jueves, 30 de enero de 2014

Los sueños no son sueños


Cuanto más le dolía la cabeza, más soñaba y más extraños eran sus sueños. Creía que eran el resultado de su estado habitual de ansiedad desde que enviudó, hasta que, preocupada por sus continuas e insoportables cefaleas, se sometió a una resonancia magnética craneal que reveló la presencia de un glioblastoma multiforme Esos sueños serían, pues, según Gregorio, su neurólogo y amigo de confianza, consecuencia del crecimiento tumoral.

El oncólogo al que la derivó, la sometió a radio y quimioterapia, más un tratamiento concomitante a base de THC, un derivado psicoactivo del cannabis, para combatir tanto las náuseas y vómitos inducidos por la quimio como el dolor. Podían probarse otros abordajes más modernos a base de inmunoterapia pero, dado el avanzado estadio de la enfermedad, no había ninguna esperanza. A lo sumo, le quedaban unos tres meses de vida. Según esto, Elisa, siempre tan enérgica y vital, no llegaría a cumplir los cincuenta.

Al cabo de dos semanas de tratamiento, Elisa observó que la calidad de sus sueños había cambiado pues, a la rareza habitual a la que estaba acostumbrada, había que añadir ahora un realismo que la tenía intrigada pero que, al mismo tiempo, la entusiasmaba.

Elisa creía que esos sueños eran viajes astrales que, poco a poco, llegó a dirigir sin saber muy bien cómo. Sólo con pensar en transportarse a un lugar determinado era suficiente para que, al quedar dormida, ese deseo se hiciera realidad.

De este modo, lo que hasta hacía poco no habían sido más que pesadillas, sueños turbios y angustiosos imposibles de descifrar, se convirtió en algo tan placentero que Elisa esperaba con ilusión el momento de acostarse, ese instante en que su cuerpo parecía alcanzar el éxtasis y su espíritu volaba adonde su mente le guiaba. Viajaba a lugares que nunca había visitado ni conocido siquiera a través de documentales o lecturas y se desplazaba de un lugar a otro en cuestión de segundos. Era como entrar en otra dimensión y como si tuviera poderes hasta entonces ocultos. Cuando despertaba, se sentía tremendamente relajada y con una paz que nunca antes había experimentado. Esa paz interior compensaba con creces la amargura que sentía al pensar lo que le esperaba al cabo de escasos meses, quizá sólo semanas, de modo que esos sueños, o lo que fueran, se convirtieron en su oasis particular, sus retazos de felicidad.

Elisa no había experimentado algo así en su vida. Tras caer en una especie de trance, se veía a sí misma tendida sobre la cama y, de pronto, alzaba el vuelo para dirigirse allí donde su voluntad le indicaba. Todo parecía tan real…

Un día decidió “viajar” a París y, concretamente, a aquel fin de semana que Luis, su difunto esposo, le dijo que tenía que ir por un tema relacionado con la publicación de la versión francesa de su última novela. Siempre le había parecido una excusa. Después de aquel fin de semana, su marido ya no fue el mismo pero no tuvo tiempo de hacer averiguaciones porque al poco sufrió ese desgraciado accidente.

Parecía mentira, pero después de tanto tiempo, Elisa seguía pensando en la posible infidelidad de Luis y ahora quería utilizar esa libertad de movimientos en el tiempo y en el espacio que le confería su estado clínico, el tratamiento o ambas cosas, para salir de dudas. ¿De qué le serviría, a estas alturas, después de llevar cinco años viuda, saber si su marido le fue infiel o no pocas semanas antes de su repentina muerte? Con lo que le estaba cayendo encima, sólo le faltaba acrecentar su angustia, pero no podía librarse de esos celos póstumos e irracionales. Quería satisfacer esa morbosa curiosidad que la había acompañado todo ese tiempo y ahora se le presentaba una oportunidad extraordinaria para saber la verdad.

Esa noche viajó a París y en cuestión de segundos estaba ante su marido, como siempre tan atractivo y elegante. No era de extrañar que sus amigas lo miraran con aquellas caras de bobas. Pero Luis estaba solo en lo que parecía una habitación de hotel, hablaba con alguien por teléfono, en francés, y su semblante era de preocupación. El instinto de Elisa no la había engañado, su marido le había mentido pero no parecía tratarse de una infidelidad. ¿Qué había llevado, pues, a su marido hasta París un fin de semana? ¿Con quién debía verse?

De pronto, la consternación se apoderó de Elisa, sintiéndose a la vez culpable y desolada. Luis no había viajado a París porque tuviera un idilio con otra mujer; había ido, siguiendo el consejo de Gregorio, a consultar al Profesor Lefèvre, uno de los más reputados especialistas en Alzheimer.

Con la brevedad y rapidez propia de esos “viajes” relámpago, Elisa vio lo que su marido y su amigo común le habían ocultado: que Luis, un escritor tan prolífico, un hombre intelectualmente tan activo, no había soportado el diagnóstico definitivo que le confinaba, irremediablemente, a una vida vegetativa y decidió quitarse de en medio antes de que le vieran degradarse de aquel modo. También descubrió que Gregorio sabía que aquel maldito accidente había sido un suicidio pero ¿por qué no le había dicho nunca nada? ¿Por temor? ¿Por conmiseración? ¿No sentía remordimientos por no haberlo impedido?

Su marido la había dejado, no había querido afrontar su incipiente enfermedad y ahora estaba sola ante la suya. Qué más daba ya. No sabía si sentir pena o rabia. Luis no le había sido infiel pero le había ocultado la verdad, otra forma de engaño. ¿Qué había sido de aquellos votos de vivir juntos en la salud y en la enfermedad? Hasta que la muerte os separe; eso sí que había sido cierto. Pero, bien pensado, si le tuviera todavía a su lado, ¿qué sería de ellos? Al menos él se había ahorrado el padecimiento de verla morir antes de verse a sí mismo frente a un abismo que lo conduciría hasta la nada.

