lunes, 30 de diciembre de 2013

Volver a vivir


Sentado en esta terraza de lo que fue aquel viejo bar, contemplando, extasiado, cómo las olas rompen contra las rocas de esa cala que tantos recuerdos me trae, me doy cuenta de que han pasado muchos años, demasiados, desde que dejé de ser feliz.

Este lugar me trae recuerdos de aquel verano, de sus amaneceres y sus ocasos, de los baños en estas aguas bravas, de los largos e incansables paseos y de los emocionados e inexpertos bailes en el casino las noches del sábado. Recuerdos de aquel verano en que fui realmente feliz hasta que, a principios de septiembre, los primeros chubascos precursores del otoño vinieron a recordarme que las vacaciones llegaban a su fin y que debía dejar atrás tantos gratos momentos junto a esa belleza, pecosa y espigada, nacida entre las rocas y la espuma del mar de este pueblo costero donde recalamos ese verano, tantas amanecidas atrás.

Hace ahora unos meses que contemplé en este mismo lugar, cuarenta años más tarde, el rostro de una mujer que se sentó a escasos metros de mí y que pensé que bien podría ser ella. El mismo color de pelo, aunque oculte las canas, los mismos ojos grises, ahora más oscuros, la misma forma de mirar, aunque un poco más triste, algunas pecas en su rostro, ahora surcado por alguna que otra arruga, que el maquillaje no han logrado disimular, esa nariz algo respingona y esos labios carnosos ahora rodeados por unas finas líneas de expresión que recuerdan los años transcurridos. Sólo me faltó oír su voz para estar seguro de que era ella.

Por un momento me imaginé la escena: me levantaba y me dirigía hacia ella y cuando alzaba la vista para mirar a quien tenía frente a sí, su cara, entre sorprendida e ilusionada, se iluminaba, sonreía y entonces me preguntaba, con esa cálida voz que todavía me parece oír, si era realmente yo o estaba soñando. Primero hablaba el desconcierto. ¡Después de tantos años! ¿Qué ha sido de tu vida? Luego la tristeza y el reproche. No supe nada más de ti después de aquel verano, el verano del…

Pero unas voces de niños me devolvieron a la realidad. Levanté la mirada y lo que vi fueron, efectivamente, unos niños que, entre risas, la abrazaban gritando: ¡abuela, abuela, mira qué hemos encontrado! Y tras esos niños apareció una joven, un calco de esa niña-mujer de quince años que un verano conocí junto a este mismo mar, de la que me enamoré perdidamente y a la que no he podido olvidar desde entonces, desde que el destino y mi falta de valor me separaron de ella.

Y tras unos breves instantes de asombro, esa mujer cincuentona de mirada triste, esa joven treintañera de ojos risueños y esos niños de risa fácil se marcharon sin que hubiera podido cruzar con ella ni tan sólo un suspiro. Pero antes de desaparecer definitivamente, dirigió una última mirada al local y, cuando nuestras miradas se encontraron, me pareció ver en sus ojos grises una ligera señal de reconocimiento justo antes de que decidiera seguir su camino.

¿Sería ella? Imposible. ¿Cómo, entre tanta gente y después de tantos años iba a encontrarme con ella, precisamente ese día, el primer día que decido volver a este pueblo y a este lugar, después de más de media vida de ausencia? Pensé que, sin duda, mi imaginación y mi trasnochado romanticismo no tenían límites o que quizá mis remordimientos me hacían revivir ilusiones perdidas. Pensé en la inutilidad de haber venido hasta aquí y que la nostalgia había podido más que la sensatez. Debía volver a mis asuntos, a mi trabajo, seguir con mi vida ordenada aunque infeliz, con mi rutina diaria, y olvidarme del pasado.

Pero cuando iba a llamar al camarero, éste se acercó raudo y, antes de que le pidiera la cuenta, me tendió una pequeña hoja de papel, doblada en dos mitades, que dijo haberle entregado una mujer, un momento antes, para mí; una hoja dónde, con letra apresurada, había escrito:

“Han pasado muchos años pero te he reconocido, aunque tú a mí no. No sé si te acordarás de mí pero yo fui esa niña que conociste aquí un verano, el verano del 73, esa niña a quien dijiste, una tarde, a la sombra de un tilo, que no olvidarías jamás, sellando esa promesa con un beso. Sin embargo, no te volví a ver.  Nunca volviste. No sé qué habrá sido de ti. Espero que hayas sido feliz. Yo lo he intentado pero siempre me ha acompañado tu recuerdo. Tú fuiste mi primer amor y el primer amor nunca se olvida”.

