jueves, 25 de julio de 2013

Siempre pensando





Siempre pensando, siempre cavilando y siempre con la duda en el horizonte. Dudamos, luego existimos, pero una existencia tan generosa en dudas, recelos e incertidumbres no es más que un amasijo de angustias y temores.


¿Quién no se ha sentido angustiado alguna vez por algo inquietante y de solución incierta? ¿Quién no ha dudado alguna vez ante una decisión que podría hacer trastabillar su futuro? ¿Quién, en definitiva, no ha reflexionado horas y horas sobre lo que le deparará la vida? Yo sí, muchas veces.

Desde que nos abrimos paso en este mundo, nuestra existencia ha ido evolucionando gracias a un constante aluvión de cambios a cuál más abrumador e ignoto, una disyuntiva entre azar y necesidad, entre casualidad y causalidad, entre esos dos polos que dirigen todos los días de nuestra vida.

Cuántas veces no habremos oído o leído que no debemos malgastar el tiempo pensando en el pasado ni en el futuro, entelequias que sólo existen en nuestra mente, como recuerdos el uno y como proyección de nuestros deseos y temores el otro, sino sólo en vivir en y para el presente, Carpe Diem, vivir el hoy y el ahora y dejar que todo siga su curso natural.

Pero ¿existe un curso natural de las cosas? Y si existe, ¿en qué consiste? Acaso no somos nosotros quienes, con nuestras obras de hoy provocamos las de mañana? ¿No estamos, sin querer, tejiendo nuestro propio futuro? ¿Somos, pues, lo que nos merecemos? ¿Somos, en definitiva, el resultado de nuestros actos? Estoy convencido de ello.

No vale la pena malgastar ese tiempo precioso de nuestra vida presente recriminándonos nada de lo que dejamos atrás si ello no sirve para corregir una mala praxis que, de repetirla, nos conducirá una y otra vez a cometer los mismos errores. Eso sería mirar hacia atrás, con la experiencia del presente, para reconducir nuestra vida hacia caminos más satisfactorios.

Del mismo modo, tampoco merece la pena dedicar muchas horas a diseñar nuestro futuro ni en vaticinar lo que éste nos deparará pues multitud de variables ajenas a nuestro control entrarán en juego y todo esfuerzo por evitarlo será en vano. El hombre propone y el medio dispone. Ello no significa que debamos cruzarnos de brazos y nos lancemos en brazos de la indiferencia, ni excluye que tengamos ideales y deseemos que estos se hagan realidad. Sólo debemos prepararnos hoy para lo que queremos que sea nuestro mañana y, día a día, esforzarnos para que la realidad no se desvíe en demasía de nuestro ideal.

Es curioso que sea yo quien haga tal afirmación, cuando he sido hasta hace poco un obseso del control y de la adivinación, del arrepentimiento y de los reproches, pero precisamente en eso reside el mérito de mi reflexión tardía. ¡Cuánto tiempo no habré perdido elucubrando y anticipando catástrofes que nunca llegaron a ocurrir! Claro que mucho peor hubiera sido vaticinar finales felices que no llegaran a materializarse pues el desencanto hubiera sido morrocotudo. Con esa actitud, al menos tuve ocasión de alegrarme, al final, de que mis vaticinios fueran erróneos. Pero ¿y mientras tanto? ¡Cuán inútilmente sufrí temiendo lo peor! Y a la siguiente ocasión, vuelta a empezar.

Como perfeccionista irredento, no he sido amante de la improvisación, por lo que no he sido capaz de dejar al azar ni el más mínimo detalle. En las entrevistas de trabajo, por ejemplo, llevaba siempre el guion aprendido, practicando horas y horas el diálogo que mi prodigiosa imaginación me presentaba como más factible. Y todo para nada, o para casi nada, pues la entrevista acababa transcurriendo casi siempre por derroteros distintos al que había presagiado. Pero al menos, me decía, la sensación de tenerlo todo bajo control me da una mayor seguridad que ir a pecho descubierto, a lo que la suerte me depare, a lo que salga.

¿De qué sirve dedicar tiempo y esfuerzo en perfilar algo tan etéreo como el futuro y más si es a largo plazo? Hay que vivir y pensar en positivo pero sin obsesionarnos en cómo debe ser o será nuestra vida. Si se es optimista, actuamos con una actitud positiva y es esa actitud la que favorece que el resultado de nuestro esfuerzo sea también positivo. La mente funciona muchísimo mejor si es energía positiva la que la alimenta y trabajar con la mente abierta da muchos mejores resultados.

Reconozco que he sido un tipo raro pues, sin ser optimista y temiendo visceralmente al fracaso (el efecto de un solo fracaso no lo compensaban ni diez éxitos consecutivos y de mayor relevancia), siempre he hecho las cosas con tesón y pensando en salir airoso por mucho que creyera que la espada de Damocles se cernía sobre mi cabeza.

¿Adónde quiero ir a parar con todas estas disquisiciones? Pues a que lo más provechoso no es planificar nuestra vida tal y como desearíamos que fuera sino vivir intensamente el día a día forjándonos una actitud positiva y robusteciendo nuestras aptitudes para la supervivencia en un ambiente siempre cambiante y mayoritariamente hostil. Es como abonar y regar la tierra donde hemos plantado ese árbol que queremos ver sano y robusto y al que prodigamos todo tipo de cuidados para que nos dé buenos frutos cuando llegue el momento pero sin preocuparnos, y mucho menos angustiarnos, por si el granizo acabará con ellos antes de recolectarlos, si un incendio convertirá el árbol en cenizas o si un viento huracanado lo arrancará de raíz. Si tenemos que vivir sufriendo constantemente por los posibles daños que puedan sobrevenirle, más vale no plantar la semilla que, tan pronto como germine, nos inundará de desasosiego.

Plantemos, pues, nuestro árbol con la mejor de las intenciones y cuidémoslo para que tenga los nutrientes necesarios, para que crezca fuerte y saludable y para que el día de mañana esté suficientemente desarrollado para hacer frente, si no a todas, sí a la mayoría de adversidades a las que le expondrá el medio ambiente y ante las que de otro modo sucumbiría al primer embate.

Pongamos hoy los medios para que mañana tengamos muchas probabilidades de éxito pero no perdamos ni un minuto en temer, antes de tiempo, un posible fracaso. Y esta premisa vale para esas tres cosas tan importantes en la vida que hasta fueron objeto de una canción: salud, dinero (o trabajo) y amor. ¿Y qué decir del amor? ¿Preferimos vivir con el constante temor a perderlo o disfrutar ahora de su compañía y cuidarlo para que no nos abandone?

En lugar de pensar tanto en lo que no es pero podría ser o en lo que es pero podría dejar de ser, vivamos y disfrutemos el ahora y dejémonos de zarandajas porque mañana será otro día.

miércoles, 24 de julio de 2013

Aún recuerdo ( extracto de mis memorias secretas IV )




Aún recuerdo el cielo estrellado de Sevilla, en el patio de banderas, con la Giralda asomando por encima de los tejados iluminada de un ocre exultante.