En esta ocasión, cuando Elisa despertó se sintió vacía y traicionada, por su marido y por su amigo, pues ambos no le habían sido sinceros, cada uno por motivos distintos. La paz que hasta entonces le proporcionaban esos sueños había desaparecido por completo. Aquel día no pudo dejar de pensar en la muerte de Luis y en el silencio de Gregorio. Quería dormir pero, a la vez, no tenía deseos de emprender un nuevo “viaje”, salvo uno muy especial.

Esta vez probaría algo nuevo, algo que no sabía si podría lograr, algo que pondría a prueba su fuerza mental: se transportaría hacia otro sueño, a un sueño de Gregorio. Profundizando en los sueños del que creía su amigo, quizá pudiera contactar con Luis pues, de ser ciertas sus sospechas, el subconsciente atormentado de Gregorio seguramente le atraería hacia alguna de sus pesadillas.

Lo que Elisa descubrió no le resultó agradable, pues en todas las incursiones oníricas que protagonizó desde entonces, noche tras noche, ella siempre era el centro de atención y el objeto de los deseos sexuales de Gregorio, de quien nunca habría pensado algo así. Pero cuando ya se planteaba abandonar esas experiencias hirientes e inútiles, en el que iba a ser su último intento, se vio en una pesadilla en la que aparecía Luis en un estado lamentable, cubierto de sangre y en la que le pedía a Gregorio que cuidara de ella.

Elisa irrumpió en aquel sueño como un vendaval, saliendo de la clandestinidad del observador pasivo y, tomando las riendas de ese sueño ajeno, se apoderó de él y convirtió la pesadilla en un sueño placentero. En ese otro mundo, donde los sueños no son sueños, Elisa devolvió a Luis a la vida, una vida fantástica pero tangible a la vez y, determinada a no dejarle marchar de nuevo ni alejarse de él, decidió quedarse para siempre junto al hombre con quien había compartido más de veinte años de vida.

Cuando Gregorio despertó, no podía comprender cómo había podido soñar algo tan opuesto a sus deseos. Como si de una premonición se tratara, llamó a Elisa con la excusa de interesarse por su salud. Elisa seguía en la cama, le dijeron, ya le darían recado de su llamada y se la devolvería cuanto antes.

Ese día Elisa no despertó. Quienes la vieron, dijeron que parecía estar descansando con tal expresión de placidez en su rostro que hasta parecía que sonreía.
 
 

 

viernes, 24 de enero de 2014

Tejiendo la venganza


Gonzalo se había ocultado en el bosque a la espera de su momento, el momento de la gran venganza que llevaba mucho tiempo tejiendo, poco a poco, con paciencia.

Tuvo que pasar penurias para sobrevivir, soportar malos tratos, frío y hambre pero se impuso la obligación de resistir todas las penalidades del cuerpo y del alma sólo para tener la oportunidad de hacer justicia. Durante años había esperado la ocasión y finalmente ésta había llegado. Ahora sólo debía confiar en que las cosas sucedieran como tenía previsto.

Desde los doce años, cuando tuvo que echarse a los caminos para ganarse la vida, Gonzalo había dedicado todo su tiempo a localizar el paradero de los verdugos de sus padres, aquéllos que los despojaron de todo lo que tenían y que fueron los causantes de que ardieran en la hoguera, como herejes, movidos por la envidia y la avaricia.

Si la inquisición fue el brazo ejecutor, aquellos miserables fueron los protagonistas de una traición e injusticia sin parangón y que merecía ser vengada.

Desde que supo de ellos, tras años de paciente búsqueda, no había cesado de urdir la venganza y esa no podía ser otra que pagarles con la misma moneda pero con la diferencia de que él, Gonzalo Platero, hijo de un honrado orfebre, sería quien, con sus propias manos, haría que los Paniagua ardieran, primero en la tierra y luego en el infierno, donde un día se encontrarían.

Así sería cómo caería sobre aquellos bastardos el peso de la justicia humana, ya que la divina no se había pronunciado.

Lo tenía todo preparado. El próximo miércoles, como todos los primeros miércoles del mes, tendría lugar en Turégano el gran mercado al que acudían todos los mercaderes y vecinos de los alrededores y sabía que los Paniagua habían llegado, en su carromato, con la intención de vender sus cachivaches y baratijas. Estaban viejos ya pero los reconoció al instante y desde ese glorioso instante se apostó en el bosque, junto al camino, para hacerles caer en la trampa que debía acabar con sus vidas.

Montura, carro y sus ocupantes, irían a parar al fondo del foso que tantos días le había costado cavar para luego ocultar prudentemente. La cuba de aceite y brea que había dispuesto en lo alto de aquel árbol y una antorcha harían el resto. La hoguera purificadora les llevaría directos al infierno. Su alma pagaría por ese pecado pero la entregaba con gusto al diablo a cambio de sentirse en paz durante los años que le quedaran de vida en este mundo.

Por fin había llegado el día largo tiempo ansiado, el día de su auto de fe particular. Esperaría a la noche cuando, de regreso, sus víctimas pasaran tranquilamente por el camino pensando en los dineros recién adquiridos y en volver a casa cuanto antes. Entonces él, al amparo de la oscuridad, les tendería la trampa. Llamaría su atención, haría que se desviaran unos metros de la calzada y cuando el suelo cediera, habría llegado el momento de inmolarlos. El foso era lo suficientemente profundo para que no pudieran escapar. Los gritos de dolor mientras sus carnes se derretían por el fuego le recordarían los que salieron de las gargantas de sus seres más queridos. Ojo por ojo y diente por diente.

Pero con lo que Gonzalo no contaba, al ver a sus futuras víctimas en el mercado, fue que entre ellas había dos niños de corta edad, un niño y una niña que debían tener su misma edad cuando aconteció la brutal ejecución de sus progenitores. Dos críos que no tenían culpa alguna de los pecados de sus mayores.

Cuando, ya de noche, divisó el carromato y oyó las voces y risas de sus enemigos, tembló de temor, de excitación pero también de remordimiento por llevarse por delante a dos inocentes. Pero, bien mirado, los hijos del pecado también era pecadores, eso es lo que decía aquel viejo fraile que le recogió de pequeño y quien le educó, a golpes, en la fe cristiana.

