa cueva en particular había un acceso subacuático que llegaba hasta sus entrañas. Los pocos submarinistas que se habían aventurado contaban que no había nada digno de ver en aquel siniestro lugar, así que difícilmente atraería el interés de otros visitantes. Se sentía como el pirata que esconde su tesoro en una isla desierta.

Joao Silveira llegó a la cita con su preciada y a la vez temida cueva, como tenía previsto, al despuntar el alba, cuando ni siquiera las gaviotas sobrevuelan el lugar. Lo que no tenía previsto, por extraño que parezca, fue la brusca aparición de la pleamar que, junto con la fuerte corriente marina reinante en aquella zona, convirtió esa gruta natural en una profunda y gigante tolva succionadora, un pozo sin salida, una trampa mortal.

Joao, que se había vanagloriado de eludir todos los peligros conocidos y por conocer, no pudo escapar de ese sarcófago natural que acabó siendo su mausoleo de piedra caliza.

Lo que encierra aquella cueva nadie en este mundo lo sabe ni sabrá, como nadie en Lagos sabe ni sabrá jamás qué fue de aquel portugués, apuesto y de exquisitos modales, que alquiló la casita de la playa.

Sólo hay un lugar donde veinte almas descansan en paz porque saben que, por fin, se ha hecho justicia.
 
 
 
 

jueves, 6 de marzo de 2014

La niña con poderes sobrenaturales



Nadie creía a Ángela cuando decía que su hija, de diez años, tenía poderes sobrenaturales. Primero se lo confesó al cura de la parroquia, luego al médico de la familia, finalmente a un parapsicólogo, y ahora ya lo sabía todo el vecindario. Nadie le hizo caso.

Cuando le preguntaban, no sabía describir en qué consistían tales poderes, sólo repetía que hacía “cosas raras” y que, cuando su hija hacía “esas cosas”, ella se encerraba en su dormitorio por miedo a que le hiciera algo malo. Temía a su hija y temía por su vida.

Viuda desde hacía ocho años, Ángela era una mujer solitaria, taciturna y algo excéntrica, así que los que la conocían acabaron tachándola de lunática y algunos, incluso, de demente.

Hasta que una mañana, tras varios días de inexplicable ausencia de madre e hija, la portera del inmueble, siempre ojo avizor, dio aviso a los municipales quienes, acompañados por un séquito de vecinos fisgones, entraron en su vivienda.

Tras escudriñar todo el apartamento, comprobaron que el caos reinaba por doquier, como si un huracán hubiera penetrado por las ventanas, y que restos de todo tipo de objetos se hallaban esparcidos por todos los rincones, pero ni rastro de sus vecinas. Lo más extraño era que nadie había oído nada, ni ruido de pelea ni gritos. Cuando ya se disponían a abandonar el lugar, uno de los integrantes de ese pelotón de reconocimiento vio que tras la puerta principal había una nota clavada, un nota manuscrita con un grafismo ininteligible para todos los allí presentes.

Una vez consultado un lingüista y traductor colaborador de la policía, éste dictaminó que aquella nota parecía escrita en arameo, por lo que debían consultar a un experto en esa lengua.

Enterado de este hecho, se presentó en las dependencias de la Policía Local el cura párroco a quien Ángela había acudido tiempo atrás y que, siendo un buen conocedor de esa lengua semítica, se ofreció para traducir la nota hallada en casa de sus feligresas.

El texto, escrito, según el anciano sacerdote, en arameo antiguo temprano, entre los siglos X y VIII a.C., decía así: “No quisisteis creer y he tenido que llevármela para que veáis lo que puedo hacer. Sólo la devolveré si sois capaces de encontrarme entre vosotros. Buscad y hallaréis, ¿no es esto lo que dicen vuestras escrituras?