Recuerdo que a pesar del frio invierno, sentía un agradable acaloramiento que no sabría decir si provenía de mi corazón desbocado, de tu cuerpo tan cercano o de tu cara que, pegada a la mía, dirigía la mirada hacia donde mi dedo índice te señalaba lo que con tanta emoción mis labios te anunciaban: es Orion, la constelación del Cazador.

Recuerdo tu mano agarrada a la mía mientras nuestras piernas libraban una carrera alrededor de esa enorme catedral gótica que, durmiente a aquellas horas, nos contemplaba como si fuéramos unos chiflados corriendo para matar el frío a golpe de zancadas hasta la extenuación.

Recuerdo el vaho que echaban nuestras bocas abiertas y que, en una búsqueda apremiante de aire puro, no lograban contener las risas entrecortadas como si de unos niños que acaban de cometer una diablura se tratara.

Recuerdo esas callejuelas del bario de Santa Cruz, hasta poco antes tan frecuentadas y luego tan solitarias por las que te guiaba, sin saber qué rumbo tomar, pretendiendo alargar hasta el infinito esos instantes tan preciados por tenerte a mi lado, sólo para mí, en una noche en que los hados parecían haberse confabulado para que no tuviéramos más compañía que la de las estrellas.

Recuerdo cuando al alba, sentados en un banco de un parque solitario, exhaustos y desorientados, creyendo llegado el gran momento, ingenuo de mí, me dispuse a volcar sobre ti mis más íntimos sentimientos, creyendo que tus oídos primero y tu corazón después, los recibirían con ese gozo del que recibe esa buena noticia que tanto esperaba y tardaba en llegar.

Recuerdo cuando nos despedimos con un frío “hasta pronto” y cómo anduve sin rumbo fijo, perdido en mis cavilaciones, preguntándome por qué las cosas no podían ser de otro modo y tenía irremediablemente que perderte cuando apenas te había tenido.

Y recuerdo que seguí buscándote, encontrándote y perdiéndote de nuevo hasta que la razón me dijo que ya era hora de abandonar, de tirar la toalla, pues no eras más que el objeto de un deseo imposible al que debía renunciar.

Y recuerdo que durante algún tiempo, tu cara, tu sonrisa y tu voz volvían a mí de forma inevitable y recurrente, preguntándome cómo habría sido mi vida si en esa fría madrugada me hubieras dicho que sí.

Y recuerdo que a medida que fueron pasando los años y tuve la suerte de ser feliz lejos de ti, tu imagen se volvía difusa y tu recuerdo ya sólo despertaba en mí una serena melancolía y añoranza de los tiempos pasados, de la juventud cada vez más distante.

Y recuerdo cuando, hace poco, a través de una red social, te volví a encontrar, treinta y tantos años después de nuestro último adiós, y con qué ilusión te envié un mensaje sin más intención que la de saber de ti y quizá retomar una amistad largo tiempo perdida.

Y recuerdo con qué expectación abrí el tuyo, que no tardó en llegar.

Aun recuerdo tu respuesta, más inesperada, si cabe, que la de aquel amanecer en Sevilla.

Sólo recuerdo que ya no me recordabas.

lunes, 22 de julio de 2013

Siempre me han gustado los cuentos inventados



De muy pequeño, cuando mi madre, antes de arroparme, me preguntaba qué cuento quería que me contara, siempre le respondía lo mismo: “uno inventado”. Y es que mi madre tenía dotes de inventora de historias y sabía improvisar con tal naturalidad y maestría que me mantenía en vilo durante toda la narración. No me atraían los cuentos conocidos porque ya sabía el final y lo que precisamente me atraía de las historias contadas por mi madre era lo imprevisible de su discurrir aunque supiera que su final sería igualmente feliz.

Debí heredar esa facilidad para inventar historias porque rondando los doce años, siempre que llovía y debíamos pasar el recreo en clase, un grupúsculo de incondicionales se arremolinaba alrededor de mi pupitre con la misma petición: Pana, cuéntanos una aventi.

Mi única condición, a cambio, era que eligieran el género que, casi siempre, resultaba ser de suspense o de terror, los que mejor se me daban. Las historias “de amor”, que no eran adecuadas para un auditorio tan masculino y que nadie hubiera osado a pedir so pena de ser objeto de las burlas más enconadas por parte de sus congéneres, me las reservaba para, ya en la soledad de la noche y de mi cuarto, hacer volar la imaginación y mi romanticismo adolescente y secreto para erigirme en el protagonista de las más apasionadas aventuras amorosas.

Lo malo de tener una imaginación desbocada es que te pasas media vida con ensoñaciones que sólo te deparan una irremediable frustración cuando, al despertar, te das de bruces contra la prosaica realidad. ¿Valen la pena esos momentos de gloria imaginaria para tener que aterrizar luego en el mundo real?

Dicen que los mentirosos crónicos acaban por creerse sus propias mentiras y que acaban confundiendo ficción y realidad. Pues yo, que no me considero mentiroso por naturaleza, en alguna ocasión me ha costado discernir lo real de lo ficticio. Quizá es que además de contador de historias me erijo en protagonista de mis propias fantasías, unas fantasías que me protegen de la cruda realidad. Mal asunto.

Es curioso lo que me ocurre. En tanto que habitualmente me cuesta expresar mis sentimientos con naturalidad, debiendo esforzarme para que los demás los perciban como algo normal y espontáneo y que no me vean como un ser insensible, desagradecido o desabrido, según las circunstancias, soy capaz, en cambio, de experimentar las más placenteras emociones con sólo dar rienda suelta a mi imaginación. Claro que nadie se percibe de ello.

Pero la vida nos enseña que las mejores historias son las reales, las auténticas pues, como es bien sabido, la realidad frecuentemente supera la ficción. Pero la realidad es inmutable, es lo que es nos guste o no, mientras que la ficción está a nuestra disposición para ser manipulada a nuestro antojo.

En los Estados Unidos, a las novelas mitad ficción mitad realidad se las califica en el género literario denominado faction, un híbrido de fact y fiction.

¿Cuánto hay de realidad y de ficción en nuestras vidas? Si para que la vida nos resulte más placentera debemos, nos aconsejan, abonarla con buenas dosis de imaginación y fantasía, ¿no es esa una forma de engaño? Si nuestras fantasías se hacen realidad, entonces es como un cuento inventado con final feliz pero si, por el contrario, nunca llegan a materializarse, es, en el mejor de los casos, como la fábula de la zanahoria y el burro, manteniéndonos constantemente esperanzados, pero puede también conducirnos a una desesperación al ver que nuestros deseos nunca llegan a cumplirse.

