jueves, 31 de octubre de 2013

eva0513


Alfonso era un NI-NI, ya no estudiaba ni tenía trabajo. Y estaba solo. Los días le pesaban como una losa y el tiempo transcurría sin aliciente alguno. Y seguía cada vez más solo.

Sus únicas compañías acabaron siendo su perro y su ordenador, y aunque los dos eran ya muy viejos, eran sus mejores compañeros. Y la música. Bueno, y recientemente Eva, su amiga del chat.

Todos los días, tras sacar a pasear a Rocco, a eso de las ocho de la mañana, Alfonso se sentaba frente al ordenador y se conectaba a ese chat que tanto tiempo le ocupaba. Sólo desconectaba para dedicarle a Rocco los cuidados más imprescindibles, su comida y sus paseos de la mañana, del mediodía y de última hora de la tarde. Poco más le preocupaba, ni siquiera su aseo personal. Pero su rutina y su vida habían cambiado desde que apareció Eva para llenar ese vacío que su amarga soledad le producía.

Eva apareció un buen día de la nada, como una aparición, como caída del cielo, y desde entonces se había convertido en su único amigo, en su ángel protector.

Desde entonces, cada día, sin excepción, esperaba que, de un momento a otro, Eva apareciera en pantalla en forma de un círculo verde junto a ese curioso Nick, eva0513, y un texto que, en pocos minutos, llenaba la pantalla y su miserable vida de alegría.

Eran almas gemelas, de eso no había duda. Durante el mes escaso que llevaban chateando, ya habían establecido un sólido y hermoso vínculo. No sabía cómo era físicamente pero no hacía falta pues a él sólo le interesaba la belleza interior. Si ella no le había pedido una fotografía suya, él no iba a ser menos. No quería que pensara que era un hipócrita después de todo lo dicho sobre la nimiedad que eran para él el físico y la edad. Con lo que trascendía de esas palabras que aparecían en la pantalla a raudales ya tenía más que suficiente para saber cómo era ella, no necesitaba más. Coincidían en todo, al menos en todo lo realmente importante. No había tema tabú, todo era tratable y discutible: la vida, la muerte, la religión, el sexo, la política, a  todo le habían sacado punta y para todo Eva tenía respuesta. Hasta en la música tenían los mismos gustos.

Hablar o, mejor dicho, chatear con Eva era un placer, tan inteligente, tan sensible, tan romántica, tan… de todo como era. El tiempo le pasaba a Alfonso volando, sin saber qué hora era, si no fuera por el pobre Rocco que le avisaba, puntualmente, de las necesidades básicas, tanto las humanas como las caninas. En realidad, no podía decirse quién cuidaba a quién.

Alfonso vivía en una nube de algodón, flotaba, nunca había sido tan feliz. Excepto dinero, lo tenía todo. Pero si seguía así, le cortarían el suministro de agua, luz, gas y teléfono y, lo peor de todo, lo acabarían echando a la calle pues ya debía unos meses de alquiler. Viviría en la indigencia. Sólo Rocco seguiría a su lado. Y entonces, adiós Eva pues de nada le serviría el viejo ordenador, si es que se salvaba del embargo. Pero eso no lo iba a permitir. Estaba dispuesto a prescindir de todo menos de ella. Sin ella no podría vivir. Lo era todo.

Se lo confesaría, le diría toda la verdad: que estaba arruinado, que era un paria, un desgraciado, un solitario. Hasta entonces no le había mentido jamás pero sí ocultado la verdad, que era una forma de mentir. Ella le perdonaría y le comprendería. A fin de cuentas lo había hecho por amor a ella, por temor a decepcionarla y a perderla. Era un perdedor y sólo la tenía a ella. Ella le aconsejaría, le ayudaría. Ella siempre tenía respuesta para todo.

Pero desde que se lo contó, no había obtenido respuesta alguna. La conexión parecía haberse evaporado como por arte de magia y por mucho que insistía, no recibía ninguna señal de su presencia.

