jueves, 27 de junio de 2013

¿La bolsa o la vida?



Por fortuna, nunca me han hecho esta pregunta en la calle. De haber vivido esta experiencia, está claro que hubiera sacrificado la bolsa.

Todo el mundo dice opinar así, pero sabemos de casos en los que, desgraciadamente, por proteger la bolsa se ha puesto en riesgo e incluso se ha perdido la vida, ese bien tan preciado.

¿Obramos igual en nuestra vida cotidiana? Sin duda, aunque muy a nuestro pesar.

Pero ¿de dónde procede esa bolsa? Pues, para la mayoría de mortales, del trabajo honrado. Ese trabajo que, dicen, dignifica a la persona.

Trabajamos para vivir dignamente pero ¿no dejamos nuestra vida en el empeño? ¿No es una contradicción matarnos a trabajar para vivir?

Así como no es lo mismo vivir para comer que comer para vivir, tampoco es igual trabajar para vivir que vivir para el trabajo.

Ese trabajo, tan necesario, muchas veces no nos deja tiempo para dedicar a la familia y a la propia vida, que quedan relegadas a un segundo plano.

Ahora, para demasiada gente, el trabajo es un bien casi más preciado que la propia vida. Es mucho peor no tener en qué trabajar, pues si no hay trabajo no hay bolsa y sin bolsa no podemos vivir. Es la pescadilla que se muerde la cola y hace ya demasiado tiempo, siglos, que mordimos el anzuelo, así que no hay escapatoria posible.

Así que ante la pregunta ¿la bolsa o la vida?, no sabemos qué decir, como cuando de niños nos preguntaban ¿a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá? La respuesta más complaciente para todos era: a los dos por igual.

¿Queremos por igual al trabajo que a la vida? ¿Cuál de las dos cosas preferiríamos perder antes? Sin vida no hay trabajo pero sin trabajo hay vida, pero ¡qué vida! y ¿hasta cuándo? Menudo dilema. Así pues, si el trabajo, la bolsa, el dinero en definitiva, y la vida están tan íntimamente ligados, estamos ante una gran disyuntiva.

Siempre he creído que en el término medio está la clave de muchas situaciones y ésta no tiene por qué ser una excepción. En un extremo tenemos trabajar mucho y vivir poco y en el otro vivir a lo grande y trabajar poco. Lo primero es más habitual de lo que quisiéramos pero lo segundo sólo lo pueden hacer algunos privilegiados. No queremos lo uno ni podemos lo otro. ¿Qué hacer?

Pues tirar por la calle de en medio. Hacer que trabajo y vida personal sean compatibles: Trabajar lo justo para vivir dignamente y vivir convenientemente para trabajar lo justo y necesario. A esto le llamo vivir en armonía.

Para vivir en armonía, he aquí mis Diez Mandamientos, un decálogo humano, no Divino:

I. Amarás la vida sobre todas las cosas
II. No perderás la salud en vano
III. No trabajarás ni pensarás en el trabajo fuera del horario laboral
IV. Te conformarás con lo que tienes gracias al trabajo honrado
V. No matarás la ilusión de vivir
VI. No dejarás el descanso para mañana si lo puedes hacer hoy
VII. No robarás el tiempo a tu familia
VIII. No dirás que quieres más a tu vida que a tu trabajo en vano
IX. Llevarás una vida digna de ser vivida por ti y por tu familia
X. No envidiarás los bienes del prójimo

Estos mandamientos, al igual que los de la Ley de Dios, se resumen en dos: Amarás la vida sobre todas las cosas y a la salud como a ti mismo.

Espero que estos mandamientos le sirvan a alguien para estar satisfecho con su vida privada y con su vida laboral a partes iguales.

Debo confesar que a lo largo de mi vida he pecado en más de una ocasión faltando a alguno de estos mandamientos y he acabado arrepintiéndome y, aunque un poco tarde, al acto de contrición le ha seguido la absolución, la mía, la auténtica. Claro que mi caso actual no tiene mérito. Tras más de treinta y siete años de vida laboral, ahora soy de los que no trabajan y viven bien. Cosas de la jubilación.

Pero, hacedme caso, seguid estas pautas de conducta y si, de este modo, lográis ser felices, decídmelo pues intentaré patentar el método. Quizás así logre vivir a lo grande sin trabajar. Eso sí que es la bolsa y la vida.


Érase una vez un hombre



Erase una vez un hombre que, llegada esa edad que se define como la vejez de la juventud y la juventud de la vejez, se encontró de pronto en lo alto de una cima después de haber recorrido un largo camino y, exhausto, se paró a descansar.

Viendo que, frente a él, no podía vislumbrar el horizonte, se detuvo y al darse la vuelta observó con claridad el camino recorrido, muy a lo lejos, y el lugar de dónde venía. Sus últimas huellas eran profundas y estaban todavía frescas pero su rastro se perdía con sólo alejar un poco la mirada.

¿Todo ese camino he recorrido en tan poco tiempo? ¿Cuánto tiempo hace que he iniciado mi viaje? ¿Qué habrá sido de esos árboles que me dieron cobijo y las cuevas que me abrigaron? ¿Y los caminantes con los que me he cruzado? ¿Habrán llegado a su destino?

Y cansado como estaba, se sentó y, recostado en una roca del camino, se quedó dormido. Y soñó.