Yo he adoptado, sin proponérmelo conscientemente, por ser el burro que intenta atrapar la sabrosa raíz de esa hortaliza sin perder la esperanza de hacerla suya algún día y no me ha ido mal. Fijarme hitos placenteros, mirar hacia un destino dichoso, pensar en hechos agradables como si ya me pertenecieran, rodearme, en definitiva, de ensoñaciones no exentas de una buena dosis de irrealidad, me ha ayudado a soportar los embates de la cruda realidad casi como si de una terapia se tratara. Lo importante es saber discernir entre fact y fiction, no sea que el remedio sea peor que la enfermedad.

No creo que sea malo vivir continuamente inmersos en una fábula con final feliz. Aún hoy, cuando ya tengo edad para ser abuelo y contarles cuentos a mis nietos, no puedo conciliar el sueño sin que antes haya dejado vagar mi imaginación por el mundo de las utopías y quimeras. ¿Qué son los sueños si no la expresión onírica de muchos de nuestros deseos?

Desde que no tuve a nadie que me contara un cuento, me convertí en mi propio cuenta-cuentos y, por muchos años que hayan pasado, me siguen gustado los cuentos inventados.


viernes, 19 de julio de 2013

Irene ( extracto de mis memorias secretas III )



Era un 23 de junio al atardecer, verbena de San Juan, cuando me presenté en la casa que habían alquilado mi hermana y mi cuñado en El Masnou para pasar las vacaciones de verano del 66. Ese verano, los planes consistían en que mi madre y yo acompañáramos a mi hermana en su ya habitual soledad veraniega y ayudarla en el cuidado de mi sobrina, de un año de edad, y de su recién nacido hermanito. Por imperativos laborales que obligaban a los dos cabezas de familia a quedarse de “rodríguez” en Barcelona, dos mujeres, dos críos, una asistenta y yo seríamos los habitantes de la residencia masnouense de lunes a viernes.

Recuerdo que había oscurecido ya cuando irrumpí en el patio trasero de la casa, con una gran sonrisa de satisfacción pintada en los labios, ante la mirada expectante de toda la familia al completo. Acababa de pasar el último examen de la reválida con muy buenos augurios, un examen que me había retenido en la Ciudad Condal hasta última hora de la tarde.

Durante el viaje en tren, miraba absorto el litoral del Maresme, y veía cómo la luz menguante del sol contrastaba con la creciente luminosidad de las hogueras encendidas en las playas. Aunque no podía oírlos, adivinaba los gritos de los niños que danzaban a su alrededor, encendiendo petardos y cohetes, dando paso a una luna que esa noche iba a permanecer en vela pocas horas para dar de nuevo paso al astro rey que en el solsticio de verano hace horas extras. Pero en lo que yo iba pensando no era en petardos, ni en la coca de Sant Joan que me estaba esperando, ni siquiera en el Cava que se estaría enfriando. Sólo me preguntaba si las vacaciones que tenía por delante iban a ser tan insustanciales y aburridas como las del verano anterior, pues iba a repetirse el mismo escenario familiar salvo el lugar de recreo y la añadidura al mismo de mi recién estrenado sobrino.

En El Masnou ocupábamos una casa antigua en un barrio no menos viejo pero provisto de ese encanto propio de las poblaciones costeras. Situada cerca de la playa, sólo teníamos que cruzar, casi nada, la carretera nacional, la vía del tren y los bloques de piedra que, a modo de espigón, hacían de muro protector frente a las frecuentes embestidas del mar embravecido, para alcanzar una franja estrecha pero suficiente de arena fina y poder así disfrutar de los baños de sol y de mar.

Como las tediosas vacaciones del año anterior, éstas no estarían exentas de rutina, una rutina veraniega pero no por ello menos monótona. Playa, siesta, música, lectura y algún que otro paseo, por ese orden, ocuparían mi tiempo invariablemente, día a día.

A mis dieciséis años recién cumplidos, mis dos aficiones preferidas eran la lectura y la música. Como premio a las buenas notas obtenidas en los exámenes finales de sexto de bachillerato, mis padres se mostraron inusualmente generosos conmigo, pues nunca habían sido partidarios de recompensar lo que consideraban una obligación por mi parte. Haciendo, pues, una excepción a la regla, me regalaron un tocadiscos portátil y monoaural de la marca Dual, una especie de maletín cuya tapa hacía las veces de altavoz. Además, mi madre accedió a hacerse socia, en mi nombre, del Círculo de Lectores pues siendo menor de edad se me estaba vedado firmar cualquier suscripción de ese tipo. Fue, eso sí, un gesto inicial, pues después sería yo quien abonaría religiosamente, con mis exiguos ahorros, los pagos trimestrales por la compra de los libros del catálogo. Y ahí empezó mi interés por la lectura.

Mi primera lectura “adulta”, que yo recuerde, fue Le Rouge et le Noir de Stendhal y el primer disco que compré fue un single de los Beatles, uno de esos discos de vinilo de 45 rpm, con dos canciones por cara, titulado Drive My Car y que contenía, además de la canción que le daba título al disco, Norwegian Wood, I’m Looking Trough You y You Won’t See Me. No sé cómo no acabó saliendo humo de los surcos de tanto escucharlo. Me convertí, de la noche a la mañana, en un beatlemaníaco irredento y los de Liverpool serían desde entonces y por muchos años mis inseparables compañeros musicales.

Esos días de vacaciones discurrían según lo previsto: tras casi toda la mañana tumbado al sol y bañándome en un mar a menudo embravecido, por las tardes me pasaba horas en nuestro patio, sentado bajo la sombra de un viejo tilo que no sólo me aislaba del calor sino también del mundo exterior. Fueron esas tardes tranquilas las que me permitían disfrutar verdaderamente de la lectura. Desde entonces, he adquirido el hábito de leer y no hay día que un libro no me acompañe. Mi imaginación y sensibilidad innatas me transportaban al escenario de la historia contada y mis lecturas de aquel verano fueron seguramente el acicate para lo que sentiría más adelante. Los autores franceses de los más variados estilos y escuelas eran entonces mis favoritos. Balzac, Stendhal, Proust y André Maurois ocuparon esas tardes de verano. Los amores y desventuras de los protagonistas me llegaban tan adentro que no podría evitar identificarme con los personajes dolientes de todo tipo de aflicciones. ¿Infantilismo o romanticismo a la antigua usanza?

Y así, entre baños, siestas, música y lectura, transcurrían mis vacaciones en El Masnou, un plan que si bien me aportaba unas buenas dosis de relax y cultura, prometían ser de las más aburridas o, si se quiere, las menos atractivas para cualquier adolescente. Entonces, ¿por qué las evoco? Pues porque siempre que el nombre Irene llega a mis oídos, no puedo evitar acordarme de ese verano. ¿Será que un verano sin amor no es un verano memorable?

La repentina irrupción de Irene en mi verano del 66, tan tardía como fugaz, produjo el mayor de los trastornos en mis jóvenes e inmaduros sentimientos e hizo que llegara a cuestionar mis, hasta entonces, sólidos principios morales. Y es que hasta entonces, niño con una inusitada precocidad amatoria, sentimental no física, que conste, me había enamorado de muchas niñas y ante muchas más adolescentes tendría mi corazón que sucumbir, pero nunca hasta entonces había vivido y nunca más desde entonces habría de vivir la atormentada experiencia de enamorarme de una mujer que me doblaba la edad.