Por mucho que la busqué, había desaparecido. Por mucho que pregunté, nadie supo darme razón de ella. ¿Seguiría viviendo allí o también era un ave de paso y el azar quiso que coincidiéramos por unos minutos en este mismo lugar dónde nos conocimos?

Desde entonces, todos los fines de semana vuelvo aquí y oteo el horizonte en su busca, esperando que algún día la vuelva a encontrar y pueda decirle lo mucho que lo siento, que lo que dije bajo aquel tilo resultó ser cierto, que jamás la he olvidado, que ella también fue mi primer amor, que yo tampoco he logrado ser feliz y que, si todavía estamos a tiempo, podemos revivir ese verano, podemos volver a vivir.


viernes, 27 de diciembre de 2013

El día que nací



Recuerdo como si fuera hoy el día que nací. A las pocas horas de ver la luz, me separaron de mis hermanos y me trajeron aquí, donde me entregaron a gente desconocida. Desde entonces, he ido dando tumbos, de mano en mano, unas rudas y torpes, otras dulces y cuidadosas.

De todos modos, no me puedo quejar pues he llevado una buena  vida y sé que he sido querido. Cuando acabe mi existencia, que espero sea muy larga, creo que habré hecho un buen servicio a la sociedad. Ahora sólo pienso si, cuando sea viejo, alguien seguirá queriéndome y, de no ser así, qué será de mí.

El día en que nací, no sabía a qué venía a este mundo. Ahora sé que fue un acierto y, sea lo que sea que me depare el futuro, moriré feliz. Sólo pido pasar mis últimos días aquí, donde he vivido rodeado de amigos y de gente que me aprecia, en este lugar tan querido por mí y que, no sé por qué, llaman biblioteca.

El día que nací fue un gran día.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Historia de un trasplante


Muchos años de experimentación, mucho esfuerzo y mucho dinero invertido hasta llegar a este momento tan esperado y decisivo. No ha sido tarea fácil conseguir el permiso de las autoridades sanitarias y reunir al mejor equipo de especialistas en la materia pero ha valido la pena esperar. Hace años que habría dado mi alma al diablo por conseguir lo que estoy a punto de conseguir. Este ensayo pasará sin duda a la historia por ser la primera vez que alguien se somete a esta experiencia, pero yo no busco fama ni reconocimiento sino una nueva vida que valga la pena vivir.

Será el primer trasplante de este tipo y soy consciente del gran riesgo que entraña pero tengo fe en que será todo un éxito. Además, preferiría dejar de existir que seguir viviendo como he vivido hasta ahora.

Nací con estas limitaciones y veo en este ensayo la única forma de librarme de ellas. Mi débil cerebro no puede dar más de sí y no responde a mis deseos y necesidades más básicas. Ni las últimas intervenciones a la que me han sometido han logrado mejorar mis escasas facultades. Por eso es vital para mí disponer de un nuevo cerebro.

Llegados a este tercer milenio que acabamos de estrenar, la ciencia ha conseguido, por fin, crear un cerebro humano a partir de células madre. Cuando el Dr. Hoffman, sin duda el mejor neurocientífico de la historia, me comunicó que lo había logrado, no podía creerlo. Por fin vería satisfechos mis deseos tanto tiempo reclamados.

A él le cedo toda la fama pues él es el verdadero artífice. Yo seré, como me han dicho algunos, su conejillo de Indias, su cobaya, pero por lo menos seré un cobaya feliz y eternamente agradecido. Él pasará a la historia como quien dio una vida humana y digna a algo más parecido a un autómata de feria.

Por fin ha llegado el momento de la verdad, voy camino del quirófano donde el Dr. Hoffman almacenará primero mi memoria en un mega-disco duro para luego transferirla al nuevo cerebro que, acto seguido, me trasplantará y todo en cuestión de pocas horas. Me ha dicho, eso sí, que aunque todo resulte como es de esperar, deberé aprender muchas cosas que mi cerebro actual no podía procesar y que será una tarea larga y difícil, pero estoy dispuesto a lo que sea con tal de ser normal.