Así pues, siguiendo con el plan, consiguió captar la atención de aquellos desgraciados y, atrayéndolos con malas artes hacia el lugar donde caerían víctimas de su venganza, hizo que se detuvieran justo encima del foso oculto por las ramas que tan cuidadosamente había dispuesto a modo de tosca y mísera alfombra.

Para su asombro, el suelo no cedió un ápice, ni siquiera tembló. Pasaron unos minutos sin que aquel artilugio funcionara y sin que Gonzalo tuviera más excusas para retener a aquellos canallas que, sospechando algo turbio, quizá una emboscada de ladrones, visto el atuendo de su visitante nocturno, arrearon al flaco jamelgo y se marcharon por donde habían venido.

Parado sobre la supuesta trampa, Gonzalo no podía dar crédito a lo ocurrido, hasta que un crujido de ramas lo devolvió a la realidad y, con un estruendo que lo sobresaltó, su cuerpo se abalanzó hacia lo más profundo de ese foso que no esperaba su visita.

Al poco, se sintió impregnado por un apestoso y grasiento líquido que le cayó desde lo alto y que, con la antorcha que todavía mantenía fuertemente agarrada, convirtió aquel lugar en una gran pira funeraria.

¿Fue la justicia divina o un ángel protector de aquellos niños inocentes que hizo, finalmente, acto de presencia? Gonzalo sería el único en saberlo cuando su alma volara hacia la eternidad.

Su cuerpo calcinado fue hallado días después por unos lugareños que se habían acercado al lugar para cazar.

Nadie supo explicar quién había cavado un foso de tales dimensiones y que, a modo de agreste mausoleo, contenía el cuerpo carbonizado de un muchacho que nadie supo identificar y a quien nadie echó en falta.

Todavía hoy, más de un siglo después, los niños de aquel lugar cantan una cancioncilla relatando el extraño hallazgo y cuyo estribillo dice así:

Cazador, buen cazador, ve con cuidado, ve con cuidado
No sea que encuentres al fantasma abrasado, abrasado
 
 

 

lunes, 20 de enero de 2014

Anales de la Agencia Espacial Karlendoniana

Registro de viajes trans-temporales
Entrada correspondiente al año 4628 (año 127 de la nueva era)
 
 


En el año 4625, 124 años después de que los karlendonianos pobláramos la tierra, fui enviado al pasado para estudiar la historia y forma de vida de los humanos que habitaron el planeta antes de extinguirse y conocer qué fue lo que acabó con su especie.

Una vez tele-transportado a la tierra del año 2314 y al poco de haberme infiltrado entre los humanos, sufrí una infección múltiple y severa por microorganismos terrestres a los que no era inmune, estando a punto de perecer. Una vez recuperado, observé, con horror, que había perdido la facultad de tele-transportarme.

Descartando la posibilidad de recuperar a corto-medio plazo esa facultad perdida, tuve que conformarme con la única que tenía para regresar a mi época: viajar en una nave que los humanos habían diseñado y semejante a la que hacía siglos que habíamos dejado de utilizar. Por lo tanto, no me quedó más remedio que vivir como un humano más e infiltrarme, con el nombre de Karl Simpson (1) , en el equipo de investigación de la NASA que estaba desarrollando ese sistema rudimentario para viajar en el tiempo.

Tuve que ser extremadamente prudente para no levantar sospechas, tener paciencia y procurar hacer méritos para que me reclutaran como uno de los tripulantes de la nave que estaban desarrollando.

Ese tiempo fue para mí más que suficiente para comprobar lo autodestructivos que eran los seres humanos, deseando, cada vez con más ahínco, volver a este mundo e informar a mis superiores de la historia de la humanidad y de cómo el hombre estaba llevando el planeta a la total destrucción. Esto nos serviría, sin duda, para no caer en sus mismos errores.

Lo más difícil para mí fue tener que conservar durante meses, quizá años, un cuerpo humano que había sido diseñado para resistir sólo algunas semanas, pero trabajando en un laboratorio como aquél, aunque no lo suficientemente avanzado para mi gusto, sí mínimamente equipado, pude ir reparándolo, a la vez que preparaba mi plan de regreso, durante esas horas extras nocturnas en las que creían que trabajaba exclusivamente en su proyecto.

Con mis conocimientos sobre tele-transporte, les ayudé a construir un aparato de disgregación molecular que permitiría a los viajeros en el tiempo ser invisibles durante su estancia en el futuro, lo que me valió una gran consideración y estima por parte de mis superiores. Sólo me faltaba ser uno de los elegidos y procurar volver al año del que procedía.

Para asegurarme de esto último, manipulé el buscador de años empleando un algoritmo que difícilmente podrían descubrir los humanos de esa época, de modo que sólo le permitiera funcionar en múltiplos o divisores de la cifra que se introdujera como año de partida. Así, partiendo del año 2314, la máquina sólo permitiría lanzar un viaje hacia delante, a los años 4628, 6942, 9256 y así sucesivamente, o hacia atrás, a los años 1157, 771, 578, etcétera, pero la intuición me decía que los humanos preferirían desplazarse al futuro y, por precaución, al año más próximo. De ser así, todo estaba calculado, viajarían al año 4628 (a sólo tres años de diferencia del que yo procedía, algo perfectamente asumible) y la nave podría regresar al 2314 sin problemas.

Esa opción, la única válida para mis intereses, funcionó sin que nadie sospechara el origen de tal anomalía y, tal como  supuse, y luego me confirmaría el comandante McGregor, elegido como piloto de la nave, los máximos responsables del proyecto no quisieron posponer una vez más la fecha del lanzamiento para evitar reconocer públicamente una nueva contrariedad y el consiguiente bochorno ante sus superiores y los financiadores del proyecto, que ya estaban más que hartos de tantos aplazamientos.

Una vez de vuelta al año 4628, no desvelé, según lo previsto, mi naturaleza extraterrestre. De haber desvelado a los humanos el origen extraterrestre de los habitantes actuales de este planeta, existía la posibilidad, aunque remota, de que aquéllos modificaran su conducta, evitando la brutal degradación de la que la tierra estaba siendo objeto, cambiando, de este modo, el curso de la historia y nuestro destino, dejándonos sin este planeta habitable que tanto había costado hallar, poniendo así en peligro la supervivencia de nuestra civilización. Por tal motivo, esas imágenes que facilitaría a la NASA no revelarían nada fuera de lo considerado normal. Lo importante para ellos, más que saber cómo vivían los hombres del futuro, era demostrar a sus financiadores que se podía viajar en el tiempo.