Quizá todo fue un sueño, una ensoñación o una fantasía, quizá mi imaginación, exacerbada por la lectura, fue la culpable de tanto desatino. En todo caso, después de aquel verano nada volvió a ser igual. Creo que fue el verano, El Masnou y el amor impetuoso quienes tuvieron en realidad la culpa.

 


miércoles, 17 de julio de 2013

Antes


Antes jugaba en la calle hasta que me llamaba mi madre para comer
Antes iba al cine de barrio por un duro la entrada
Antes los maestros castigaban a los alumnos y no pasaba nada
Antes bebíamos leche de verdad, aunque teníamos que hervirla
Antes apenas había contaminación
Antes no sabía lo que era la capa de ozono
Antes, en La Costa Brava, tomábamos el sol junto a las barcas en la arena
Antes sólo teníamos a los Reyes Magos
Antes había trabajo para los que necesitaban trabajar
Antes no había centrales nucleares
Antes no había Reality Shows
Antes jugábamos a los Juegos Reunidos Geyper
Antes no había ordenadores personales, internet ni vídeo-juegos
Antes nos hablábamos, no nos enviábamos SMS ni WhatsApp
Antes el televisor no se sentaba a la mesa con nosotros
Antes…


Antes las cigüeñas traían los niños de París
Antes el sexo era pecado
Antes no existía el divorcio aunque algunas parejas se separaban
Antes la homosexualidad estaba perseguida
Antes quien pensaba de forma distinta era sospechoso
Antes pocas mujeres iban a la Universidad
Antes el índice de mortalidad infantil era elevado
Antes la esperanza de vida era más corta
Antes...

Antes era soñador
Antes tenía toda una vida por delante
Antes era independiente
Antes era joven

Sé que no todo tiempo pasado fue mejor
Porque, a pesar de todo lo bueno del pasado,
Antes estaba solo
Antes no te conocía
Antes no os tenía
Antes no era feliz

lunes, 15 de julio de 2013

Para Juan


¿Qué había en tus alas que no te alzaban al vuelo?
Siempre a ras y creíste en cambio volar muy alto
Porque en tu vagar encontraste acaso
Lo que en tus sueños creíste limpio y bello.


De un paraje a otro te llevaste la experiencia
Que, con tus ilusiones, formaban en ti un ser nuevo
Que aprendía a gozar de todo lo sencillo y sincero
Y a ahogar lo mezquino y superfluo de tu conciencia.


Amando, amaste la vida en toda su magnitud
Soñando, soñaste en un mundo libre y sutil
Viviendo, viviste la aurora de un tiempo feliz
Que se apagó de pronto a golpes de ingratitud.


No dejes que el llanto apague el fuego de tu ego
Remonta, en un esfuerzo, hasta la cima más alta
Desde donde, impetuoso, emprendas una nueva etapa
Dejando abajo los vestigios de tu primer intento.



Este poema lo escribí en febrero de 1980 y lo he encontrado rebuscando entre esos papeles que ya amarillean del abandono largo tiempo consumado. Rememora esa última vez que vi a Juan, o debería decir al espectro de lo que había sido hasta poco antes, a ese amigo enfermo de tristeza, sumido en un hondo abatimiento pero extrañamente resignado. Acababa de dejar marchar a quien había sido hasta entonces el amor de su vida, un amor que le abandonaba con su hijo en brazos. Quizá ese fue el principio de su fin.

Tras ese encuentro, mis esfuerzos por saber de él resultaron infructuosos. Desapareció de nuestras vidas sin un adiós. Todo lo que pude saber es que había marchado a Francia, a la vendimia. Debió pensar que entre vides renacería y volvería a encontrar las ganas de vivir, que doblando el espinazo apagaría el llanto de su alma. Debió pensar que lejos de casa olvidaría mejor sus penas o que el vino de esas viñas las ahogarían.

De eso hace treinta años. Desde que su rastro se perdió tras los pirineos pasó a ser un recuerdo recurrente y perpetuo como las nieves de esas cumbres que un día cruzó. Se convirtió en una presencia virtual que por mucho que la invocara nunca se materializaba.

Han tenido que transcurrir tres décadas para que su nombre vuelva a los labios de aquellos que le conocimos. ¿Qué ha sido de Juan? he preguntado expectante, esperanzado, ignorando que lo que oiría me sumiría en una tristeza que me recuerda la que reconocí en sus ojos el último día que le vi.

¿Qué te ha ocurrido, Juan? Me dicen, quienes te han visto, que estás muy cambiado y tan deteriorado que no puedes llevar una vida normal. ¿Qué le ha ocurrido a tu mente para que deban cuidarte? ¿Por qué me dicen que ya nada se puede hacer por ti? ¿Te reconocería? ¿Me reconocerías?

Releyendo hoy ese poema infausto que un día escribí, compruebo que bien podría parecer acabado de brotar de mi pluma. Parece como si el tiempo se hubiera detenido y que, como si de un maleficio se tratara, te hubieras sumido en un sueño del que sólo podrás despertar si oyes los últimos versos de mis labios. ¿Me oirás? ¿Me entenderás?

jueves, 11 de julio de 2013

Nunca tuve que ponerme un esmoquin ( diario de un sesentón II )

Desde que hice la primera comunión, no volví a vestirme con traje y corbata hasta el día de mi boda, una concesión que hice en aras de las “buenas costumbres”, para no contrariar a la familia y no contravenir las normas que iban en el mismo paquete de convencionalismos: participaciones, lista de bodas, ceremonia religiosa, banquete con tarta nupcial, viaje de novios, etc. Entonces pensé que eso sería lo último que haría forzado por las circunstancias pero no fue así y muchos han sido los sometimientos a los que me he visto obligado para congraciarme con los que me rodeaban.

Ya sé que el hábito no hace al monje y que no es oro todo lo que reluce pero la imagen suele ser una carta de presentación muy valiosa y si no ¿por qué en los CV muchos y muchas (más habitualmente) suelen añadir su fotografía, sobre todo si ostentan un físico agraciado? Independientemente de que sea o no mi caso, esta ha sido la única práctica que no he seguido jamás. Nada puede suplantar a la expresividad, al lenguaje hablado y corporal, y mucho menos un retrato de fotomatón. Pero si en una entrevista intentas dar una buena impresión para conseguir el puesto de trabajo, ese mismo leitmotiv nos persigue para conservarlo.

¿Cuándo empecé a doblegarme a los convencionalismos? Aparte de los dos casos antes referidos, en los que la familia era la parte más importante a tener en cuenta, creo que la primera vez que di mi brazo a torcer fue ese día en que un director de departamento me conminó a lucir traje y corbata por ser ésta la vestimenta “correcta” para un futuro ejecutivo.