Ya estoy en la mesa de operaciones, en pocos minutos habré perdido el conocimiento y lo siguiente que experimentaré al despertar será esa nueva vida, lúcida y comunicativa, que tanto anhelo. Podré reír, llorar, sentir, amar, compartir mis pensamientos con los que me rodean. Podré, en definitiva, ser feliz.


Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, och…
 
 
-Bueno, la intervención ha sido un éxito. Las constantes vitales se han estabilizado y son correctas. Pronto abrirá los ojos. A ver cómo responde.

-¿Cuánto tiempo cree que va a necesitar para que el nuevo cerebro empiece a dictar órdenes a su cuerpo, Dr. Hoffman?

-Es demasiado pronto para saberlo Dra. Chapman. Debemos esperar a que el cerebro que le acabamos de implantar se adapte correctamente al receptáculo de titanio y a las conexiones neuronales poliméricas y que estos materiales experimenten la misma buena biointegración que han demostrado en los estudios in vitro


-Sin duda será un proceso largo. ¿Un mes quizá?

-Yo diría que más, pues las fibras nerviosas de poliéster que hemos acoplado a sus órganos y extremidades requerirán un largo periodo de fusión. Iremos observando la evolución poco a poco.

-Claro, claro, esperemos que todo se desarrolle correctamente. Ya veo los titulares de los periódicos: trasplantado con éxito un cerebro humano a un androide. Será, su  duda, la noticia del siglo.

-Lo crea o no, Dra. Chapman, ahora lo que más me preocupa es el futuro comportamiento nuestro querido Gorky; él, que, en sus delirios, ya se consideraba humano. Espero no pasar a la historia por haber creado un monstruo.

 
  

viernes, 20 de diciembre de 2013

Un cuento de Navidad


Para María es la primera Navidad que pasará sola pues ya no tiene a nadie que le haga compañía estos días tan entrañables.

Hace ya dos años que Mario, su marido durante de más de cuarenta años, la dejó tras una larga enfermedad y hace tan sólo unas semanas que Luna, su vieja Dálmata, ha tenido que ser sacrificada.

Hoy más que nunca echa de menos a Salvador. Hace más de una década que no tiene noticias suyas, desde aquel día que salió por la puerta, decidido a no volver.

Si pudiera volver atrás, María haría cualquier cosa por retenerle o, al menos, por tenerle cerca, por saber de él, pero después de tantos años ya ha perdido toda esperanza. Su hijo, su único hijo, ha desaparecido para siempre de su vida.

Tiene a Rosalía, de asuntos sociales, que viene a verla de vez en cuando y a Ana, la chica voluntaria que cada día pasa con ella dos o tres horas para hacerle compañía y la compra. Y bueno, alguna que otra vecina, como la buena de Sagrario, que también se interesa por ella. Así que no está sola del todo, al menos tiene a alguien por si le ocurre algo, aparte de ese chisme colgado del cuello para avisar no recuerda exactamente a quien en caso de una urgencia.

A pesar de todo ello, María se siente muy sola. La televisión, los álbumes de fotos y la lectura son toda su distracción. Pero su biblioteca es muy exigua. Tiene que releer las mismas novelas una y otra vez, pero no le importa.

Esta noche volverá a leer Un Cuento de Navidad, todo un clásico. Siempre le ha gustado Charles Dickens y esta obra fue, de niña, su primera lectura y, además, ¿qué otra lectura podría ser más apropiada para estas fechas?

Hoy, la primera Nochebuena que va a pasar sola, pues no ha aceptado la amable invitación de su vecina Sagrario -bastante ajetreo va a tener la pobre esta noche-, leerá, una vez más, la historia del miserable y tacaño Scrooge.

Mientras lee, al dar las doce, no puede evitar rememorar cuando, con Mario y un Salvador de siete u ocho años, iban a la Misa del Gallo en la parroquia del barrio. ¡Cuánto ha llovido desde entonces y qué felices eran! Y justo cuando un suspiro de resignación se le escapa de los labios, suena el timbre de la puerta.