Tras entregar al comandante McGregor unas imágenes, supuestamente grabadas sobre el terreno, pero que en realidad había elaborado en el laboratorio durante esas noches de trabajo extra, mi intención era salir de nuevo de la nave, con cualquier excusa, para no volver, dejando al comandante sin otra salida que la de regresar solo.

Debo admitir, que llegué a sentirme culpable por obrar así pero, al conocer, por boca del comandante, que había sido objeto de un engaño, que quienes me habían enrolado en el experimento sabían que la nave tenía un problema imposible de subsanar, incluso por una civilización tan avanzada como la nuestra, un problema que impedía el viaje de regreso y que ello no había sido óbice para detener sus planes, creyendo que estaban enviando a lo desconocido, quizá incluso a la muerte, a dos de sus colaboradores, no dudé en seguir sin titubeos el plan establecido.

A la vista de la situación, el comandante McGregor, afectado por una enfermedad en fase terminal e incurable por los humanos del siglo XXIV,  tuvo que quedarse con nosotros mientras que el Dr. Graves recibía las imágenes falsas que yo había confeccionado.

Lástima que el Dr. Graves, y los hombres como él, no vivirán para ver el cataclismo que les espera a los de su especie, pero al menos hemos contribuido, con este plan, a que esa temible y peligrosa humanidad no tenga un futuro en esta galaxia que ahora es nuestro hogar.

El paradero del comandante McGregor, una vez sanado de su enfermedad, ha sido motivo de muchas especulaciones. A pesar de los esfuerzos por averiguar su paradero, tras el periodo de observación y “restauración” al que fui sometido durante varias semanas, no me ha sido posible tener noticias de él. 
 
Cronología de los acontecimientos:

- Año 2314: año al que Karl fue enviado en su viaje de ida
- Año 3020: año de la casi total desaparición de la vida en la tierra
- Año 3492: año del descubrimiento del nuevo mundo
- Año 4501: año de la repoblación de la tierra por los karlendonianos
- Año 4628: año al que Karl regresó en su viaje de vuelta
- Año 4625: año en el que Karl inició su periplo en el tiempo
 
 
Firmado:  Uko Nospmis
Secretario científico adjunto de asuntos galácticos
 
(1) Karl, por Karlendo, el nombre de nuestro planeta, y Simpson, un anagrama de mi verdadero segundo nombre
 
 
 


domingo, 19 de enero de 2014

Un viaje alucinante



Cuando me lo comunicaron, tuve que reprimirme para no dar un salto de alegría. El proyecto, tantos años aplazado y silenciado por diversas causas, por fin iba a ver la luz y yo sería un protagonista de excepción. El comandante McGregor sería el piloto y yo sería su único acompañante a bordo. Que a él le ofrecieran ese honor no era de extrañar pues era el más veterano del grupo, pero yo, aun albergando muchas esperanzas, tenía serias dudas. Pero, con esta decisión, todos mis esfuerzos y sacrificios se veían finalmente recompensados.

Al fin iba a viajar en el tiempo y sólo dos personas habían sido las elegidas. Ahora sólo debía esperar a conocer nuestro destino. Lo estamos estudiando –fue todo lo que me dijeron. Crucé los dedos. ¿Adónde me enviarían?

¿Al futuro? ¿Al año 4628? Uau, ¡qué pasada!, fue todo lo que se me ocurrió decir cuando me lo notificaron. Y ¿por qué esta fecha en concreto?, pregunté, ya repuesto de la agradable sorpresa. Pues porque la máquina sólo puede, de momento, lanzar a los tripulantes hacia un año que sea múltiplo o divisor del actual. Así pues, para no tener que demorar nuevamente el lanzamiento -ya resolveremos este inesperado inconveniente más adelante-, debíamos enviaros al año 4628 o al 1157, en plena edad media, y hemos preferido el futuro pues, mientras el pasado no nos depararía ninguna sorpresa, del futuro nos podéis traer observaciones interesantes y, sobre todo, útiles. Hemos descartado épocas más remotas porque no lo consideramos necesario y no sabemos cómo respondería la nave –fue la explicación que dio el Dr. Graves, director del proyecto.

Hacía años que había entrado a formar parte del equipo de investigación de la Agencia Espacial pero trabajando en otro proyecto paralelo, el de la tele-transportación. Sin embargo, mi contribución al “proyecto estrella”, como le llamaban, había resultado tan decisiva que decidieron incorporarme a él. Me lo gané a pulso, lo mío me costó, pero no garantizaba poder formar parte de la tripulación.

Fueron muchos los candidatos y me habían elegido a mí, Karl Simpson. No quise preguntar los motivos, no fueran a dudar de mi buena disposición y le concedieran a otro ese privilegio.

Me informaron que, mientras que el comandante McGregor se quedaría en la nave, en mí recaería la tarea de deambular por los alrededores pero sólo debía actuar como simple observador y grabar todo lo que viera durante mi “paseo”, sin intervenir para nada. Mi presencia no sería detectada gracias al disgregador de partículas desarrollado en el proyecto en el que yo había estado trabajando previamente y que nos dotaría, a nosotros y a la nave, de invisibilidad durante todo el proceso, que se estimaba de unas 24 horas como máximo.

De lo que no me informaron fue de la enfermedad en fase terminal del comandante McGregor y de que ese había sido el motivo de que le destinaran a esta misión pues ya nada tenía que perder y le habían asegurado una pensión de oro para su viuda y sus herederos. Eso me lo confesó, movido por un vano arrepentimiento de última hora, el propio comandante, poco después de aterrizar. Pero ésta no fue la única sorpresa que me esperaba. Aun recuerdo sus palabras.