Una vez has aceptado faltar a un precepto al que prometiste ser fiel, los restantes van cayendo solos, como un castillo de naipes o como una cadena de fichas de dominó. Empiezas adaptándote a la imagen de ese ejecutivo que pretendes ser y a continuación, sin darte cuenta, te comportas como tal: vives para y por la empresa, sólo contradices a tu superior si éste te brinda esa oportunidad, empleas parte del tiempo libre a pensar en el trabajo, acumulas más y más  horas extras en la oficina sin contraprestación alguna, estás disponible las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, dejas todo lo que tienes entre manos para atender la última demanda de tu jefe para el que no tienes nunca un no, es decir acabas ejercitando la sumisión hasta donde sea necesario, te vuelves un controlador nato, siempre estarás agradecido por disfrutar de un trabajo tan digno como estimulante y dispuesto a acrecentar tus conocimientos formándote en lo que sea menester para que ello redunde en tu beneficio pero, sobre todo, en el de la empresa que te da de comer.

Y si el ambiente laboral es extremadamente competitivo y hostil, hay que agudizar el ingenio para no verte arrastrado por la corriente de barro y lava que expelen los que, a base de mentiras y subterfugios, tratarán de minar tu seguridad y autoestima para erigirse en líderes de opinión y destacar entre tanto mediocre que, según ellos, corrompen el sistema operativo de la empresa.

Al margen de lo realmente duro, cuántas cenas, cuántos brindis, cuántas sonrisas forzadas habré vivido con el único propósito de cumplir con lo que se esperaba de mí, mantener mi buena imagen y mi puesto de trabajo y, en definitiva, conservar ese status socio-económico que tanto ha costado conseguir.

Y ya metidos de lleno en la vorágine de la sociedad de consumo (primera residencia, hipoteca, segunda residencia, hipoteca, coche, otro coche, colegios privados y toda clase de caprichos para esos hijos que sólo tuviste cuando las condiciones sociales así te lo permitieron, electrodomésticos cada vez más sofisticados, viajes de placer cada vez más exóticos y lejanos y caprichos a discreción, y un largo etcétera), una vez afianzado tu puesto vip en el ranking de usuario habitual de tarjetas de crédito Platinum, resulta difícil apearse de ese pódium de imparable consumidor y prácticamente imposible erradicar muchas de las costumbres adquiridas. Y si ello implica tener que seguir adoptando el papel de fiel seguidor del sistema y predicar con el ejemplo, pues bienvenido sea el sistema y el púlpito evangelizador.

Visto ahora desde la distancia, al menos me queda la pequeña satisfacción, o excusa, de que sólo asumí esa conducta como prestada, como usufructuario, fingida, no sentida, como el que se disfraza por carnaval de aguerrido pirata pero bajo la máscara sigue siendo un pobre diablo. Muchos años como actor de ficción. Una actuación, eso sí, merecedora de un Óscar, un Globo de Oro, un León de Plata o cuanto menos de un Goya al mejor actor secundario, porque no he pasado de eso, de ser un intérprete secundario en lo que empezó siendo un sainete, cuyos actos se han ido sucediendo sin solución de continuidad y ha acabado, a pesar de tanto esfuerzo, en una tragicomedia de tercer orden.

¿Ha valido la pena tanto sacrificio, tanto arrimarse al sol que más calienta y al buen árbol, contemporizar con los de “arriba”, quizá venderse al mejor postor? Me resulta imposible contestar taxativamente. A veces sí y a veces no.

Haciendo un ejercicio de puro pragmatismo, diré que, ahora, cuando ya he abandonado esa vida de la farándula empresarial, no me arrepiento de mi comportamiento en su conjunto pues, al margen de que nunca me prostituí, al menos conscientemente, lo que cuenta es lo que queda y lo que me ha quedado de todo ello es lo que realmente vale la pena: una experiencia enriquecedora, un rédito intangible y un patrimonio material que me ayudan los unos a sentirme satisfecho por la que fue esencialmente mi labor, sin maquillaje ni escenografía, y el otro a soportar con tranquilidad y optimismo los años que todavía tengo por delante.

A fin de cuentas, hubiera podido ser peor pues no tuve que someterme a según qué cosas. Contrariamente a lo que me habían hecho creer, no tuve que jugar a juegos de supervivencia cuando asistí a un curso de formación de líderes ni tuve que hacer puenting cuando me enviaron a una academia de formación de directivos, lo que fue un alivio.

Ah, y por muchas cenas de gala a las que tuve que asistir en contra de mi voluntad, nunca tuve que ponerme un esmoquin.

miércoles, 10 de julio de 2013

El pozo ( extracto de mis memorias secretas II )

Lo que nosotros, los niños del barrio, llamábamos “el pozo” era la forma genérica de referirnos a un recinto ajardinado, en el que efectivamente había un pozo, situado dentro del gran parque de Montjuic, en las inmediaciones de lo que llamábamos La Exposición, la zona que ocupó la Exposición Universal de 1929, y cerca de la famosa Font del Gat. Calculo que desde casa de mis padres estaría a un cuarto de hora andando a paso ligero. El pozo en sí estaba ubicado en un pequeño montículo situado en un vértice de un patio rectangular conocido como Patio de los Naranjos, decorado con gran variedad de arbustos y con estos árboles frutales, de pequeñas dimensiones, que en época de floración obsequiaban al visitante con el suave aroma del azahar. Ir al pozo era sinónimo de ir al patio de los naranjos y sus alrededores pero, sobre todo, era sinónimo de aventura.

El peligro que entrañaba el lugar, especialmente para los niños, se debía a la presencia de ese pozo, a la vista de todos, descubierto y de fácil acceso (sólo había que superar una pendiente que para cualquier persona joven y mínimamente ágil no representaba ningún obstáculo), sin protección alguna y en cuyo interior se veía un agua putrefacta y negruzca en la que flotaban cañas y algún que otro elemento en descomposición. Ignorábamos su profundidad pero una caída accidental en aquellas aguas insalubres e inmundas podía resultar fatal.

Por añadidura, en las inmediaciones había una laguna conocida como el pantano de la Fuixarda. Situado en una profunda hondonada, sus aguas de color verdoso intenso, su estado de degradación pero, sobre todo, la abundante vegetación que lo rodeaba, le daba un aspecto selvático que, contemplado desde lo alto del terreno que lo circundaba y sin protección alguna (hoy existe una especie de mirador vallado), era un espectáculo que nos impresionaba y de ahí la atracción que sentíamos.

Cuando relaté por primera vez a mis padres tal hallazgo, excitado por el descubrimiento de esos lugares de recreo, me prohibieron terminantemente frecuentarlos so pena de sufrir un severo castigo. Pero como lo prohibido y el riesgo añadido no hacen más que acrecentar el espíritu de aventura, volví naturalmente a caer en la tentación y fueron muchas las veces que acudí, sólo o acompañado, al pozo y a la Fuixarda.