¿Posesión infernal? ¿Locura? ¿Una broma de mal gusto? Cuando se personó de nuevo la autoridad competente, ahora miembros de la Policía Nacional, para registrar el piso en busca de algún indicio que hubiera pasado por alto a los funcionarios municipales, hallaron, debajo de la cama de lo que debía ser el dormitorio principal, un papel garabateado con trazos precipitados y que, después de una lectura cuidadosa, acabaron descifrando. En esta ocasión, la nota hallada parecía decir: “Viene a por mí. Creo que esta vez lo conseguirá, derribará la puerta y se me llevará. Que Dios me proteja”.

En el barrio, la historia corrió de boca en boca: “A la hija de Ángela, la peluquera, la había poseído el diablo y éste se ha llevado a madre e hija al infierno. Y por si fuera poco, el mismísimo demonio nos ha retado a desenmascararlo, pues dijo estar entre nosotros, sólo así devolverá a las pobres posesas”.

Como era de esperar, desde aquel momento, todos hacen cábalas para adivinar quién, entre ellos, es el maligno. Hasta en el bar del barrio se ha organizado una porra.


martes, 4 de marzo de 2014

La anciana y el gato



Erase una vez una anciana y su gato, un gato gordo y con cara de malas pulgas.

A sus noventa años, la anciana sólo tenía por compañía a Peludo, su mascota felina, un viejo gato persa de color como el whiskey.

Aunque de mal carácter, el animal adoraba a su dueña y ésta le correspondía con un amor tierno y sin límites. En definitiva, Peludo era un gato consentido.
Desde hacía casi veinte años, la anciana y su gato formaban una pareja indisoluble. No había uno sin el otro, una pareja de vejestorios inseparable y bien avenida.

Pero un día sucedió lo inevitable, un emisario de la Parca visitó el hogar de la anciana y del gato, así se lo habían encargado, pero como no especificaron más, no sabía a quién de los dos tenía que llevarse.
Ante la disyuntiva, al principiante sustituto no le quedaba más remedio que consultar a su jefa, aunque ello le valiera una regañina por incompetente, pero una tempestad de mil demonios asoló de improviso la región –eso no era culpa suya- y no hubo forma humana ni inhumana de transportarse hacia su lugar de origen, así que tuvo que quedarse como visitante de paso en casa de esos huéspedes forzosos.

Mientras tuvieron que soportar a tal incómodo inquilino, la anciana no dejó. ni por un momento, de vigilarlo, aunque ello significara que ni dormir podía, no fuera a asestarle un revés a traición y llevársela sin contemplaciones. El gato, por su parte, no le sacaba ojo de encima desde cualquier rincón de la casa, y gracias  a su silenciosa movilidad, aparecía y desaparecía de la vista de su potencial enemigo a su antojo.
 Al tercer día de espera, la anciana cayó en la cuenta de que en el más allá debía existir un lugar para las almas de los gatos, pues, de lo contrario, a su inesperado visitante no se le habría presentado tal disyuntiva. Cuando éste le confirmó tal suposición, la mujer no vaciló ni un momento y se llevó al gato a un aparte para discutir con él lo que se le había ocurrido.
 
Al cabo de unos instantes, la anciana le dijo al funesto emisario que habían llegado a un acuerdo, que ya eran los dos muy viejos y que, como sus días estaban contados, deseaban partir a la vez y pasar la eternidad juntos como habían estado hasta ahora en este mundo. De este modo, el enviado podía eludir hacer aquella incómoda consulta y ahorrarse un nuevo viaje cuando le llegara el turno a quien ahora no era llamado a una nueva vida.
 
De este modo, tan pronto como la tormenta amainó, los tres viajeros volaron hacia el nuevo destino que les había sido asignado, la anciana con el gato en su regazo y el emisario abriendo camino por el éter. Pero con la precipitación propia del novato en estas lides, el enviado cometió un error, un gravísimo error, y éste no tenía arreglo.
La anciana fue a parar al paraíso de los gatos y el gato al de los humanos.
 
Desde entonces, unos maullidos desconsolados no dejan en paz a las almas de nuestros semejantes y un llanto desesperado no deja descansar a los difuntos felinos.