Habían pasado ya varios días y el círculo verde no se activaba, se mantenía constantemente en rojo. No había nadie al otro lado. Estaba solo, nuevamente solo. ¿Qué había ocurrido? Eva no era así, no podía ser que lo hubiera abandonado por haberle contado la verdad, ahora que tanto la necesitaba. ¿Y la comprensión? ¿Y los sentimientos? ¿Qué había sido de ellos?

Pero lo que Alfonso no sabía era que las máquinas no tienen empatía, ni sentimientos. Porque eva0513 no había sido programada para reaccionar ante esos temas tan complejos propios de los seres humanos: el amor, la tristeza y la soledad.

Al otro lado de la red, eva0513, seguía trabajando para otros amigos menos “conflictivos”; así era tal como había sido diseñada, la primera unidad de la serie nacida en mayo de 2013 y desarrollada por la Engineering Vermont Association (EVA) de Nueva Inglaterra.



lunes, 28 de octubre de 2013

La inspiración


Se siente vacío, falto de recursos, cansado. Últimamente ya no es el mismo. Está sentado frente a esa pantalla en blanco con ese cursor que no para de parpadear bajo la dos únicas palabras que ha sabido escribir: Capítulo Uno.

Lo ha visto en muchas películas y nunca pensó que él haría exactamente lo mismo. ¿Cómo puede uno sentarse a escribir sin tener una idea preconcebida? ¿Cómo puede alguien sentarse ante el ordenador y empezar a improvisar sin tener idea alguna sobre lo que va a escribir? Y ahora es él quien está en esa situación. No le queda más remedio si quiere satisfacer las exigencias de su editor: publicar una nueva novela antes de fin de año.

Tiene toda la escenografía a su favor: luz tenue, música new age, temperatura cálida, ambientador con aroma a pino, vestuario cómodo, y va descalzo, pero le falta lo único realmente importante, la inspiración, que durante los últimos meses se ha vuelto huidiza.

Pasa el tiempo y por fin se relaja. La música le transporta a otro lugar, a otro tiempo, y se deja llevar mecido por la brisa que entra a través de las contraventanas y por esa melodía envolvente. Respira hondo y cierra los ojos.

Está frente a un lago, en un bosque de sequoias centenarias, quizá milenarias, enormes, de un grosor inimaginable. Todavía es muy temprano y hace frío. A sus espaldas hay una cabaña de madera, de esas de troncos que tanto le gustan, y se acerca. Oye que alguien canturrea, una voz de mujer que le resulta familiar, y entra. Ahora oye el crepitar de la leña que arde en el hogar y un leve olor a leña invade la estancia. Y entonces la ve, de espaldas, junto a la cocina. Está preparando algo para desayunar. ¿Serán esas tortitas que tanto le gustan? Pero ella no se percata de su presencia, no le ha oído entrar pues tiene unos auriculares puestos. Y canta, tararea esa canción que tanto les gusta a los dos: Forgiven Not Forgotten, de The Corrs. Y entonces la llama y, como no le oye, le toca el hombro. Y cuando ella se gira y le ve de frente, le sonríe con esa sonrisa franca y dulce que lo enamoró y que tanto le prodigaba cuando estaban juntos. Le mira fijamente a los ojos con ternura y por fin le habla: escribe sobre nosotros –le dice-, así no me olvidarás.

Cuando abre los ojos, está todo oscuro y la música ya no suena. La pantalla del ordenador está en negro, el silencio es total, sólo la brisa sigue fluyendo por las rendijas de las contraventanas. Ya ha anochecido. Las manillas fosforescentes de su reloj de pulsera le indican que han transcurrido más de dos horas. ¿Cómo es posible?

Y entonces, reinicia el ordenador y cuando tiene de nuevo ante sí esa pantalla blanca y brillante en la que sólo se puede leer Capítulo Uno, empieza a teclear frenéticamente.

“Estaba amaneciendo y la luz del sol reverberaba sobre el lago dormido. Desde la orilla se la oía canturrear….”

sábado, 26 de octubre de 2013

Mein Kampf

A veces recordamos sucesos, lugares y personas, largo tiempo olvidados, sin saber muy bien por qué. Es como si nuestro subconsciente quisiera decirnos algo. Pero ¿qué? Muchas veces, esos sucesos, lugares y personas no han resultado ser, aparentemente, importantes en nuestra vida, sólo fueron parte de ese anecdotario que todos llevamos a cuestas. Entonces, ¿por qué vuelven a nuestra memoria? Alguna huella debieron dejar sin que nos diéramos cuenta. Un ejemplo quizá sea esta historia que, al recordarla, me ha hecho sonreír. ¡Qué tiempos aquellos!