El Patio de los Naranjos tenía otro atractivo para nosotros y se debía a una historia o leyenda urbana que existía alrededor de lo supuestamente ocurrido años atrás en aquel lugar. Siendo aquélla una zona de grandes desniveles y pendientes, el patio, por uno de sus lados, queda muy por debajo de una de las carreteras que da acceso a la cima de Montjuic, de modo que sustentando ese tramo de carretera existe un gran muro de contención formando tres grandes arcos de hormigón. Bajo uno de esos arcos, había lo que parecía una vivienda derruida empotrada entre sus pilares. Esa edificación, protegida por un enrejado oxidado, debía haber sufrido un desprendimiento de su fachada pues todo su interior quedaba a la vista, cual casa de muñecas. Llamaba la atención, además, sus paredes ennegrecidas, aparentemente por el humo, como si fuera el resultado de un incendio.

Se decía que, años atrás, esa vivienda había sido habitada por una familia formada por un hombre, panadero de profesión, su mujer y sus dos hijos y que contenía, en su planta baja, el horno donde se cocía el pan. Un día, la locura se apoderó del panadero y prendió fuego a toda la vivienda muriendo, de este modo, la familia al completo. Había quien, para darle más acicate a la historia, decía que, desde entonces, el fantasma atormentado del enloquecido tahonero habitaba ese lugar.

Así pues, la historia fúnebre que rodeaba al edificio en cuestión y el aspecto tétrico del mismo, no hacían más que estimular la imaginación infantil y ello era motivo más que suficiente para sentir una atracción irrefrenable hacia aquel lugar. No era, pues, extraño, que el pozo y la casa del loco, como ya la llamábamos, formaran parte de nuestras aventuras prohibidas.

Recordando ésta y otras muchas vicisitudes de mi infancia, volví hace unos días al lugar de los hechos. Desorientado por el paso del tiempo, me costó localizar el lugar pero finalmente di con él gracias a mi empeño.

Muchas huellas se han borrado de lo que un día fue tan real y que había creído, en vano, imperecedero. El patio de los naranjos ha sucumbido a las inclemencias del tiempo y del abandono; ni señales, ni indicadores muestran el camino muchos años atrás andado. Calles, caminos y senderos siguen en su lugar sin más rastro a seguir que el de la memoria que, un tanto debilitada, ha hecho dificultoso el reencuentro.

Del patio, tal como lo conocí, sólo un escuálido naranjo se mantiene en pie, el único que ha resistido los embates de los decenios transcurridos, el único superviviente en aquel recinto pero que, a pesar de los avatares del tiempo, he podido comprobar que sigue dando frutos.

El pozo, cómo no, sigue en su lugar aunque no lo descubrí al instante de tan cubierto de ramas y follaje como está. Lo he visto al identificar el pequeño montículo por el que trepábamos casi a gatas. Es mucho más pequeño de lo que recordaba (es curioso cómo las percepciones infantiles lo amplifican todo, especialmente las dimensiones) y está cubierto por lo que parece una losa de cemento.

En cuanto a la edificación medio derruida y embrutecida por el supuesto humo de un supuesto incendio supuestamente intencionado, no quedan ni las viejas rejas protectoras ni un solo ladrillo de su estructura, aunque un pequeño cúmulo de piedras yacen amontonadas en el suelo y que bien podrían ser unos escasísimos residuos de lo que fue aquel lugar fantasmagórico.

¿Leyenda urbana o realidad? Quién sabe y ya no importa. Todo ha pasado al olvido y quizá tan sólo unos cuantos supervivientes de aquella época, de aquel barrio y de aquellas aventuras podrían aportar algo de luz pero, francamente, ya no me interesa.

La visión de aquel lugar me ha provocado, eso sí, un solo sentimiento: tristeza. Tristeza al comprobar que el paso del tiempo no respeta nada, que lo cubre todo con una pátina que hace imposible ver con claridad lo que hubo un día bajo esa capa, que difumina las sensaciones y los sentimientos que muchos años atrás fueron tan intensos. ¿Será esa la tristeza de la senectud?

De lo que estoy seguro es que aquel lugar, que ejerció tanto influjo sobre nosotros, los niños de mi barrio, ya no atrae a nadie. Hace tiempo que dejó de ser el centro de las aventuras infantiles. Si pudiera hablar, seguramente diría que también siente añoranza de aquella época y de aquellos niños que, despreocupados de cualquier peligro, jugaban felices a su alrededor.

 

viernes, 5 de julio de 2013

¿Quién fui? (extracto de mis memorias secretas)



Nunca fui un niño alegre. Veo el álbum de fotos de mi infancia, que por cierto son muy escasas, y en ninguna aparezco sonriendo. Cara de niño triste. Quizá era la costumbre de la época posar para la posteridad poniendo cara de circunstancias, no fuera que en el futuro nos tomaran por tontos, esos que ríen sin motivo aparente. La verdad es que no lo creo, quizá sólo era fruto de una época difícil y no había muchos motivos para reír. Pero tampoco hay que dramatizar, pues aún de familia humilde, no nos faltó lo imprescindible y, aunque muy de vez en cuando, tampoco faltó algún que otro detalle festivo. Así pues, sólo me queda pensar que simplemente era un niño taciturno e introvertido y que en casa no se prodigaban los besos y mucho menos los achuchones. Éramos felices a nuestra manera pero, visto desde la distancia, era una forma de felicidad apagada, soterrada en unos cimientos demasiado profundos.

La infancia tiene una importancia capital porque es cuando empieza a forjarse la personalidad. Es durante la infancia y hasta la pubertad, etapa de grandes cambios internos y externos, físicos y biológicos, pero sobre todo emocionales, cuando la mente va configurando, moldeándolo, al ser en el que acabamos convirtiéndonos. Son las experiencias de esa etapa las que más nos marcan, dejando una huella imborrable. Aunque no dejamos de evolucionar a lo largo de una vida en la que la teoría de Darwin se manifiesta de forma acelerada e implacable, pues quien no se adapta al entorno no logra sobrevivir, conservamos en nuestro interior el germen del ser humano en el que nos convertimos hasta alcanzar la edad adulta. Creo que los cambios posteriores son tan sólo superficiales, de forma pero no de fondo. De este modo, todos llevamos en nuestro más recóndito interior una parte del niño y del adolescente que fuimos y que nadie debería dejar de ser.