-Lo lamento, hijo, pero no vamos a volver. La máquina no está preparada para ello. Sólo ha sido un viaje de ida. Siento que te hayan metido en esto pero, de haberse sabido la verdad, nadie se habría presentado voluntario. ¿Quién en su sano juicio habría aceptado sin saber lo que le depararía un futuro desconocido y sin regreso posible? No estaban dispuestos a demorar más el lanzamiento pues, de no hacerlo ahora, los de arriba amenazaban con cortar la financiación sine die. El Dr. Graves pensó que, al fin y al cabo, tú no tienes nada que perder, a nadie que llore tu ausencia, pero hizo mal, muy mal, lo sé, y me siento culpable por no haber hecho nada para impedirlo. Pero ahora ya no hay vuelta atrás, ya está hecho. Tan pronto como hayas vuelto de tu paseo por ahí fuera, enviaré el informe y el vídeo a la base y esperemos a que lo que nos espera aquí no sea demasiado malo. Al fin y al cabo, a mí me quedan unas semanas de vida pero tú eres todavía tan joven... De veras que lo siento.

Pero si ellos no me habían confesado la verdad, yo tampoco había sido franco pues les había ocultado un detalle crucial: yo no viajaba al futuro sino que regresaba a él y ellos me habían brindado, sin saberlo, esa posibilidad que temía perdida.

Menos mal que mi plan funcionó, sólo tuve que manipular el buscador de años de tal modo que únicamente funcionara en múltiplos o divisores de la fecha de partida. La única duda que tuve fue si decidirían viajar hacia el pasado o hacia el futuro, y a qué año en concreto, pero estos humanos son tan previsibles...

El engaño del que fui objeto es una prueba más del egoísmo de esa humanidad cruel y destructiva a la que he aprendido a detestar y que no se merece seguir viviendo. Pero, paradójicamente, gracias a esto, me sentiré aliviado, libre de esos remordimientos que llegué a sentir mientras iba construyendo, a sus espaldas, con nocturnidad y alevosía, como ellos dicen, la prueba falsa de un futuro plácido como el que esperan ver.

A fin de cuentas, les pagaré con la misma moneda. Las imágenes que les enviará el comandante McGregor no son más que un hábil montaje, son de lo más anodinas: edificaciones y naves singulares, todo eso que se espera del futuro, al más puro estilo de sus películas de ciencia ficción, para que no sepan la verdad, para que no vean quiénes acabarán habitando su planeta, para que sigan por el sendero de la autodestrucción y no modifiquen el curso de la historia, desapareciendo de la faz de la tierra, que es lo que merecieron, lo que necesitaron mis semejantes para existir y este planeta para sobrevivir.

No sé si algún día esos humanos engreídos y estúpidos lograrán saber la verdad, que en el siglo XLVII su querido planeta está habitado por nosotros, los karlendonianos, pertenecientes a una antigua civilización, supervivientes de la gran explosión que acabó con nuestro sistema solar, incansables buscadores de un mundo habitable y pacientes repobladores de este pequeño planeta, en el que la desolación y la muerte eran sus únicos moradores. Procuraremos que nunca lo sepan.

Por fin puedo volver a mi aspecto original y con mi gente pero no sé qué será del comandante McGregor. Siento lástima por él. Espero que acepten curarlo de esa enfermedad que hace siglos dejó de ser mortal entre nosotros. Ojalá no hagan con él como con los últimos especímenes humanoides que encontraron mis antepasados al llegar. Me sabría mal que le salvaran la vida para luego utilizarlo como conejillo de indias.

Pero ahora debo reunirme con mi equipo, que hace tres años que no saben nada de mí. Tendré que permanecer durante un tiempo en observación, en una sala de aislamiento, para evitar cualquier tipo de contaminación y adaptarme nuevamente a estas condiciones ambientales, me someterán a un chequeo exhaustivo y que espero que me devuelvan la capacidad para tele-transportarme. Luego, me pedirán que haga un informe de mi aventura para que quede constancia en los Anales de la Agencia Espacial Karlendoniana. La de trabajo que me espera.
 
 
 

martes, 14 de enero de 2014

El vecino del quinto



A Diego Navarro le encantaban las novelas policíacas; Henning Mankell era uno de sus autores favoritos y se veía a sí mismo como un doble del inspector Kurt Wallander. En todas las películas de este género que veía, siempre se vanagloriaba de dar con el asesino mucho antes que cualquier mortal. Tenía, como él decía, un ojo clínico para los maleantes y criminales. Gracias a ese don tan peculiar, estaba ahora tras la pista de un asesino en serie, ese asesino que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban, no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba, cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, a quien la policía llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quien era y dónde vivía: era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.

Empezó a sospechar de él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde, tras una cena con los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido, ocultando parte de su cara con una gran bufanda gris. Al día siguiente, supo por las noticias, que en las inmediaciones había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña. Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento extraño, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.

Desde entonces, Diego había sometido a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista. ¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?

Eran ya tres las semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres encontradas a la mañana siguiente en los alrededores, una por semana, asesinadas por el mismo procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le conocía, había ya asesinado a seis mujeres. Diego no entendía cómo la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial. Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus dotes detectivescas.

Diego había ideado un plan, un poco arriesgado pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara, cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese asesino en serie tan peligroso.

El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera su asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola eléctrica que acababa de adquirir a tal efecto y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091. 

Llegó por fin el momento de la verdad, el día D y la hora H. Diego Navarro, como siempre, apostado tras un árbol frente al portal vio cómo a la una en punto Ignacio Pereira salía y que, también como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Tras comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo, ocurrió lo inevitable: le perdió, como siempre, al doblar la esquina.

Tras más de dos horas dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable –más de uno le preguntó cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer-, cuando ya creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo, alto y de constitución delgada, sin duda su vecino, que avanzaba lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.

Se detuvo frente a él, sacó con manos dubitativas su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda –mierda, las mujeres solían fumar con la derecha, que lo había visto en el cine- y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y, al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que asomó la duda en la una y la satisfacción en la otra.

Al día siguiente, cuando las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron lo sucedido, nadie, en el barrio, podía dar crédito a lo que oía y leía.

En los periódicos, a primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:

“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.
El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía pasar por carnicero,  llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer, empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.
Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.
El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién lo iba a decir.”

Junto a este texto, aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. El comentario del pie de foto decía que seguramente le concederían la medalla al mérito ciudadano.
 