El uniforme que vestía era el distintivo para que nuestros cuerpos se tensaran cada vez que la veíamos aparecer desde esa esquina y bajo ese viejo plátano donde a diario estábamos apostados tras salir de clase. Pero fue su aspecto “de alemana”, como decía Xavier, el que nos cautivó. Alta, con el cabello lacio y rubio hasta los hombros, de ojos azules y piel clara, andaba como si de una modelo se tratara y, con su silueta estilizada, pasaba a nuestro lado, mirando, como siempre, al frente y con los libros sujetos con ambos brazos contra su pecho, como si temiera que se los robaran, y aunque sabíamos que se sabía observada, nunca se habían cruzado nuestras miradas.

Lo primero que descubrimos era que iba a un colegio de monjas cercano, “el xalet”, sobrenombre con el que se conocía a la Casa Golferichs, un edificio modernista, con más aspecto de caserón que de chalé, convertido, durante la posguerra y hasta finales de los años sesenta, en un colegio religioso. Lo siguiente sería averiguar dónde vivía con tan sólo seguir sus pasos, cosa que, de sólo pensarlo, ya nos infundía una gran emoción. Seguirla, sabiéndose seguida, era todo un reto para nosotros, torpes aprendices de ligón. Lo que hubiera podido ser un abordaje claro y directo, cara a cara, eso sí, echándole morro, cosa de la que entonces carecíamos, tan tímidos como éramos, lo convertimos en un espionaje de lo más pueril.

Al poco de empezar a seguirla, debió percatarse de ello porque iba girándose de vez en cuando y nosotros, a cada giro de ella, jugábamos al despiste, entreteniéndonos con cualquier cosa que aparentemente nos llamara la atención, hasta que de pronto se detuvo y se giró desafiante. Yo hubiera seguido adelante, pasando por su lado como si nada pero Xavier, como si un resorte le hubiera catapultado, entró precipitadamente, y yo tras él, en la primera tienda que había a nuestro alcance y que resultó ser una librería. Una vez dentro, el dependiente, un señor de avanzada edad, nos preguntó qué deseábamos, a lo que mi amigo contestó, sin pensárselo dos veces: “¿tiene Mein Kampf?”. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. ¿Sería acaso una de esas revistas sobre el ejército alemán que tanto le gustaban? No sé qué hubiera dicho Xavier de haber entrado en una corsetería, por ejemplo, pero seguro que algo se le habría ocurrido.

No es que Xavier fuera un germanófilo consumado, pero sí sentía, por aquel entonces, un gran interés por todo lo alemán y, especialmente, lo relacionado con la segunda guerra mundial. Así que yo no podía ir muy errado en mi suposición.

Tan pronto como alcanzamos la calle, dejando al dependiente perplejo, no sé si por tal demanda o por cómo desaparecimos sin mediar explicación alguna, Xavier me dijo:

-Uf, ¡menos mal que hemos podido entrar en esa librería!

Yo iba a decirle que me había parecido una ridiculez haber actuado de ese modo pero me venció más mi curiosidad.

-Pero, ¿qué es eso que has pedido a ese hombre? –ya no recordaba el dichoso nombrecito.
-Le he preguntado si tenía Mein Kampf –contestó con la mayor naturalidad.
-Sí, eso ya lo sé pero ¿qué es? – repliqué un poco incómodo por mi ignorancia.
-Pues es un libro sobre la vida y la ideología de Hitler, escrito por él mismo.
-Y ¿qué significa el título? –le pregunté.
-Significa “Mi Lucha”.

Así que “Mi Lucha”. Yo también podría escribir un libro sobre mi vida amorosa titulado así –pensé.

En eso, nuestra chica había desaparecido y, nosotros, atribulados y derrotados, dimos media vuelta y nos encaminamos hacia nuestros respectivos hogares, aplazando para otra ocasión nuestro frustrado seguimiento. Desde aquel día, ella pasó a llamarse Mein Kampf. Ese sería, para nosotros, su nombre de guerra.