¿Quién podrá ser a esas horas y en Nochebuena? Sagrario, tal vez, que viene a interesarse por ella o a traerle un pedacito de turrón, piensa María. Se levanta quejumbrosa para ir a abrir la puerta pero esa maldita artrosis hace que el trayecto le resulte doloroso e interminable. El timbre sigue sonando, y cuando va a exclamar “ya va, ya va”, oye una voz de hombre que dice, al otro lado de la puerta, muy bajito: “María, ¿estás ahí?, abre, soy yo”.

¿Mario? No puede ser. No es posible, no se lo puede creer. El corazón parece que se le va a salir del pecho y al abrir la puerta, temblorosa, contempla la figura de su marido que le sonríe con dulzura. ¡Es Mario! ¡Es un milagro!

Mario, sin moverse del umbral, le dice que ha venido para que sepa que está bien aunque sigue atormentado por la incomprensión con la que trató en vida a su hijo y lamenta no haberse reconciliado con él a tiempo. Pero añade que todo no está perdido pues allí arriba le han concedido un deseo, ese por el que tanto ha rezado María: que ella, víctima inocente de la discordia entre padre e hijo, que tanto ha sufrido por la ausencia de éste, podrá, por fin, ver satisfecho lo que tanto anhela. Le comunica que Salvador está al llegar y que, después de tantos años de separación, podrá abrazarlo nuevamente.

Ahora que Mario ha cumplido con su misión, debe volver. María quiere retenerle, quiere que se quede un poco más pero una fuerza superior tira de él y ella no puede resistirse a dejarlo marchar.

Tantas emociones han agotado el frágil cuerpo de María, que se siente desfallecer. Que descanses, amor mío, y que seas feliz, es lo último que oye antes de quedarse dormida en el sillón pensando que mañana se lo contará a Sagrario, y luego a Rosalía, y a Ana, y a todo el vecindario.

Pero cuando se despierta, por la mañana, y recuerda lo sucedido, tiene serias dudas de que haya sido real.  Habrá sido su imaginación que le ha gastado una broma pesada. ¿Una aparición? ¡Qué tontería! Ella nunca ha creído en ese tipo de cosas aunque daría cualquier cosa para que pudiera ser cierto. Habrá sido un sueño, eso es lo que ha sido. Se está haciendo vieja y ya no distingue la realidad de la fantasía.

Desilusionada y triste, se levanta, y cuando se dirige a la cocina para prepararse el desayuno, ve que por debajo de la puerta del recibidor asoma un sobre. ¡Qué raro!, piensa María. ¿Quién habrá echado ese sobre el día de Navidad?

Cuando lo abre, ve que se trata de una carta escrita a mano, una carta firmada por Santiago que les dice que les quiere, que les extraña mucho, que vuelve a España tras muchos años de ausencia, que quiere verlos, que desea reconciliarse con ellos y volver a ser parte de esa familia que lo ha sido todo para él. Cuenta que se casó y que quiere que conozcan a su mujer y su hijito. ¡Un nieto! Les promete que antes de que acabe el año irán a verles y celebrarán juntos la Nochevieja, el Año Nuevo y el día de Reyes.

Por fin, el sueño de María se ha hecho realidad. Volverán a estar juntos y no volverán a separarse. Harán planes de futuro, un futuro que para ella será seguramente muy breve pero que se le antoja el mejor que nunca haya podido imaginar.

A María, que todavía no entiende cómo ha podido suceder ese milagro, le resbalan las lágrimas por las mejillas al pensar que volverá a abrazar a su hijo y que conocerá a su nuera y a su nieto. A María sólo le entristece una cosa: la desilusión y tristeza de Santiago cuando le diga que su padre ya no está para abrazarle.

Esa noche, la noche de ese día de Navidad que nunca olvidará, María sale al balcón y, mirando al cielo, claro y brillante como hacía años que no veía, ve en lo más alto una estrella fugaz y, cerrando los ojos, formula un deseo. Desea que Mario, esté donde esté, pueda verles reunidos y felices.

Mientras tanto, en la mesa-camilla que hay junto a la estufa, descansa ese sobre milagroso que le ha cambiado el semblante y la vida a María, un sobre que -María no ha reparado en ello- no lleva sello y cuya carta todavía está por fechar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
 

 

viernes, 13 de diciembre de 2013

Viernes 13



Nunca había sido supersticioso, tanto me daba un día, un número o un color como otro cualquiera, hasta que esta mañana, me ha ocurrido algo que no puedo interpretar como casual.