 
 

sábado, 11 de enero de 2014

Andrea (al fin libre)



Me sabe mal disgustar de este modo a mi familia pero cada uno es como es, qué le vamos a hacer, o es que, por ser familia tenemos que seguir los pasos de nuestros predecesores y antepasados. Pues no, cada uno debe trazarse su propio camino en esta vida.

Agradezco a mis padres todo lo que han hecho por mí y todos sus desvelos por protegerme y por ayudarme a ser un adulto seguro de mí mismo. A diferencia de mis hermanos, yo he podido ir a la escuela y al instituto, y ahora, si quisiera, podría ir a la Universidad. Pero una cosa es el agradecimiento y el cariño que siento por ellos y otra muy distinta es seguir sus pasos, sus dictados, hacer lo que ellos quieren que haga y ser lo que ellos quieren que sea.

Soy un ser libre y siempre lo seré y no me importa lo que digan los demás de mí. Bueno, un poco sí que me importa pero cada vez menos pues ya soy lo suficientemente mayorcito como para saber lo que más me conviene. Nunca, hasta ahora, había tenido las ideas tan claras.

Gracias a mi esfuerzo personal, me he librado de los complejos y ya no me importa tanto como antes el hecho de ser diferente. Antes, cuando mis parientes y amigos más íntimos me miraban de esa forma tan peculiar, desdeñosa, me sentía fatal. Ser distinto me resultaba insoportable, casi doloroso. Pero eso ha cambiado radicalmente, y desde que conocí a Andrea, todavía me siento con más fuerzas para superar el menosprecio al que me someten pues somos almas gemelas y con ella me siento normal por primera vez en mi vida.

A Andrea mi familia no la acepta, como era de esperar, y no porque sea mayor que yo sino por el mismo motivo que a mí, pero lo que más me duele no es el trato que le dispensan sino cómo la miran, que si no fuera porque sé que aun me quieren, casi temería por ella, que le pudieran hacer algún daño para apartarla definitivamente de mí. Pero no se atreverán a mover un dedo contra ella, al menos estando yo delante para protegerla. Pero, qué cosas digo. Si realmente me quieren, tienen que aceptarme como soy y, si me aceptan a mí, tienen que aceptarla a ella. Pero no todo es así de simple.

Dentro de dos semanas cumpliré la mayoría de edad y podré liberarme definitivamente de estas ataduras. Lo tengo decidido, me marcharé para no volver y no volverán a saber de mí, por mucho que me duela y me consideren un mal hijo, un traidor a la familia y a las tradiciones. Para ser feliz sólo la necesito a ella. Con lo que me ha costado ser aceptado por una chica así, no la voy a dejar escapar. Es el sueño de mi vida. Es lo mejor que me ha podido pasar, conocer a la única persona que, sabiendo mi condición y la de mi familia, me quiere sin tapujos  e iría conmigo hasta el fin del mundo. El amor que nos profesamos, que parecía imposible al principio, se ha convertido en algo sólido e incombustible y estamos dispuestos a luchar por él.

Andrea siempre ha querido marchar de este país, huir de sus atávicas costumbres y su cerrada cultura. Pues ahora ha llegado el momento. Está decidido, pase lo que pase. Nos escaparemos juntos y no nos encontrarán.

Como ella vive sola, no le resultará complicado. Para mí, en cambio, no será tan sencillo. Aun así, ya lo tengo todo planeado, no será muy difícil escaparme, sólo debo esperar a que estén todos dormidos.

De día no es muy seguro pues este caserón tiene ojos en todas partes, no en balde somos familia numerosa, siempre hay alguien dormitando en algún rincón. De noche imposible, claro, aunque no andan mucho por casa. Lo mejor será esperar al amanecer, cuando estén de vuelta y se hayan retirado al sótano a dormir.

Espero que sus ataúdes estén lo suficientemente bien insonorizados y no me oigan marchar.

Sólo lamento el dinero que se gastaron con mis implantes caninos. Y encima pretendían que le hincara el diente a la pobre Andrea.




 
 
 

martes, 7 de enero de 2014

Deseos cumplidos



El paisaje es irreconocible. ¡Cuánto ha cambiado! Parece que fue ayer que estuve sentado en este mismo lugar. ¡Hacía tantos años que no venía por aquí! Ya he perdido la cuenta. En todas partes me ocurre igual pero no acabo de acostumbrarme.

Esto no es vida. Siempre mudándome para no levantar sospechas. Pero yo soy el único culpable. Nunca pensé que mi deseo se hiciera realidad y que esta realidad se convirtiera en una pesadilla. Porque, a pesar de lo que muchos creen, esto no es ninguna panacea, al contrario. Y lo peor de todo es que no hay marcha atrás.

He visto muchas cosas, he aprendido muchos oficios, pero ya nada me satisface. He conocido a mucha gente, he hecho muchos amigos, incontables, pero ¡he sufrido tanto viendo marchar a quienes tanto amé! La marcha de unos no se compensa con la llegada de otros, lo nuevo no logra mitigar el dolor de las pérdidas. Y, a la larga, vuelvo a sentirme solo, vacío.

Creí que esta situación me enriquecería, me haría más sabio, más feliz. ¡Cuán equivocado estaba! De qué me sirve ver y conocer tantas cosas, ganar tanto para acabar perdiéndolo todo, aprender lo que no puedo enseñar, saber para no poder contar, ver y callar.

No, esto no es vida, al menos no la que imaginaba. Maldito el día en que mis deseos se vieron cumplidos. Y ahora, por mucho que suplico, mis plegarias no son escuchadas. Me lo tengo merecido.

La inmortalidad no es un don, no, es una maldición.


jueves, 2 de enero de 2014

Propósitos



Esta tonadilla ya no suena igual de bien desde que entramos en el euro. Eso es lo que piensa José cuando oye cantar los premios de la lotería de Navidad. No obstante, sigue produciéndole la misma sensación que cuando era niño, sólo que entonces esa cantinela infantil anunciaba el primer día de las vacaciones navideñas del colegio y ahora sólo le inspira una profunda nostalgia.