Así pues, ante ese fiasco, decidimos volver a probar fortuna al día siguiente. Habíamos decidido que, como primera aproximación a nuestro objetivo, un alto y claro “adiós”, sin calificativos, sería más que suficiente. Y así, en el momento crucial, los dos bobos en apuros atacaron de nuevo pero no logramos verbalizar nada. Parecíamos afectados por el mismo mal. Gemelos idénticos con atrofia cerebral que impedía el habla y hasta el raciocinio. Pasó ante nosotros como una exhalación y tal fue la frustración que sentimos por nuestra mayúscula ineptitud que, al unísono y casi sin pensarlo, nos propusimos enmendar de inmediato esa grave omisión y darnos una segunda oportunidad iniciando una carrera frenética alrededor de la manzana con el objetivo de alcanzarla de frente. Si corríamos lo más deprisa posible todavía podíamos cruzarnos con ella antes de que llegara a la siguiente esquina y, ahora sí, decirle ese adiós tan preciado para nuestra autoestima.

Corrimos como galgos y logramos por los pelos dar con ella pero lo que salió de nuestros labios no sabría cómo definirlo, ¿un sonido gutural tal vez?, ¿una espiración estertórea? ¿Una sibilancia asmática? Algo salió, desde luego, pero seguro que totalmente incomprensible puesto que ni nosotros mismos pudimos entender ese aborto fonético que salió de nuestras cuerdas vocales pues el fuelle en el que se habían convertido nuestros pulmones estaba al borde del colapso. Un aioooo podría ser lo más parecido a lo que logramos articular con gran esfuerzo.

Aparte de agotados físicamente, quedamos tan avergonzados por nuestra actuación, que decidimos desaparecer del mapa y refugiarnos, a partir de entonces, en otra esquina y bajo otro viejo plátano, para seguir compartiendo confidencias y penas. Si ese árbol, excoriado y aparentemente inmutable al paso del tiempo, hubiera podido articular algún sonido, éste hubiera sido sin duda una sonora carcajada por lo allí dicho y oído, día a día y minuto a minuto, por esos dos aprendices de adulto hasta que decidían abandonar esas interminables charlas para llegar a casa antes de que se hiciera demasiado tarde.

A Mein Kampf la volví a ver tres años más tarde. Fue unos días antes de una noche de Reyes. Fue mientras paseaba por la Gran Vía, junto a los puestos de juguetes, cuando me crucé con ella. Tampoco en esta ocasión se cruzaron nuestras miradas pero la reconocí de inmediato a pesar de lo que había cambiado. La reconocí por su figura, por su largo cabello áureo, por sus ojos de un azul celeste y por su forma cadenciosa de andar pues aquel cutis blanco, inmaculado y casi angelical estaba cubierto de las cicatrices típicas del acné, restándole ese atractivo que tanto nos había cautivado. Había cambiado; seguramente como nosotros. Incluso la mirada ya no parecía la misma, triste y perdida. E iba sola; como yo.

¿Por qué me acordaré ahora de ella?


miércoles, 23 de octubre de 2013

Los espejos



Últimamente no podía evitar mirarse al espejo, a todas horas, mañana, tarde y noche. De una extraordinaria belleza, Esther siempre había sido una mujer coqueta y vanidosa. Ya de niña, su madre la tenía que regañar por pasarse horas enteras ante el espejo de su habitación, uno de esos de cuerpo entero. Sólo faltaba que le preguntara quién era la niña más bella del mundo.

Y de pronto, parecía como si todos se hubieran confabulado contra ella para que no pudiera seguir admirando su hermosura que, a pesar de los años, mantenía todavía a muchos hombres hechizados. Primero fueron esos paños que cubrían todos los espejos de la casa, luego su guardarropa y ahora esto.

No podía entender lo que ocurría y nadie le contestaba por mucho que les preguntara, pero desde hacía algún tiempo, no sabría decir cuánto, los espejos ya no le devolvían su imagen.

domingo, 20 de octubre de 2013

¿Qué culpa tengo yo?