Para empezar, me he despertado más tarde de la cuenta al no haber sonado la alarma del móvil pues éste se ha quedado sin batería; por lo visto, no me acordé de ponerlo a cargar antes de acostarme, como siempre hago. Esto, por sí solo, no sería alarmante ni indicativo de mala suerte si no fuera porque ha sido el desencadenante de todo lo demás.

He tenido que ducharme con agua fría, pues no ha habido forma de que saliera ni una maldita gota caliente, ni siquiera templada y no he podido perder ni un minuto más para intentar solucionarlo. Demasiado tarde para entretenerme con esa minucia. Luego, con las prisas, me he puesto los calcetines de distinto color, aunque me he percatado a tiempo, casualmente, al volver a mi habitación para cambiarme de camisa, la que me he manchado con el café con leche. Todo por culpa de los nervios. Llegaba tarde a la reunión.

Por si fuera poco, no sé que le ocurría al ascensor que tardaba una barbaridad para llegar hasta mi planta, la 13 –para este edificio no hay superstición que valga-, y he tenido que bajar corriendo por las escaleras, torciéndome por ello un tobillo al dar un traspié, me he caído y se me ha abierto el maletín desparramándose toda la documentación por el descansillo que, por cierto, ha quedado hecha un asco.

Cuando, por fin, cojeando y maldiciendo mi mala fortuna, he llegado al vestíbulo, no he visto el dichoso letrerito amarillo avisando de que el suelo estaba mojado y he pegado un resbalón que por puro milagro no me he roto el espinazo.

Pero todavía faltaba la traca final pues, corriendo, cojeando y con el culo dolorido por el trompazo, al ir a cruzar la calle, un taxi ha salido de la nada, me ha embestido y me ha lanzado por los aires sin darme tiempo a entender lo que estaba ocurriendo.

Y aquí estoy, arropado con vendajes y escayolas, tumbado en una cama de la habitación 1313 del Saint Thomas Hospital.

Y es que, cada vez que vengo a Londres, nunca me acuerdo de que, para cruzar la calle, hay que mirar a la derecha.

Supongo que alguien llamará al Lucky Friday Hotel para decirles que estaré unos días sin aparecer. Mala suerte la mía.

jueves, 5 de diciembre de 2013

El balneario


Para Sergio, la vida se había vaciado de contenido y de sentido y ya no sabía qué hacer. Desde que Bibiana le dejó, no se sentía con ánimos ni de salir a la calle. Había sido una pérdida tan dolorosa que creía que no lo superaría. Por mucho que los amigos le insistieran, no estaba de humor para salir a tomar una copa y mucho menos para conocer a otras mujeres. Todo era muy reciente todavía. Aunque su terapeuta le había aconsejado la baja laboral, él había optado por tomarse esas vacaciones que la empresa le debía y darse así un tiempo para serenarse y levantar cabeza.

Justamente, unos días antes había recibido por correo un folleto publicitario de un nuevo balneario de alto standing y allí se dirigiría sin más dilación desoyendo los consejos de sus amigos. El encierro, porque de eso se trataba, podía tener incluso malas consecuencias para su salud mental, le decían. Lo que necesitaba era salir, distraerse e intentar rehacer su vida pues todavía era muy joven para quedarse en casa llorando la trágica pérdida.

El balneario estaba en plena montaña y lo que Sergio necesitaba era tranquilidad para serenarse, reflexionar y encontrar esa paz y fuerza interior que le ayudara a renacer de sus cenizas. Y allí se fue con la intención de borrar de su mente la imagen de Bibiana en el depósito de cadáveres después de que la hallaran muerta esa noche en el parque cercano a su casa, esa horrible imagen recurrente contra la que no podía luchar.

El balneario resultó como esperaba y fiel a la descripción que de él se hacía en el folleto. Las instalaciones eran magníficas y el paisaje inmejorable. Buenos alimentos, aire puro, paseos en plena naturaleza y un tratamiento anti-estrés lo dejarían como nuevo, física y anímicamente.

Se apuntó a todo tipo de tratamientos y actividades relajantes y le asignaron a Silvia, quien sería, durante toda su estancia allí, su monitora personal.