Ya lleva unos cuantos años, no quiere ni contarlos, viviendo así y trabajando doce horas diarias, sólo para llenar el tiempo y evitar pensar. Apenas sale, por mucho que sus hijos le insistan que haga alguna actividad fuera de casa, que se apunte a un gimnasio o que, por lo menos, salga a pasear, que no es sana la vida enclaustrada que lleva, que trabaje menos y se divierta más.

Llegadas estas fechas, José toma una hoja de papel y, con letra pulcra, escribe sus propósitos para el año nuevo, pero tras el cuarto ya se le terminan las ideas. Hay uno, sin embargo, que cada año encabeza la lista y esta vez se compromete a llevarlo a cabo: hacer caso a sus hijos y hacer ejercicio.

No parece un propósito muy trascendental pero la salud es lo único que ahora le preocupa, cuando ya va teniendo una edad y que, a la vista de los resultados de los últimos análisis, el médico le ha recomendado ponerse a dieta y, sobre todo, caminar. Lo de la dieta va en segundo lugar en su lista de propósitos, seguido del abandono del tabaco. El cuarto es…, ahora no se acuerda, ya lo mirará luego, ahora tiene mucho trabajo que hacer, trabajo que se ha llevado a casa pues prefiere al ambiente de su piso al de las frías oficinas y, además, puede trabajar más tranquilo, sin interrupciones de las señoras de la limpieza o del vigilante jurado que no paran de preguntarle si tardará mucho en marcharse.

Este fin de año lo pasará, como ya va siendo habitual, solo. Salvo el día de Navidad, que lo pasará con su hijo mayor, los pocos días de vacaciones que tiene los pasará, como siempre, en casa, trabajando. Siempre tiene cosas que hacer.

A medida que llega el fin de año, la sensación de soledad de José se va intensificando y cada día recapacita y se convence de que tiene que poner fin a este tipo de vida. Y vuelve a tomar esa hoja de papel y empieza a añadir buenos propósitos: beber menos, ese era el cuarto que había olvidado, refrescar su inglés, inscribirse en ese curso de pintura, dedicar más tiempo a los amigos y a la familia, viajar, darse algún capricho de vez en cuando, y… ¿por qué no?, podría intentar salir con alguien, con aquella atractiva compañera de trabajo, por ejemplo, viuda como él, que ya va siendo hora de que vuelva a vivir la vida, que total son dos días y él todavía tiene cuerda para rato. En definitiva, tiene que ser una persona distinta y eso es lo que va a ser.

Y cada día, antes de acostarse, relee uno a uno esos propósitos que le tienen que sacar de esa monotonía a la que lleva tanto tiempo entregado en cuerpo y alma.

El primer día del año nuevo, saldrá a pasear, ese será el primer propósito a cumplir. Los excesos alimenticios se acabarán desde el momento de acostarse el último día de este año. El resto de propósitos los irá cumpliendo uno a uno, sin prisa pero sin pausa.

En la cena de Navidad de la empresa, sus compañeros también tenían sus listas de buenos propósitos pero, a diferencia de ellos, él será capaz de cumplirla a rajatabla. Al despedirse, deseándose mutuamente un feliz año nuevo, sabe que, cuando los vuelva a ver, se sentirá un hombre nuevo.

La melancolía que le embarga esa Nochevieja toca a su fin. Año nuevo vida nueva, eso es lo que se dice y así será. Mañana será un gran día, el primer día de su nueva vida; hoy se despide del último de su aburrida existencia, la de todos estos años tan vacíos. Pensando en esos buenos augurios, se acuesta poco después de medianoche y de haberse tomado las doce uvas en solitario, como preludio de la vida que está a punto de estrenar. Medio adormecido por el último exceso de alcohol y con las risas y el bullicio del vecindario como telón de fondo, se sumerge en un sueño profundo, el sueño que será la frontera entre dos vidas.
 
 
 
El año nuevo amanece gris, tal como predijo “el hombre del tiempo”, como él sigue llamándolo, un término anclado en el pasado televisivo, y hace frío. Enciende la calefacción y mientras se toma la primera taza de café, contempla la calle a través de la ventana de la cocina. Está desierta y también se ve gris a las ocho de la mañana. Él se acostó inusualmente temprano pero los demás debieron estar celebrando la Nochevieja hasta el amanecer.

El cielo, de un gris plomizo, traspira tristeza e inspira apatía, abandono y melancolía, pesa como una losa.

Hoy no saldrá a pasear, hace mucho frío y puede que llueva. Mañana será otro día, o pasado mañana pues, ahora que lo recuerda, mañana, en la oficina, le espera un follón de mil demonios.

Siente apetito, abre la nevera y se desayuna algo de las sobras de la noche anterior, que fueron muchas. Cuando se acaben, comerá más sano –se dice. Toma otro café cargado y lo acompaña con un cigarrillo. Cuando acabe este paquete –piensa-, dejaré de fumar. Entonces, repara en la libreta que se dejó en la mesa, la libreta con los diez buenos propósitos para el año nuevo. La toma con cierta aprensión, lee lo que hay escrito de su puño y letra, arranca la hoja y la arroja a la papelera no sin cierto remordimiento. No necesito ninguna lista que me recuerde lo que debo hacer, ya sé lo que me conviene –dice en voz alta. Y puesto que le quedan muchas horas por delante, abre el portátil y se dispone a aprovechar ese tiempo libre para adelantar un poco el trabajo pendiente.

Cuando, al día siguiente, la mujer de la limpieza vacíe la papelera, destruirá, sin saberlo, todos los propósitos de enmienda de José y, con ellos, su nueva vida.

Hasta el año siguiente.
 
 
 

miércoles, 1 de enero de 2014

El fantasma de Don Filiberto


Si, en vida, Don Filiberto ya fue un hombre avaro, egoísta, ingrato y extremadamente quisquilloso, maniático y gruñón, una vez abandonado el mundo de los vivos, se convirtió en un fantasma de lo más insoportable. Si cuando vivía en el más allá, o en el más acá, según quien lo mire, tenía, por culpa de su mal carácter, muy pocos amigos, ahora estaba más sólo que la una pues nadie le tragaba.