Así pues, lo genes por una parte y la educación a la que fui sometido por otra, con la mejor de las voluntades por parte de mis padres, dicho sea de paso, hicieron de mí un niño y luego un adolescente débil de carácter. Aunque solícito, muy educado y nada beligerante, algo de por sí encomiable, también era muy sumiso, tímido en extremo y, en definitiva, inseguro de mí mismo. Podríamos decir que mi yo estaba dividido en dos: mi yo interno, cerebral, reflexivo, nada visceral, ecuánime, sensible, amante de la justicia y de la razón, y mi otro yo externo, visible al mundo, indeciso, vergonzoso, temeroso e impotente ante lo injusto, lo que hizo que me aislara, muy a pesar mío, de mis compañeros de clase que no fueran como yo. Aléjate de las malas compañías era el lema que me inculcaron y claro, con ese bagaje tan puritano y conservador, me perdí la experiencia de vivir como un chico digamos “normal”, es decir como la mayoría de chicos de mi edad y condición, pues rehuía a los que por extravertidos, eran desenfadados, bromistas, guasones, peleones y “folloneros” y, por supuesto, los considerados por el profesorado como los gamberros de la clase, refugiándome en la compañía de seres tan pusilánimes como yo y que debo reconocer que, a pesar de sus muchas cualidades, eran un verdadero tostón. Dios les cría y ellos se juntan, ni más ni menos.

Nunca practiqué deporte alguno, pues evitaba la confrontación, la competencia y la agresividad, elementos que probablemente, de haberlos asumido como necesarios o inevitables, me habrían preparado mucho mejor para afrontar las adversidades de la vida. Temía la derrota, el ridículo, el daño físico, todo ello comprensible en una persona medianamente sensata pero ello no tuvo que ser óbice para no hacer frente a los retos que podían comportar tales experiencias. Pero ¿quién, en mi situación, hubiera entendido entonces lo que podía suponer para la formación, no ya física sino también psíquica, esta carencia de arrojo y determinación? Estaba literalmente sólo ante el peligro. Y si me sentía solo era porque nadie en mi entorno más cercano, especialmente mi familia, supo identificar mis limitaciones y complejos y si los observaron no les dieron el valor que realmente tenían o no supieron cómo actuar para ayudarme a salir de este pozo seco en el que se convertiría mi vida social. Y yo, por mi parte, tampoco supe pedir ayuda. Hasta esto me avergonzaba.

Visto todo lo aquí relatado, cualquiera pensaría que mi futuro como adulto me deparó, como yo mismo llegué a prever y temer, una continua sucesión de fracasos y, sin embargo, no fue así. Algo (otra vez la disyuntiva entre casualidad y causalidad y entre fortuna y mérito) hizo de mí un mutante capaz de sobrevivir en esta sociedad tan competitiva y sobrellevar a la vez mis carencias afectivas y emocionales. Desgraciadamente, esa evolución temperamental no fue todo lo completa que hubiera necesitado y no me llevó hacia el mejor de los caminos pues muchos errores y omisiones he cometido a la hora de hacer valer mis derechos en situaciones conflictivas, que han sido muchas, y ante aquéllos que, deliberada o inconscientemente, dañaron mi autoestima.

Al recordar mi infancia, algo que me llama especialmente la atención es cómo me tomaba las cosas al pie de la letra y, a veces, con excesivo dramatismo como cuando, contando yo con sólo cinco años, mi padre, no muy dado a las bromas precisamente y mucho menos en materia religiosa, tan recto y serio como era, y quizá por ello y porque mi inocencia no supo captar el sentido jocoso de sus palabras, me dijo que de mayor sería sacerdote pues debía haber uno en todas las familias de bien. ¡Quiero casarme y tener hijos! le grité. Creo que fue la única vez en mi vida que grité a mi padre, tal fue mi disgusto como si a prisión de por vida me hubiera condenado.  Pero ello no sería más que una anécdota si no fuera porque, a pesar de mi habitual sentido del humor que siempre me ha acompañado, no he dejado de tomarme las cosas seriamente (quizá demasiado) y he creído a pies juntillas cualquier cosa que viniera de alguien a quien consideraba fiable y serio como yo, a quien no imaginaba capaz de bromear o de fingir en asuntos que para mí eran importantes.

Esta credulidad innata, rayando la ingenuidad, se llegó a convertir, especialmente en el ambiente laboral, en un lastre, haciéndome sentir en más de una ocasión tremendamente ridículo por no haber sabido discernir una mentira, una exageración o una excusa de una verdad o por haber seguido a pies juntillas unas indicaciones o unas normas que nadie más que yo se tomó en serio. Ha sido en esos casos cuando he comprobado que jugar limpio no siempre conduce a una recompensa sino que puede acabar en el más absoluto de los fracasos, pues mientras otros se saltaban las reglas del juego yo invertía tiempo y esfuerzo en seguir el camino correcto, aun siendo el más largo y tortuoso, para que al llegar a la meta comprobara que otros se habían llevado el gato al agua con mucho menso esfuerzo. Y es que siempre he creído que el fin no justifica los medios. ¿Craso error?

Y curiosamente, a pesar de los años transcurridos en ese ambiente ingrato y competitivo de las multinacionales y de los sinsabores que esta conducta me han producido, he seguido siendo una persona ingenua y confiada. Aunque me lo he propuesto hasta la saciedad, no he sido capaz de modificar mi forma de ser y actuar. Quizá estos rasgos de mi personalidad forjados y arraigados desde la más tierna la infancia han sido demasiado sólidos para poderlos moldear adecuadamente. Seguramente, si hubiera sido más sagaz habría podido evitar situaciones como las que he vivido y de las que ahora, cuando ya es demasiado tarde, me arrepiento. Quién sabe.

Pero, como alguien dijo, uno no debe arrepentirse de su pasado sino del tiempo perdido con la gente equivocada. Durante los peores años de mi vida laboral, que precisamente han sido los últimos que he vivido, he buscado desesperadamente la paz interior, ese refugio del alma que te ayuda a ser feliz, y nunca lo logré por muchos que fueron los recursos que utilicé. Y ahora que todo ha acabado, me doy cuenta que esa paz sólo se consigue cuando somos capaces de comprendernos y aceptarnos.

Llegado a este punto, puedo decir que he empleado mucho tiempo, más del necesario, en reconciliarme conmigo mismo y aceptarme como soy y he llegado a la simple y llana conclusión de que no debo censurarme por haber sido noble y recto en un mundo desleal y deshonesto y por no haber querido mimetizarme con él. Si sigo dolido con parte de ese pasado ingrato, emplearé todo el tiempo de que ahora dispongo para curarme las heridas. De todos modos, alguien más sabio que yo dijo que “no es el tiempo el que cura las heridas sino que eres tú quien se cura a sí mismo a través del tiempo”. Sea como sea, el tiempo lo dirá.

miércoles, 3 de julio de 2013

¿Por qué ahora? (diario de un sesentón)


Todos experimentamos muchos cambios a lo largo de la vida como parte indispensable de nuestro desarrollo personal, hasta que llega el cambio definitivo, el Gran Cambio, como me gusta llamarlo, ese cambio que no percibimos en su momento, pues se produce de forma insidiosa, silenciosa y gradual, sin armar escándalo, y que sólo percibimos con toda claridad un día, cuando al mirar atrás, vemos el abismo que nos separa de lo que habíamos sido hasta entonces. Ese cambio no tiene calendario fijo, a unos les llega antes que a otros. A mí me llegó al poco de iniciar mi vida profesional, aún ignoro el cómo y el por qué, pero no me percaté de ello hasta transcurrido un tiempo, la última vez que eché la vista atrás para contemplar ese vacío, ese antes y después. A partir de entonces, decidí enfocar mi vista sólo hacia adelante, hacia un futuro que todavía se me presentaba incierto pero apasionante. Desde ese instante, nunca volví a sentir la necesidad de dar un salto en el tiempo para evocar mi vida pasada. Nunca, hasta ahora.