Conocer a Silvia fue para Sergio como una aparición. No lo podía creer. Era clavada a Bibiana, su doble. Tenía los mismos ojos, los mismos labios, el mismo pelo, la misma estatura y complexión, su forma de moverse, de sonreír, de hablar. ¡Incluso su misma voz!

Tras el shock inicial, Sergio empezó a tratar a Silvia como si se tratara de Bibiana. En más de una ocasión la había llamado por ese nombre, no podía evitarlo. Esa atracción se convirtió al poco tiempo en obsesión, una obsesión enfermiza, que le impulsaba a observarla, seguirla, espiarla a todas horas. Él se decía que se había vuelto a enamorar, que había vuelto a encontrar a su media naranja, a su nuevo amor, el único capaz de hacerle olvidar a Bibiana y se aplicó aquello de que un clavo saca otro clavo, y más si son idénticos.

Silvia, por su parte, se sentía agobiada y cada vez más incómoda ante el trato que Sergio le dispensaba, rayando el acoso. Empezó a temerle y decidió solicitar a su superior que le asignara otro cliente.

Cuando le comunicaron el cambio, Sergio se sintió abandonado, engañado, traicionado. De nuevo. Volvía a ocurrir. Otra vez se sentía ultrajado. Otra vez le abandonaban por otro. Silvia era como Bibiana, por eso se comportaba igual y por eso tendría que hacerle lo que le hizo a ella. Sí, acabaría con ella como con la zorra de Bibiana. Esa noche, esa misma noche. Cuando se dispusiera a marcharse, la abordaría en el jardín, al amparo de la oscuridad. Sólo tenía que repetir lo que le hizo a Bibiana cuando la atacó en el parque. Sus manos eran grandes y fuertes. Luego, sólo tendría que desempeñar el papel del cliente afligido. Ese papel se lo sabía muy bien pues no habían pasado ni dos años desde que tuvo que asumir el de marido desconsolado.

 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Esperando a Cris


Ya ha oscurecido y sigo esperando. Me dijo que vendría a las ocho y sigue sin aparecer. Creía que no aceptaría, después de tantos años y después de cómo acabó nuestra historia. Pero aceptó, aceptó la cita y mis disculpas. Y se lo agradezco pues me porté muy mal con ella pero entonces no pude explicárselo como se merecía pero ha llegado el momento de hacerlo. Hoy soy libre para hablar claro y contarle toda la verdad.

Tuve que desaparecer sin dejar rastro, sólo dejé tras de mí aquella nota tan anodina que no decía lo que realmente hubiera debido decirle. Hoy es la ocasión para estar en paz con ella y conmigo mismo, para sentirme un hombre nuevo. Hoy se lo contaré todo y espero que me comprenda y sepa perdonarme.

Creo que vendrá, pues tras la sorpresa que se ha llevado al saberme  aquí de nuevo después de tanto tiempo, ha parecido estar interesada en escucharme.

Por fin. Creo que ahí viene. Sí, es ella, no hay duda. Por mucho tiempo que haya pasado, sigue andando de ese modo tan sensual y tan decidido.

Sólo con ver su silueta en las sombras, me ha dado un vuelco el corazón. Nunca había estado tan nervioso. Me sudan las palmas de las manos. Me las secaré antes de estrechar las suyas. ¿Le doy la mano? ¿La beso en la mejilla, quizá? No, mejor no, no quisiera ver un ademán de rechazo por su parte. Bueno, haré según vea.

Ahora ha salido del cobijo de las sombras y me ha visto pues parece haber acelerado el paso directamente hacia mí. ¿Por qué irá tan tapada si no hace apenas frío? Ese fular que le cubre la boca lo reconozco, se lo regalé yo. Ese sombrero que apenas le deja ver la cara y ese abrigo de solapas anchas, son los que se puso para la última cena de Navidad, poco antes de irme. ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¿Por qué se habrá vestido tan elegante? ¿Será como recuerdo de los viejos tiempos? Lo que no entiendo es lo de las gafas de sol… a las nueve casi.

A Roberto no le da tiempo a comprender lo que ocurre pues tan pronto se pone de pie y se acerca a Cris para saludarla, ésta saca algo del bolso y, mirándole a la cara, le sonríe con una sonrisa extraña que nunca antes le había visto. Luego, un sonido sordo, un fogonazo y el más absoluto de los silencios.