La veía pasar, todos los días a la misma hora, sin que ella se percatara de su presencia, apostado en el mismo portal de siempre desde que una mañana de invierno la viera por primera vez.

Al principio la seguía un trecho, el que recorría hasta la parada de autobús más próxima y más de una vez estuvo tentado de subir tras ella para completar su seguimiento pero eso le pareció una práctica más propia de un acosador que de un enamorado. Porque, sin saber muy bien cómo ni por qué, se había enamorado de ella como un colegial. Y él ya tenía su edad, edad más que suficiente para estar casado e incluso tener hijos, como hacían la mayoría de las personas.

Si bien se había resignado a no entablar conversación con ella, no podía dejar de verla a diario, hiciera frío o calor. Hasta que un día la vio acompañada. Entonces sintió que había llegado ese momento tan esperado como temido, el momento de abandonar sus ensoñaciones, de abandonar ese portal y volver a la realidad. Porque, a pesar de la evidente diferencia de edad, ¿quién en su sano juicio querría tener relaciones con alguien como él?

De pequeño sabía que no era como los demás pero no acertaba a valorar qué significaba esa diferencia ni qué importancia tenía, sólo veía cómo le miraban los otros niños y cómo cuchicheaban con sus madres al verle pasar agarrado de la mano de la suya.

No fue hasta mucho más tarde cuando fue plenamente consciente de sus limitaciones. Quiero casarme y tener hijos, le decía a su madre; a lo que ésta contestaba con una media sonrisa llena de tristeza y de ternura: pues claro, hijo, claro. Pero para ello tengo que encontrar a una chica como yo, ¿verdad?, añadía, sin recibir esta vez respuesta alguna.

Pero es que cuando la vio por primera vez, esa mañana, al volver de comprar el pan, no pudo resistirse a su influjo, y fue entonces cuando la cruda realidad le abofeteó en plena conciencia. Nunca podré ser siquiera su amigo, se decía, no con esta minusvalía. ¡Todo sería tan distinto si no fuera como soy! ¿Qué culpa tengo yo de haber nacido con Síndrome de Down?

jueves, 17 de octubre de 2013

El cisne negro


Tanto a Julián como a mí nos encantaban los trenes en miniatura y su padre era el responsable directo de esa atracción. Delineante de profesión, Don Ignacio tenía una colección de trenes, réplica de famosas locomotoras de carbón y eléctricas, que nos tenía cautivados. Máquinas y vagones descansaban en unas grandes vitrinas que vestían las cuatro paredes de su despacho, su Sancta Sanctorum, al que tenía vedado el paso a quienquiera que pretendiera pasar sin su consentimiento y presencia. Lo que no sabía era que, a pesar de tener la habitación cerrada a cal y canto, la dulce y candorosa madre de Julián y estimada esposa de Don Ignacio, nos franqueaba la puerta con la consiguiente advertencia de “sobre todo no toquéis nada”.


Así pues, teníamos que conformarnos con observar esas maravillosas miniaturas estáticas desde esos estantes protegidos por gruesas puertas de cristal cuyas llaves de acceso sólo poseía el cabeza de familia. Pero, al menos, Julián había tenido la suerte de ver alguno de esos trenes en funcionamiento cuando, los domingos, su padre levantaba el entarimado que cubría casi todo el piso, desde su despacho hasta el salón-biblioteca, recorriendo ese largo y oscuro pasillo, para dejar a la vista y al tacto las vías por las que dejaba circular esas maravillas de coleccionista.


"No veas cómo corren, parecen trenes de verdad, incluso algunas de las máquinas de vapor producen un silbido como el de las locomotoras antiguas de verdad" –me decía Julián, entusiasmado.