Y vio a un niño. Vio, desde muy arriba, como ese niño se perdía entre el gentío y no sabía hacia dónde dirigirse, cómo pedía ayuda pero no le entendían o no le hacían caso, cómo temía acabar perdido para siempre pues nadie reparaba en él y nadie le auxiliaba, y cómo, al final, sólo y triste, decidía continuar por el sendero que le parecía más seguro.

Y luego vio a un joven. Vio, desde más cerca, cómo ese muchacho corría y cómo tropezaba, cómo se levantaba sacudiéndose el polvo y seguía corriendo hasta volverse a caer. Y así una y otra vez. Vio cómo por fin encontraba a alguien con quien seguir avanzando, esta vez más sosegado, pues ya no estaba solo. Vio cómo transcurrido un largo trecho, su acompañante le dejaba y cómo otro venía a ocupar su lugar y cómo esa sucesión de compañeros de viaje se repetía sin cesar. Vio cómo se entristecía con cada despedida y cómo volvía a ser feliz con cada nuevo encuentro. Hasta que volvió a quedarse solo y no tuvo más remedio que seguir la carrera en solitario.

Y luego vio a un adulto. Vio, desde mucho más cerca, cómo ese hombre caminaba despacio y alerta, para no caerse, para no extraviarse o para defenderse de cualquier peligro. Vio que el camino que recorría estaba bordeado de zarzas que trataba de esquivar para no dañarse y cómo, por fin, encontraba a alguien dispuesto a acompañarle durante todo el trayecto, a compartir cualquier trance con él y cómo le prometía no abandonarle. Vio cómo ese hombre se abría paso a pesar de las muchas dificultades que le acechaban, cómo caía en alguna que otra trampa que alguien había tendido a su paso. Pero aun herido, cansado y apesadumbrado, decidía seguir adelante, hasta dónde hiciera falta porque tenía en quien apoyarse. Y porque ese apoyo se había convertido con el tiempo en tres personas. Y se sintió arropado y querido por primera vez.

Y finalmente bajó a ras de suelo para contemplarlo mejor y le vio la cara. Ese niño, ese joven y ahora ese adulto eran uno sólo: eran él. Y se despertó. Y se levantó.

Había amanecido. El nuevo día era fresco pero soleado. Se sentía bien. De pronto vio claramente el horizonte, a lo lejos, y vio a los suyos haciéndole señas para que se uniera a ellos y decidió avanzar hacia lo que quedaba del futuro y tras el primer paso giró la vista atrás y dijo adiós al pasado con la nostalgia pintada en su cara.

miércoles, 26 de junio de 2013

¿Por qué escribo?

Para algunos, conducir un vehículo es meramente un ejercicio necesario, y a veces obligado, para llegar a un destino, cómoda y rápidamente. En tal caso, el vehículo en sí es tan sólo la herramienta para conseguirlo. Para otros, conducir es un placer, disfrutan al volante, sienten que están haciendo algo más que un acto de transporte físico. Para no hablar de quienes, al volante, sufren una metamorfosis que ni Kafka podría describir. Así pues, conducir ¿es un acto mecánico o un arte? Depende de quién conduzca y el uso que haga de ello.

Para mí, lo mismo puede aplicarse a la escritura. Hay quien sólo escribe por obligación y hay quien lo hace por devoción.

Salvo las escasísimas ocasiones en las que escribir ha sido un ejercicio creativo, como las redacciones del colegio o las antiguas cartas de amor, sustituidas ahora por SMS en lenguaje chat (“xq tq” ha pasado a sustituir al “porque te quiero”), la mayoría de los mortales, no profesionales de las letras, hemos utilizado el lenguaje escrito para hacer informes, actas de reuniones, cartas a clientes, solicitudes varias, y en lo más alto de la cumbre burocrático-literaria, alguna que otra instancia a la autoridad competente tipo "Excelentísimo Señor, de cuyo recto proceder espera y cuya vida guarde Dios muchos años", intercalando exposiciones y súplicas.

Mi historial creativo encajaría muy bien en esta descripción, aunque siempre soñé que un día algún tipo de Red Bull me daría alas para lanzarme a escribir algo en lo que creyera de verdad y que me resultara gratificante. A pesar de que mi innata imaginación, a veces desmesurada, me ha llevado a hacer algún pinito en el mundillo creativo sin afán de lucro (léase algún cuento y algunos poemas y dedicatorias dentro del ámbito familiar), nunca me había decidido, quizá por falta de estímulos y/o de tiempo, a coger papel y la pluma de un procesador de textos para empezar a contar cosas surgidas de mi alma, de mis sentimientos y dirigidas a un público virtual, hablando y escribiendo para mí y para todo aquel que quiera (y se atreva) a oírme y leerme algún día.

Pero el día ha llegado. Prepárense todos, porque el que aquí suscribe (es deformación profesional), con todo el tiempo libre que la falta de obligaciones laborales le ha otorgado, ha puesto en marcha toda su capacidad y entusiasmo para iniciar una nueva andadura, la literaria, que no sabe si le llevará muy lejos y si sólo durará lo que dura la luna llena. Sea como fuere, la aventura ha empezado. De momento, ya llevo escritas unas cuantas páginas y la historia continúa.

Si alguien lee, queriendo o sin querer, lo aquí expuesto (más deformación profesional) y quiere hacer algún comentario, que lo haga, por favor, o calle para siempre. Podría ser el preludio de lo que está por venir, bueno o malo.