No soportaba el sonido de los relojes al dar las horas, pues decía que esas sonoras campanadas le alteraban los nervios y no le dejaban pegar ojo, ni el ruido de las cadenas que sus congéneres se empeñaban, según él, en arrastrar para mayor pavor de los visitantes del lugar, por no mencionar el graznido de los cuervos y menos aún el griterío de los murciélagos  cuando, a medianoche, salían de lo alto de la torre para ir de cacería insectívora. Y así, un sinfín de manías.

Cuando sus compañeros y compañeras del inframundo, como les gusta llamarlo, le reprochaban su conducta insociable y nada propia de un fantasma que se precie, se paseaba todo el día y toda la noche enfurruñado, profiriendo mil y una imprecaciones contra todo aquel y aquella que se le cruzaba por los pasillos y se empeñaba en hacerles la vida todavía más imposible.

Hasta que un día, sus más que hastiados colegas decidieron, tras una asamblea plenaria, expulsarlo del castillo. Maldito el día en que la secretaría de recursos inhumanos decidió destinarlo allí.

Y desde aquel día, el fantasma de Don Filiberto vagó, como alma en pena, por los alrededores de la que debía haber sido su morada eterna.

Solo y abatido, el fantasma de Don Filiberto se sumió en una depresión que lo mantuvo un tiempo incontable en estado vegetativo del que no creía poder salir, hasta que vino a hacerle compañía el fantasma de Don Olegario.

El fantasma de Don Olegario, al igual que el de Don Filiberto, tenía muy mal carácter, motivo por el cual también había sido desterrado de la mansión donde había habitado durante más de un siglo, desde que dejara el mundo material. El fantasma de Don Olegario también había estado vagando, desde entonces, en busca de un refugio, sin que un maldito castillo, mansión o caserón se cruzara con él.

Reunidos así en el más ingrato ostracismo, los dos fantasmas se hicieron amigos, los primeros amigos que habían hecho desde que abandonaran sus cuerpos materiales. Y juntos, trataron de elaborar un plan de supervivencia.

Pasaron los años y cada vez se sentían más desamparados y aburridos. La paz y tranquilidad de los bosques que ahora frecuentaban ya no les atraía y, poco a poco, sintieron añoranza de la compañía de sus semejantes y del calor del hogar, aunque fuera un hogar de difuntos.

Y así, un buen día, tomaron una decisión, dura pero práctica: debían reciclarse, debían asumir las reglas de los fantasmas normales y, como tales, debían adoptar sus hábitos y su mentalidad, debían volver con los suyos, hacer un acto de contrición, pedir perdón humildemente por su mal comportamiento y solicitar su reingreso en la hermandad de buenos espíritus. Mejor eso que vagar eternamente sin rumbo y ser abducidos por los malos espíritus, que cada vez eran más, y más agresivos.

Tras pensarlo detenidamente, decidieron ir juntos al castillo de Don Filiberto, mucho más confortable que la mansión de Don Olegario, pues ya que tenían que pasar allí la eternidad, mejor pasarla con todas las comodidades a su alcance. Además, yendo juntos podrían aunar esfuerzos para convencer a la comunidad de espectros de ser aceptados nuevamente en su seno. Si éstos les veían realmente arrepentidos, ya moverían los hilos para que la secretaría de recursos inhumanos retirara las acusaciones de mala conducta de sus expedientes.

Pero cuando estaban en camino, a pocos kilómetros del castillo, oyeron unos gritos de ultratumba frente a ellos. Cautos, se escondieron bajo la hojarasca para no ser vistos hasta que atisbaron una pléyade de fantasmas que se dirigían hacia donde estaban y que, despavoridos, parecían huir de algo y fue entonces cuando el fantasma de Don Filiberto distinguió en ese batiburrillo de fantasmas de toda edad, sexo, creencia y condición a sus viejos compañeros.

Púsose el fantasma de Don Filiberto frente aquella caterva de espíritus enloquecidos para darles el alto y requerirles el motivo de tanto barullo pero, impotente, vio cómo pasaron a su través sin tan siquiera reconocerle ni prestarle atención. Sólo el último de esa barahúnda de enloquecidos fantasmas, ese niño-fantasma que tanto le había dado la lata en el castillo, pareció reconocerle y se giró en el último instante para decirle, a voz en cuello, que no se acercara al castillo, pues había sido invadido por un espíritu extremadamente violento que, al parecer, estaba buscando a otro a quien quería ajustarle las cuentas y que tal era su mal carácter y su poder maléfico que les había amenazado con desterrarlos al averno o entregarlos a los malos espíritus, con los que mantenía muy buena relación, si no le indicaban el paradero del objeto de su ira y de su venganza personal, pues andaba largo tiempo buscándole y se le había terminado la paciencia.

El fantasma de Don Filiberto, viendo así truncadas sus esperanzas y temiendo lo peor, voló frenéticamente tras el niño-fantasma de buen corazón, para requerirle si sabía el nombre de ese espíritu tan peligroso y si, por casualidad sabía a quién buscaba exactamente.

El pequeño fantasma de cola, exhausto y atemorizado, volando agarrado a la cola de su predecesor, sólo le pudo decir que lo único que sabía era que se trataba de UNA fantasma que se hacía llamar Doña Gertrudis pero que no sabía el nombre del desafortunado en quien quería descargar toda su ira.

El fantasma de Don Filiberto, más blanco que la sábana que solían usar para espantar a los ingenuos visitantes del castillo, se detuvo en seco y agarrando el brazo incorpóreo de Don Olegario le dijo con voz trémula y entrecortada: Vayámonos raudos de aquí, Don Olegario, pues ha sucedido lo que llevo mucho tiempo temiendo. Y ante la expresión de incredulidad de éste, añadió: al parecer mi señora esposa ha fallecido y su fantasma anda buscándome para ajustar cuentas.

Y desde entonces, una cada vez mayor cantidad de fantasmas andan vagando sin rumbo, como almas atormentadas, buscando refugio y la paz eterna, y que no descansarán hasta que ese espíritu colérico no haya encontrado su propia paz llevando a cabo lo que considera un acto de justicia: que su difunto esposo pague por no haberle dejado, al fallecer, nada en herencia.