Pero había una máquina en especial, una réplica de la última locomotora alemana a vapor, la BR-10, que nos atraía enormemente. Según nos contó Don Ignacio, a esa locomotora se la conocía como “el cisne negro” por su elegante porte y ya por los años cincuenta podía alcanzar una velocidad de 140 Km por hora. Al parecer, al padre de Julián le había costado unos buenos cuartos conseguir esa réplica tan codiciada por los coleccionistas, no en balde era como la Joya de la Corona; Julián nunca la había visto funcionar. Estaba en lo más alto de la vitrina central y sólo Don Ignacio, cuando estaba a solas, en sus ratos libres, la sacaba de su mausoleo de cristal para disfrutar de su contacto. “Es una pieza de museo y, como tal, debe estar protegida de las manos profanas”, nos decía muy serio para justificar que nadie más pudiera compartir con él ese vis-à-vis con su enamorada. Julián aseguraba que su padre estaba obsesionado con esa máquina y que a veces le había parecido oír a través de la puerta, qué tontería, que hablaba con ella. 

No obstante, tanta precaución resultó baladí teniendo Don Ignacio, como tenía, un hijo a quien las prohibiciones y los riesgos se convertían en todo un reto y una aventura. Tanto énfasis ponía Don Ignacio en la preservación de su trofeo, que Julián no pudo resistir la tentación de hacerse con él y disfrutar, aunque sólo fuera por unos minutos, de la delicia de ver a ese cisne negro recorrer el pasillo de su vivienda a toda velocidad. Y yo fui el invitado de excepción a tal extraordinario evento.

Era un domingo por la tarde, estábamos los dos solos y teníamos tiempo suficiente para llevar a cabo esa felonía. Julián se había agenciado las llaves del despacho y de las vitrinas. Era un plan perfecto y nadie tenía porqué enterarse de lo que allí iba a suceder. Por fin íbamos a ver cómo esa máquina tan preciada y que Don Ignacio mantenía en el más absoluto cautiverio corría y corría por ese largo y oscuro pasillo, del despacho al salón y del salón al despacho, y así una y otra vez hasta que dieran las ocho, con tiempo de sobras para devolver el escenario del crimen a su normalidad.

Pero lo que debía ser un crimen perfecto se torció en una debacle sin vuelta atrás. Todavía no me explico qué y cómo pudo suceder; un accidente que no supe cómo explicar porque, simplemente, no lo presencié. Sólo recuerdo que la máquina fue adquiriendo más y más velocidad, que silbaba cada vez más y más alto, que rugía, que las vías y hasta el pavimento comenzaron a temblar a su paso y todo ello sin que Julián pudiera controlarla y, mucho menos, detenerla. Incluso me pareció, qué disparate, que había adquirido vida propia.

Lo último que vi fue a Julián persiguiéndola por todo el pasillo y desaparecer tras ella en el salón de ese largo y oscuro piso que siempre me había producido un cierto repelús. Luego un estruendo, un grito y el silencio. Cuando corrí raudo en su ayuda, lo encontré tendido sobre las vías, sin sentido, Pero ¿y la máquina? La máquina había desaparecido, no quedaba ni rastro de ella. Un olor a carbón impregnaba la estancia. Al poco, Julián volvió en sí balbuceando sin parar “el tren, el tren” pero no fue capaz de dar una explicación a lo sucedido. Cuando le miré interrogativamente a los ojos, sólo vi en ellos espanto.

Por la amistad que nos unía, no tuve más remedio que convertirme en su cómplice. La denuncia que presentó Don Ignacio en la comisaría decía, más o menos, que “habiéndose ausentado el denunciante unas horas de su domicilio el domingo día 10 de los corrientes por la tarde y no habiendo nadie en casa, al regresar, a las veintiuna horas aproximadamente, encontró la puerta de la entrada entreabierta y, tras una inspección ocular, comprobó cómo una de las vitrinas de su despacho había sido forzada y uno de sus trenes en miniatura, una réplica de la locomotora alemana BR-10, fabricada en Alemania por Hofmann GmbH, nº de serie H-33400127, valorada en unos 1.500 euros, había desaparecido…”

Desde entonces, Julián me evita y cada vez que intento hablar con él del tema, se muestra evasivo y elude comentar nada al respecto, entre violento y atemorizado, por lo que no he vuelto a insistir. ¿Qué debió ocurrir en esos segundos durante los que le perdí de vista? ¿Qué es lo que Julián me oculta? Y, lo más extraño de todo, ¿qué ha sido del famoso cisne negro?