Hasta ahora tampoco había sentido verdadera nostalgia. Recrearme en los recuerdos nunca había sido una actitud que se me antojara oportuna, salvo cuando se trataba de rememorar un acontecimiento familiar, generalmente gratificante, o profesional si éste resultaba satisfactorio o estimulante para mi ego. Sabía que había cosas que quizá hubiera podido hacer de otro modo, como sabía que seguramente hubiera podido evitar cometer algún que otro error pero nunca me había planteado, ni siquiera en las ensoñaciones que todo mortal suele tener de vez en cuando, cambiar mi vida pasada o comenzar de nuevo si ello hubiera sido factible. Nunca, hasta ahora.

Dicen que cumplir los cuarenta es un antes y un después en la vida de un hombre y que la mayoría sufre, llegado ese momento, una crisis existencial. La famosa crisis de los cuarenta. Yo jamás experimenté tal cosa. No es que me agradara cumplir años pero la entrada en la madurez me dio, si cabe, más energía para afrontar lo que la vida todavía debía depararme. Estaba en una etapa, profesional y personal, muy satisfactoria y con una vida familiar y un status socio-económico envidiable. ¿Qué más podía desear? Sólo había presente y futuro. No había por qué rebuscar en el pasado. No echaba en falta nada. Nunca, hasta ahora.

¿Qué ha cambiado, pues, en mi existencia que justamente ahora, en los albores de lo que muchos se empeñan en denominar la tercera edad, vea las cosas de un modo tan distinto como para plantearme si he sabido vivir la vida como realmente merecía ser vivida? Quiero pensar que todo ello no es más que algo pasajero, un espejismo, la aparición retardada de la crisis que no experimenté al cumplir los cuarenta y que ahora me rinde cuentas, veinte años más tarde.

Si la autocomplacencia me impidió durante años someterme a examen, ahora creo llegado el momento. Aunque siempre he reconocido mis defectos y limitaciones, nunca he sido capaz de corregirlos, al principio por falta de apoyo, luego de valor y finalmente de interés pues, al fin y al cabo, acabé aceptándolos ya que no entorpecían mi éxito y creí que la angustia que me producían era la moneda que debía pagar a cambio de ese triunfo. ¡Cuán equivocado estaba!

Así que, ahora que tengo ese tiempo tan preciado que nunca tuve, quisiera hacer un examen de lo que fue y pudo ser mi vida si hubiera obrado de otro modo o hubiera crecido en otro entorno o con otro tipo de educación.

Probablemente no sirva de nada este análisis retrospectivo, esta regresión consciente y nunca llegue a saber qué hice mal si es que algo malo hice. Seguramente no seré capaz de dar con una explicación de cómo he llegado a este punto porque, simplemente, no la haya y todo haya sido fruto de la casualidad, de la mala suerte. Pero yo nunca he creído en la casualidad ni en la suerte al ciento por ciento. Los sucesos aparentemente más casuales se me han antojado fruto de una causalidad sin llegar a creer en un destino previamente fijado pero casi. ¡Cuántos sucesos podría contar cuya pretendida casualidad excede todo lo imaginable! Y qué decir de la suerte. En este caso creo sin lugar a dudas que casi nada en esta vida es fruto único del azar; siempre hay, en un porcentaje más o menos alto, un elemento sin el cual no hubiéramos conseguido lo que nos proponíamos y es el mérito, el esfuerzo, el empeño y nuestra valía personal.

Aún a sabiendas de que este ejercicio puede acabar siendo baldío y estéril y no llegue a ninguna conclusión, y que aún llegando a alguna no sirva, a estas alturas, para resolver nada y mucho menos para enmendar lo ya acontecido, al menos servirá para rememorar todo aquello que se ha mantenido oculto en mi yo más íntimo y recrearme en las escenas de mi pasado para, como mínimo, expulsar a todos esos fantasmas, frustraciones y complejos que, agazapados en mi subconsciente, han podido hacer mella en mi personalidad y, por otra parte, evocar esos recuerdos perdidos o abandonados como si de un lastre se tratara y que, de una vez por todas, deseo resucitar para que, aunque sea fugazmente, me aporten un poco de luz y quién sabe si también de consuelo.

Tiempo es lo único que en estos momentos me sobra y, además, siempre me ha gustado escribir pues creo que sé plasmar mejor mis ideas en un papel que en el aire. Pues bien, siento que ha llegado la ocasión y aunque sólo sea un breve compendio de mi vida o un simple anecdotario, creo que vale la pena ponerme manos a la obra. No será, en todo caso, un relato de mucha acción me temo. Quizá yo acabe siendo el único juez en valorar su contenido y que éste permanezca hasta el fin de mis días en el fondo de un cajón con total impunidad y virgen al ojo ajeno. Aunque así fuere, nadie se perderá nada por el hecho de que estas, llamémoslas, memorias no vean la luz ni nada cambiará un ápice por tal pérdida. Sólo pretendo plasmar de algún modo lo que siento y que este acto de catarsis individual me sirva para reconciliarme conmigo mismo, aprender a quererme lo justo y necesario y a perdonarme y a perdonar a los demás actores, si en algo hemos pecado por acción u omisión, en esta representación que ha sido hasta ahora mi vida.

Nunca había tenido esta oportunidad. Nunca, hasta ahora.

 

martes, 2 de julio de 2013

Perquè? / ¿Por qué?

Perquè?
Perquè formeu part de la meva vida
Perquè sou com m’agrada que sigueu
Perquè quan us miro m’ompliu de felicitat
Perquè sense vosaltres no sabria estar
Perquè en vosaltres veig part de mi mateix
Perquè sou diferents i alhora tan semblants
Perquè amb vosaltres em sento complert
Perquè sense vosaltres em sento buit
Perquè, gràcies a vosaltres, ha valgut la pena viure
Perquè mai he estimat a algú d’aquesta manera
Perquè?
Perquè sou els meus ulls, les meves mans, el meu cor...
Però perquè, simplement, sou les meves filles


¿Por qué?
Porque formáis parte de mi vida
Porque sois como me gusta que seáis
Porque cuando os miro me llenáis de felicidad
Porque si no estáis cerca no sé estar
Porque cuando os miro veo una parte de mí
Porque sois diferentes y tan iguales a la vez
Porque a vuestro lado me siento completo
Porque si no estáis me siento vacío
Porque sólo por teneros ha valido la pena vivir
Porque nunca he querido a nadie de este modo
¿Por qué?
Porque sois mis ojos, mis manos, mi corazón…
Pero porque, simplemente, sois mis hijas