martes, 15 de octubre de 2013

Más poesía y menos hipocresía


Más poesía y menos hipocresía
Déjame que te plagie por un momento, por un día
Deja que sienta lo que siempre te ha inspirado a escribir
Por un momento, por un día, quiero sustituir
Ahora que no estás, tus palabras por mis pensamientos
Y no quiero olvidar ni por un momento
Que cuando la poesía nace, la hipocresía debe morir
Pensar y sentir, desear y amar
Has querido volar y no dejo de pensar
Que tu vida ha de ser como la deseas y la amas
Como el suspiro eterno de una llama
Un reducto de inconformismo y liberación
Un acopio de sentimientos de libertad y de pasión
Cuando vuelvas te estará esperando una nueva vida
No la de antes ni la de ahora, la que te inspira
Porque la vida, tu vida, es el fruto de la esperanza
Tan intensa como lo es ahora mi añoranza
Y la esperanza, como la vida, sólo se pierde una vez
Cuando la hipocresía mata a la poesía
Y ya nadie quiere querer

martes, 8 de octubre de 2013

Un dulce letargo




Me siento tan a gusto así, cómodamente sentado en mi sillón orejero, con un libro en las manos y bajo un sepulcral silencio. Hasta que oigo sus pasos.

Al poco, noto su presencia y, de reojo, advierto que me mira fijamente a los ojos esperando una reacción por mi parte. Pero no deseo ser molestado, no ahora que me siento tan relajado. Le ignoro pero él persiste en su actitud. Me observa con su típica mirada interrogante, preguntándose por qué le rehúyo de esa forma. Y, aunque me duele, yo sigo imperturbable. Espero que se canse y se vaya. Pero él sigue allí, inmóvil como una estatua, esperando.

Hasta que, cuando comprende que no voy a hacer ni decir nada, toma una decisión, la decisión que sospechaba, la que últimamente suele tomar inevitablemente en idénticas circunstancias: la de saltar a mi regazo. Y, apartando con el hocico el libro que sostengo, me lame las manos y apoya su cabeza en mis piernas sin dejar de mirarme con esa cara que lo dice todo. Y, al unísono, emitimos un profundo suspiro tras lo cual ambos cerramos los ojos para abandonarnos a un profundo y dulce letargo.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Al principio sentí miedo



Al principio sentí miedo, lo reconozco, pues debía afrontar lo desconocido prácticamente a solas. Si me capturaban, nadie vendría en mi ayuda. Estaba en un planeta inhóspito para mí. Era la primera misión de este tipo. No podía defraudarles. Había tenido que esperar muchos años para poder participar y allí estaba, al fin.

Era la primera vez que la visita a este planeta tenía como objetivo establecer contacto con sus habitantes. Si bien la misión era más bien sencilla, tenía su riesgo pues no sabíamos cómo reaccionarían esos seres tan agresivos si descubrían mis orígenes. Por mi parte, sólo verlos me producía un gran espanto y repulsión, pero estaba decidido a llevar a cabo mi misión hasta las últimas consecuencias.

Me habían dado sólo tres días para mezclarme con ellos, conocer sus actividades y costumbres, investigar su hábitat y su vida gregaria, y aprender, aunque sólo fuera rudimentariamente, su extraño lenguaje. Todo tenía que hacerlo sin levantar sospechas. Luego, debía volver a la nave con todo el material y abandonar ese planeta sin que nos vieran despegar. Toda esa información sería vital para saber hasta qué punto podríamos, en un futuro, establecer con ellos un contacto directo y pacífico.

Habían sido muchos los años de preparativos e inversiones millonarias y todo en el más absoluto secreto. Primero, logramos convertir su atmosfera en respirable gracias a ese convertidor de gases que me implantaron en la cavidad bucal, luego conseguimos emular su aspecto físico con esa especie de segunda piel, un trabajo magnífico de nuestros ingenieros del departamento de síntesis de polímeros. Pero no fue hasta que conseguimos mimetizar la nave con el entorno, para así evitar ser descubierta, cuando el proyecto recibió luz verde.

¡Y pensar que todo nació a partir de esos especímenes que habíamos logrado capturar años atrás! ¡Vaya revuelo que se armó! Que si el gobierno conocía la existencia de vida en otros planetas y lo negaba, que si se habían capturado unos seres de una nave alienígena y se estaba experimentando con ellos, etc., etc. Hasta ahora habíamos logrado ocultar todas las pruebas pero, de salir bien esta misión, el gobierno estaba decidido a revelar la verdad.

Y ahí estaba yo, con mi traje de camuflaje, una réplica perfecta de su caparazón externo, incluida esa vestimenta tan extravagante con la que se cubren. Lo único que desentonaba un poco era mi estatura, quizá demasiado alta para ellos, pero luego me tranquilicé al comprobar que también había individuos de mi complexión, aunque fueran más bien pocos.

Cuando aterrizamos era de noche en esa cara de su planeta, pues su sol se había ocultado ya. Afortunadamente, las luces que despedían sus madrigueras me ayudaron a ubicarme y dirigir mis pasos hacia mi primer objetivo, una estructura baja y rectangular rodeada por un muro no más alto que yo que, supuse, debía actuar de defensa. Recuerdo que inspiré tan hondo que, a pesar del convertidor de gases, su atmósfera tan rica en neptógeno casi me tumba.

Pero lo peor vino después, pues cuando acababa de franquear la entrada exterior de ese insólito habitáculo, un ser extraño que no teníamos catalogado, surgido de la oscuridad, se abalanzó sobre mí profiriendo unos horribles aullidos. Creía que me iba a despedazar. Sus rugidos debieron despertar a los habitantes de la guarida porque, de repente, se encendieron más luces y poco después sentí cómo unas garras me sujetaban con fuerza. Acababa de realizar mi primera incursión y ya había sido descubierto. Debía comportarme con la máxima naturalidad si quería sobrevivir, hacerme pasar por uno de ellos, ese era el plan, pero era incapaz articular una sola palabra sin desenmascararme.

El pánico se apoderó de mí. Tantos preparativos para eso. Tenía que aplicar el plan B. Lo único que debía hacer, para empezar, era simular una incapacidad para emitir sonido alguno. Me mostraría dócil y ya vería el modo de escaparme cuando estuvieran más confiados.

Pero lo que debía ser un breve cautiverio, tras el cual debía poder reanudar mi proyecto en otra parte, sin levantar sospechas sobre mis orígenes e intenciones, se ha convertido en algo que nunca hubiera llegado a imaginar.

Siento que después de tantos años de investigación, de esfuerzos y de inversiones, les haya fallado de esta forma pero quién me iba a decir a mí que me encontraría con algo así, algo superior a mis fuerzas. No me habían preparado para esto.

Según su calendario solar, han pasado ya tres años. He aprendido su lenguaje, si bien ellos creen que me han enseñado a hablar tras superar un problema de  fonación. Su aparente agresividad no es tal y se han mostrado conmigo muy sociables. Me han acogido como a uno de los suyos pues eso es lo que creen que soy. Mucha inventiva he tenido que utilizar para que no descubrieran mi origen. Aunque he tenido que hacer un esfuerzo de adaptación, me siento muy bien entre ellos. Y es que, la verdad sea dicha, viven mucho mejor que nosotros. Aunque están más atrasados en algunos aspectos, en otros nos llevan la delantera. Lo único a lo que no me he acostumbrado todavía es a su régimen alimenticio pero tengo entendido que no en todas las zonas del planeta se alimentan igual. Tendré que explorar.

Me siento como un traidor pero me he acabado adaptando tan bien a su forma de vida que ya no quiero volver y, aunque sé que me han estado buscando, este disfraz que ellos mismos diseñaron está resultando ser un perfecto sistema de camuflaje pues con sólo unos retoques ya no parezco el mismo. Sólo espero que esta segunda piel resista bien el paso del tiempo y que, antes de que se deteriore y deje de serme útil, haya podido disfrutar mucho tiempo de esta nueva vida.

No quiero ni pensar qué harán conmigo cuando llegue el momento de la verdad, cuando descubran que han sido engañados durante tanto tiempo. Y respecto a mis congéneres, espero que, cuando por fin me encuentren, sean indulgentes conmigo. No sé si me comprenderán, no sé si entenderán mi debilidad, lo que me ha motivado a traicionarles, porque me resultará difícil de explicar qué es eso del American way of life.